La literatura es un hecho histórico y social. Esta proposición, que cotidianamente tenemos que demostrar a masas de alumnos que no comprenden por qué carajo tienen que haber oído hablar de la Reforma antes de empezar a estudiar el Lazarillo, tiene implicaciones más allá de las que les explican los libros de texto.
Es cierto que el hecho de escribir sobre un determinado tema es un hecho histórico y social. El escritor escribe sobre temas que en la sociedad en que vive parecen importantes. La importancia que socialmente se le da a ciertos temas contemporáneos también hace que ciertas obras consigan éxito y, por ende, más probabilidades de sobrevivir al olvido. Un corolario de esta última afirmación es que en épocas posteriores volverán a tener éxito aquellas obras que sigan conectando con las inquietudes de la gente.
De modo que no solo la creación literaria es un hecho histórico y social. También la recepción de las obras literarias lo es. Este hecho sobre el que se insiste en las facultades de filología pasa, sin embargo, de puntillas por los libros de literatura de enseñanzas medias (es decir, secundaria obligatoria y bachillerato). Incluso el currículo lo pasa por alto, al afirmar con carácter general que la literatura enseña valores, olvidando que enseña los valores de su época, que pueden ser moralmente reprochables en la época actual (piensen, por ejemplo, en el machismo de Quevedo, la defensa del "amiguismo" y la corrupción política como ideal moral en don Juan Manuel, o el racismo en Lope de Rueda).
Un clásico que, por lo esclarecedor que resulta, debería incluirse en todos los manuales de literatura es un articulito escrito en los años sesenta por la antropóloga Laura Bohannan, Shakespeare en la selva. Cuando lleva unos días aislada en época de lluvias en un pueblecito Tiv (en lo que hoy es el este de Nigeria), sus vecinos, que la han visto mirando "papeles" que según ella son "historias de sus antepasados", le piden que les cuente una de esas historias. Y ella hace un esfuerzo por adaptar a su lengua y cultura la historia de Hamlet.
En su intento encuentra varios obstáculos: Los nativos no creen en fantasmas, sino, por un lado, en muertos zombis tangibles y, por otro, en presagios enviados por brujos. Tampoco consideran censurable que la reina se case con su cuñado inmediatamente después de enviudar; es más, creen que es recomendable que lo haga. No son las dudas y la inacción lo que ven reprochable en Hamlet, sino su desconfianza hacia el padrastro y que quiera tomar venganza por su propia mano, en lugar de encargárselo a algún amigo de su padre. Como este hay muchos otros puntos clave de la historia de Hamlet que hacen aguas en su recepción entre los Tiv... y, sin embargo, algo debe de tener este clásico, pues la historia les gusta, aunque sacan de ella una conclusión totalmente opuesta a la que Shakespeare quería transmitir: “Alguna vez has de contarnos más historias de tu país. Nosotros, que somos ya ancianos, te instruiremos sobre su verdadero significado, de modo que cuando vuelvas a tu tierra tus mayores vean que no has estado sentada en medio de la selva, sino entre gente que sabe cosas y que te ha enseñado sabiduría.”
¿Hasta qué punto hacemos nosotros, al leer la literatura de épocas pasadas, lo que hacían los Tiv al escuchar la historia de Hamlet? Y lo que es peor, ¿hasta qué punto NO lo hacemos? ¿Qué es más legítimo: acumular erudición sobre una época para comprender lo que una obra quería decir a la luz de las creencias de su época, o usar las armas que nos da la sociedad moderna (crítica psicoanalítica, perspectiva de género, etcétera) para arrojar una luz completamente nueva a los clásicos, como hace la audiencia de Bohannan?
En antropología se suelen distinguir dos enfoques, las perspectivas "emic" (local: la cultura X analizada en sus propios parámetros) y "etic" (universalista: la cultura X analizada según parámetros universales). Pero en realidad, el caso de Bohannan nos indica que falta una tercera perspectiva que se suele confundir con la "etic": algo que quizá podríamos llamar "meta-emic" o "emic2" (la cultura X analizada en parámetros de la cultura Y).
En literatura, a menudo me he debatido entre esas dos tendencias emic y "emic2". Así, por ejemplo, puedo leer La Colmena y pensar que, en parámetros de la España de los años 50, es toda una novedad. Pero, si veo este libro desde una perspectiva universal, es una pobre imitación de Manhattan Transfer (sin embargo, Dos Passos no se llevó el Nobel). Puedo leer novelas "experimentalistas" españolas de los años 60, y su experimentalismo me parecerá tímido al compararlas con novelas un género menor, la ciencia ficción, escritas en la misma época. Puedo leer la obra más "revolucionaria" de Jacinto Grau, El señor de Pigmalión y, puesto que desconozco muchos detalles de su contexto de creación, me parecerá muy tímida al lado de lo que escribía por la misma época Pirandello. O al revés, puedo leer a Quevedo y reírme mucho, encapsulando todo su machismo y su intolerancia en la afirmación de que aquellas cosas eran naturales en su contexto de producción.
Realmente, ninguna de estas dos formas de leer literatura es honesta. Pero es que, queridos amigos, las ciencias humanas no son honestas. Al tratar de nosotros mismos, son ciencias reflexivas cuyos datos se mueven constantemente reaccionando a los ojos del observador, y por ello carecen de la fría imparcialidad de las ciencias naturales... Eso es lo que las hace tan interesantes, ¿no creéis?