Dice Ezequiel que el hijo no cargará con las culpas del padre, ni el padre cargará con las culpas del hijo. Pero no todo el mundo es religioso.
Un hombre camina por una calle oscura. A lo lejos, la puerta iluminada de un bar en una esquina. El hombre tiene el aspecto cabizbajo y miope de la persona que nunca rompería un plato. A la puerta del bar, un obeso cliente, jugando con su móvil y llamando a ratos a una hija que ha de estar a la vuelta.
Al pasar junto a la taberna, el viandante hace un quiebro para esquivar un patinete azul, tirado en mitad de la calle, apenas visible para quien acaba de salir de un lugar iluminado y aún no ha acostumbrado su vista a la penumbra que filtran las farolas a través de las hojas de los árboles. De los labios del viandante no sale una queja, no asoma una mala palabra; su sorpresa es muda y no busca ofender a nadie. A pesar de ello, a su espalda suena el tripudo:
—Mira que no ver el patinete... ¡ciego!
El paseante dobla la esquina y desaparece.
Al cabo de unos minutos, un grito agudo. Una niña, un ojo reventado por un llavín en él clavado. El hombre del bar, que corrió hacia ella con una urgencia que tira de su sangre, ve al miope, pequeñito y cabizbajo, sonreír con otro sangriento llavín en las manos.