Cierto es que no anuncio nada nuevo al afirmar que está loco el mundo. Su desquiciamiento es cosa cotidiana, tan evidente que no suscita comentario alguno en los diarios. Pero es que llega un momento en que ya no se puede más. No es que me fastidie que el mundo esté loco, sino las consecuencias de esa locura, la necesidad continua de discutir cosas evidentes, el castigo a los justos, el aplauso a la descortesía, el ninguneo de quienes no alzan su voz.
Y si fuera esa su única locura...
Pero no, también lo es esta especie de esplín del consumista. Por todas partes vamos buscando el absoluto, como decía el otro, y sólo encontramos cosas. Y como encontramos cosas, las compramos creyendo que con ello aumentará nuestra felicidad, y juzgamos al prójimo por la cantidad de cosas acumuladas, y por su novedad, y por su colorido, y olvidamos que solo son cosas, cosas cuya compra nos provocará frustración cuando las veamos, al fin, reducidas a ese estado de objeto.
No quiero minimizar la crisis, que a muchos devora ferozmente, pero vivimos demasiado bien y tenemos demasiado, y olvidamos valorar, por ello, la normalidad..La normalidad que no es tan común, o por lo menos no lo era antes, esa normalidad que no solo consiste en que quien llame a tu puerta a las cinco sea el lechero, sino también en la posesión de rostros y cuerpos que no estén marcados por la enfermedad, en la asunción de que el prójimo podrá mantener una conversación educada y medianamente informada, la seguridad de que, aunque la ley raramente lo castigaría, el vecino no usará la llave que le hemos dejado para, en nuestra ausencia, darse un paseo por la casa y beberse las cervezas de nuestro frigorífico.
Y es que creemos que lo normal es estar sano y ver sanos a nuestros vecinos, tener cosas y que a los demás no les falten, ser educado y que los otros lo sean con nosotros... Olvidamos que esto es la excepción. Y por eso creemos que el mundo está loco cuando, de repente, le da por funcionar con las mismas reglas que han regido siempre su naturaleza.