Ahora que empiezo a tener tiempo libre, debería dedicarme a arreglar el completo desorden en que se ha convertido mi vida. No es solo la tabla de planchar que lleva meses sobre la mesa de comedor, ni la mesa de despacho convertida en mueble multifunción sobre el que lo mismo como que corrijo unos exámenes o uso el ordenador. No es tampoco esa caja llena de libros de los estantes desmontados a la espera de que algún día la compañía de seguros venga a pintar el piso. No es la mierda que se está acumulando peligrosamente desde que no me queda tiempo libre en las tardes siquiera para pasar la escoba. Es el desorden de mi vida.
Cuando el cotidiano despiste se convierte en desorden, el desorden en caos y el caos en frustración porque nada sale a derechas (y cómo puede salir a derechas si no hay manera de saber lo que uno está haciendo, potque está tratando de atender a mil estímulos ninguno estimulante), entonces ha llegado la hora de pararse un momento y pensar qué habría que arreglar el desorden, el maldito caos de la propia vida.
Pero primero empezaré por limpiar un poco.