Fuera está lloviendo, pero dentro no estás mucho mejor. Siguiendo las recomendaciones de los expertos, programaste el termostato a veinte grados: en el sofá, junto a la ventana, hace diecisiete. Te hielas bajo las mantas, la chaqueta, la camisa y la camiseta térmica. Te hielas incluso con el ordenador sobre las rodillas. Intentas escribir, pero la inspiración te ha dejado; así que te pones a preparar un examen. Pero después de pasar dos horas redactándolo sigues sin ideas y helado. Quisieras tomar un chocolate caliente, o al menos un cacao, pero no queda leche en casa. Qué pereza ir a comprar. En la calle, sigue lloviendo. Te calzas con botas y bajas al súper. Leche. Y ya puestos, bizcochos de soletilla. Pero los encuentras, así que te tienes que conformar con bizcochos de huevo. Añades a la cesta harina y azúcar para hacer magdalenas. Llegas a casa con tu carga. Preparas la receta tratando de usar, como insiste el recetario, cantidades exactas. Pero quién mide 45 centilitros de leche con un medidor que va de cincuenta en cincuenta. Quién enrasa una cucharadita y media de levadura, si sale un montón del sobre cuando por fin sale. Al final, hay que hacerlo todo a ojo.
Mientras la mezcla se hornea, limpias todo, te tomas el chocolate untando los bizcochos de huevo, vuelves a recoger, pones la tele. Sigues sin inspiración, pero algo has de pensar. Y, finalmente, escribes sobre la lluvia que moja las calles y sobre tu inspiración seca.