Cuanto más aprendo sobre historia, más me fascina el carácter egoísta del liberalismo. En mis tiempos mozos pensaba que esta doctrina buscaba defender la libertad de todos, incluidos los otros (por ejemplo, con la romántica escena de la participación de Byron en la independencia griega). Sin embargo, Washington no buscaba defender la libertad de sus esclavos, ni los mercaderes británicos de callicoes la libertad comercial de la India. Buscaban defender su propia libertad, armándose de mil defensas contra la ajena.
Es por eso que una de las principales instituciones liberales es la del monopolio: aquel que tiene el control privilegiado de un recurso. Hasta tal punto, que Weber define el estado liberal basándose en un monopolio, el de la violencia. El liberalismo permite la libre creación de empresas, pero sólo para condenar a las pequeñas empresas individuales a terminar fusionándose o perecer. Es decir: para utilizar a los pequeños como pasto de los grandes.
Ciertamente, en algunos casos son los pequeños los que terminan siendo grandes, siempre a través de un proceso de canibalismo que no siempre sigue las reglas del mejor dotado. Porque la sociedad no privilegia al mejor dotado, sino al que cae mejor, del mismo modo que el hombre ha privilegiado a los Chihuahuas o los Yorkshire frente a los Huskies o los Dogos. Para ser liberal hay que saber de qué lado cargan los dados, y cuál es el momento oportuno para lanzarlos.
No es que mi libertad acabe donde empieza la tuya. Es que tu libertad acaba donde empieza la mía. Y, por si tienes dudas, te lo digo con todo el poder de mis ejércitos de abogados y mis lobbies. El liberalismo, en fin, es un egoísmo. Lo único que le salva es la histórica aniquilación de la libertad que ha caracterizado a casi todos los altruismos.