Olga está esperando que le sirvan la merienda en la mesa camilla, en compañía de sus dos primos. La habitación está llena de juguetes esparcidos sin ton ni son sobre el parquet: el Lego de uno de los chicos se mezcla con los soldaditos del otro y la Barbie de la niña. Volcado en el suelo hay un coche rosa.
Olga ha debido de tener un mal día, y está impaciente por que la niñera, que hace un momento ha detenido una incipiente pelea diciéndoles que se sienten, vuelva con la merienda. Raúl grita:
—¡Jacinta, la merienda!
Pero Jacinta no llega. Así que Raúl se levanta y coge uno de sus tanques. Olga le recrimina, marisabidilla:
—¡En la mesa no se juega!
Con toda seguridad, Olga está deseando coger su muñeco Ken y utilizarlo para atacar a los soldados de Raúl, pero su conciencia de que —como mayor del grupo— debe dar ejemplo se lo impide. Teo, el más pequeño de los tres, no duda en agarrar el cochecito que ha construido hace un rato.
—Pues tú tienes un tanque, pero yo tengo un coche de carreras más rápido que tu tanque.
—Pues mi tanque es más lento, pero tiene un cañón.
De repente, les interrumpe la voz de Olga.
—¡Está vivo!
—¿Qué está vivo?
—¡Ken! ¡Mira...!
Pero los chicos no ven nada raro en ese muñeco que, paralizado de terror, se hace el muerto junto a su coche.
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