A 12 horas del cierre de la antología Terror hispano, me puse a teclear esta historia que llevaba tiempo formándose en mi cabeza. Como no es suficientemente extensa para esa convocatoria, he decidido no presentarla y escribirla en el blog.
Después de este largo período de confinamiento, por fin he podido quedar con algunos alumnos (aquellos que no se han quedado sin dinero) y charlar con ellos cara a cara tomando unos refrescos en el Retiro. Casi todos han perdido gran parte del español que habían logrado aprender, tras meses de hablarlo solo ocasionalmente en las videoclases a las que no siempre conseguían conectarse. Por eso he querido que nos juntásemos y empezásemos a hablar cara a cara.
No sé cómo, Sueli cuenta una leyenda de São Paulo, una escabrosa historia de terror. Y entonces, Ibrahim dice que a él le pasó algo extraño hace unos meses, pero que no sabe si será capaz de contarlo. Le pregunto por qué, y él dice algo en árabe a Omar, que lo traduce diciendo que es una historia complicada. Insisto en que lo intente, cambiando de lengua cuando no sepa cómo expresarlo, y que intentaremos traducirlo al español. Queda conmigo en que, cuando no sepa decir algo, lo dirá en inglés para que yo lo traduzca. Él sabe que muchos de los alumnos no saben inglés, pero que Sueli y yo lo chapurreamos suficientemente bien como para traducirlo a la lengua de Cervantes.
No estoy muy seguro de comprender toda la historia. Hay detalles que seguramente se pierden en la traducción, y ahora al verterla en el papel estoy probablemente añadiendo de mi tintero impresiones y recuerdos varios; Ibrahim habla de una zona que me es muy conocida y es fácil adornar las historias cuando se cuentan de memoria.
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El confinamiento le pilló a Ibrahim en Logroño. Había ido a visitar a un amigo que se dedicaba a dar clases de inglés. Habiendo sido él mismo profesor de inglés antes de huir de El Cairo, le pareció que su amigo podría presentarle a algún contacto. Pero resultó que habían elegido la peor semana. Los colegios cerraron y los padres eran reticentes a que sus hijos fueran a clases particulares. Así que se encontró en una ciudad desconocida y sin trabajo. Pero su amigo Nuraddin le dijo que no se preocupase, que solo serían unos días. Sin embargo, según se alargó la cosa, el dinero se acabó y el amigo le propuso que fueran a trabajar al campo.
A mí, como narrador interesado en detalles antropológicos, me gustaría que Ibrahim se extendiera más en contar la situación del confinamiento, las redes de ayuda mutuas, las costumbres de hospitalidad. Pero Ibrahim pasa de puntillas sobre estos detalles, por lo que no puedo añadir nada sin recurrir a la imaginación.
Sí que se extiende en hablar sobre el campo. Y ahí surge la primera digresión. Varios alumnos coinciden en que ellos también lo pensaron. Siendo alguno de ellos ex-menor no acompañado (lo que en Estados Unidos sería un dreamer), yo mismo estuve a punto de animarlos a probar la experiencia, ya que cumplían los requisitos de los decretos que cada semana salían del cacumen (o más bien, del magín) del gobierno. Finalmente, lo descarté, pues todos vivíamos en Madrid y el decreto priorizaba a los residentes rurales.
Mi alumno (que roza ya la cincuentena) dice que ni él ni su amigo miraron ley alguna: simplemente se fueron a Albelda, se plantaron en la entrada del pueblo y esperaron a que los llamaran.
A mí, que no me atrevía a llevar un pendrive a un alumno de secundaria sin datos móviles por miedo a que me detuviera la policía, me sorprende que mis alumnos hayan viajado entre una ciudad y los pueblos cercanos sin ningún problema. Fátima, que había ido a Salamanca durante la pandemia, me aclara la lo sucedido:
—La policía dice: Son moros, van a trabajar.
Ibrahim y Nuraddin estuvieron doblando el espinazo para coger hortalizas de todo tipo, pero recuerda con especial horror los espárragos. Se levantaban muy temprano, porque había que cogerlos antes de que les diera el sol. Había que sacarlos de la tierra misma. El jornal era mísero, casi solo les daba para la comida y la gasolina, pero por lo menos tenían algo.
—Y entonces alguien nos habló de Clavijo.
Clavijo era un pueblo que no quedaba lejos de donde estaban. Los cristianos de la zona se enorgullecían de un milagro que espantó a los moros durante una batalla; lo tenían como un símbolo patriótico y religioso. Pero, dejando aparte eso, era un estupendo mirador desde el cual se veía todo el llano que rodea a Logroño.
Así que un día, después de trabajar en la huerta, dejaron el coche a la entrada del pueblo y treparon la empinada colina en que se asienta el castillo. Era tarde; el lugar se veía desierto; la gente estaría encerrada en sus casas. Aun así, subieron en silencio para que no les vieran.
Cuando llegaron al arco de piedra que daba acceso al castillo, se quedaron admirados de que aquellas ruinas siguieran en pie. Era una tosca muralla que rodeaba la colina por el lado más largo y los dos más cortos de un angosto rectángulo, dejando al otro el escarpado precipicio como única defensa. La corta pared del lado sur tenía labrada una ventana por la que corría un fuerte viento; quien se atrevía a asomar la cabeza, podía ver una panorámica de la llanura aluvial que se extendía hasta el Ebro.
Desde aquella ventana, Nuraddin observó que la Guardia Civil se acercaba a mirar su furgoneta. Mal asunto. Si los pillaban, podían ponerles una multa. Decidieron quedarse en el castillo, esperar a que anocheciese y, cuando no se vieran luces en el pueblo ni en la carretera, conducir de vuelta.
Ibrahim, para entretener la espera, pidió a Nuraddin que contase lo que supiese de ese castillo. Al parecer, la leyenda de la fantástica batalla era una patraña inventada por los cristianos. La batalla real tuvo lugar en Albelda, y el general musulmán al que derrotaron, un tal Musa ibn Musa, se vio traicionado por un aliado que cambió de bando. Caballos milagrosos apareciendo en los cielos. Vaya fantasías.
El viento, caída ya la tarde, se iba haciendo gélido. Pero todavía se veían lucecitas en las ventanas del pueblo. No podían arriesgarse a salir. Tampoco a encender una luz, aunque fuera la pantalla del móvil.
Pasear para entrar en calor tampoco era una opción con aquel suelo completamente irregular, sembrado de escalones y pozos, con la parte transitable estaba reducida en algunas zonas a unos pocos centímetros, sin pared ni barandilla para separarla del abismo. Así que se juntaron para mantener un poco la temperatura.
—Las ruinas tienen algo misterioso.
—Tienes que ver las pirámides. Algún día, cuando vuelva a Egipto, te tengo que llevar.
—Entonces, yo tendría que llevarte a ver Petra.
El viento gemía a través de esa ventana absurda abierta al norte en un muro incompleto. Las luces del lejano Logroño brillaban. Hogares de gente que entretenía sus noches jugando con videoconsolas, viendo películas. Gente que no tenía que levantarse antes del alba para coger espárragos.
—Aquí en el campo hay estrellas. En Madrid no las hay.
Un estrépito lejano, como de cadenas, les sorprendió. Pensaron que quizá era la policía, de vuelta con una grúa, para llevar la furgoneta. O más probablemente un tractor, volviendo con un remolque por las pistas llenas de baches. Pero en el pueblo habían dejado de verse luces.
—Ahora podemos volver.
Manteniendo la mano derecha pegada a la pared, llegaron a la puerta.
—Recuerda que había un escalón.
Ibrahim midió con el pie y bajó al sendero. Habían subido campo a través, pero ahora sería mejor el sinuoso camino asfaltado que llevaba hasta el pie y acababa en mitad de la plaza del pueblo.
Pero entonces Nuraddin vio algo y tocó el brazo de Ibrahim. Ambos se echaron a la cuneta del camino. Ascendían unas luces.
—¡La Guardia Civil!
—No pueden habernos visto.
—Quizá revisan el castillo todas las noches.
Pero las luces no tenían el aspecto de una linterna. Era más bien como si un gato pudiera contagiar la fosforescencia de sus ojos a las matas de alrededor; como si la luz avanzase por sus propios medios.
—Vamos a bajar por ahí.
—Está empinado, nos caeremos.
—Venga, vamos.
Echaron a correr, montículo abajo. Ibrahim tropezó con un saliente de roca. Cayó sobre la rodilla; por el dolor, supo que se había hecho sangre. Fue a levantarse el pantalón pero miró atrás. Entonces, se irguió y saltó de roca en roca, deslizándose por la pendiente, y corrió tras Nuraddin que ya buscaba, nervioso, las llaves de la furgoneta en su bolsillo.
—¿Lo viste?
—¿Fue eso lo que vieron las tropas de Musa ibn Musa?
—No creo. Hubiera espantado también a los cristianos.
—Estaban desesperados. Nada los espantaría.
—Nosotros también lo estamos. Y hemos salido corriendo.
· · ·
Le preguntamos a Ibrahim qué es lo que vio. Un hombre a caballo, las ropas extrañamente luminosas, seguido por otros tres hombres a pie y perros. Los hombres llevaban armadura completa y no se veían sus rostros, pero los perros… ¿podrían esos ojos hundidos, ese hocico descarnado, esas costillas al aire estar en un mastín vivo?
—No era Santiago. Era la hueste.
—¿La hueste? —dice Manuel Almeida, uno de mis alumnos brasileños— ¿Y eso qué es?
—La hueste, el huerco, la santa compaña, las ánimas del purgatorio. ¿No llevaron esa leyenda los portugueses a Brasil? —y en mi francés macarrónico, añado:— En français, hellequin. Vienen a llevarse a los vivos al otro mundo.
Estoy por recomendar a mis alumnos alguna adaptación de “El monte de las Ánimas” cuando Ibrahim me corta:
—Me da igual qué fuese. Os juro que durante dos semanas estuve trabajando hasta el agotamiento pero no aun así no conseguí dormir bien hasta que volví a Madrid. No quiero saber nada de ruinas.