martes, 28 de enero de 2020

El cuento del martes: se acaba

Estoy viendo una película de Netflix mientras juego con el móvil para tratar de olvidar el hecho de que mi vida, tal como la conocí, se acaba. La serie no acabo de entenderla, es algo sobre un mejicano al que detienen... No sé: quizá si pudiera escucharla la comprendería, pero está aquí, atronando, la impresora de la que estoy haciendo salir diversas tonterías absolutamente inútiles. Inútiles porque esto se acaba.

Y me da mucha rabia, porque creo que he conseguido pulverizar el récord, pero ya no servirá de nada. En unas horas, o quizá unos días, todo habrá terminado. Adiós películas, adiós juegos de móvil, adiós diversiones absurdas y aburguesamiento cómodo. Saltará todo en pedazos con la puerta. No hay remedio.

¡Es tan bonito ver en la tele a esos dos mejicanos de clase alta que pasean sin pensar que su felicidad la viven pisando cadáveres de campesinos y mojados! ¡Es tan bonito estar aquí, dedicado a pasatiempos banales, olvidando que yo, aunque con menos lujo, también he vivido sobre esos mismos cadáveres, pero que se acumulaban más lejos de mi casa!

En la telenovela, la cárcel aguarda, por alguna nimiedad ―un millón distraído por acá, una soborno aceptado por allá― al feliz matrimonio de clase alta. Yo, realmente, no sé lo que aguardo, pero he escuchado los disparos en la lejanía y he visto el humo que se alzaba más allá de las últimas casas. No quiero poner las noticias; prefiero seguir viendo una serie bonita. Si tuviera unas cervezas, quizá comenzaría a beber. Pero me da miedo salir a comprarlas. Ya lo haré mañana: no tengo más remedio que ir al trabajo. La vida sigue.

Quizá, a la vuelta, mi casa ya no esté. O quizá el el trayecto siegue mi vida uno de esos tiros que se oyen a lo lejos. Espero que sea después de haber abierto las cervezas.

sábado, 25 de enero de 2020

52 retos de escritura: Año nuevo chino

Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «4. Haz un relato que ocurra durante el Año Nuevo Chino.».

En el fondo del metro no hay cobertura. Es lo que tiene la línea seis. Es lo que tienen los barrios de pobres. Así que salgo a la superficie, y busco algún centímetro donde quedarme esperando a que mi hermana salga. Al poco, suena el móvil. Parece que hay otra boca de metro y ha salido por ella. ¿Cómo describirle dónde estoy? Al fin, decido ir a la acera de enfrente, menos saturada, le leo en voz alta el nombre de la calle y aguardo a que lo encuentre en el GPS.

Finalmente nos encontramos. Avanzamos por una calle de aceras estrechas con coches aparcados a ambos lados. Escaparates con carteles en caracteres orientales a ambos lados: tiendas de productos electrónicos, de menaje, de artículos de peluquería y de cosas que no logro identificar. También restaurantes, bares, pescaderías. Llegamos a la esquina de la calle principal. Contemplo el escaparate de una tienda de artículos de segunda mano. Mi hermana tira de mí. «Mira, vienen por allá». Buscamos un hueco. Desde aquí solo se ven lo que parecen minúsculos dragones (luego sabré que eran gallos). Corremos para adelantar al cortejo, esperando buscar un lugar desde donde se puedan hacer buenas fotos.

Por fin, un claro entre la multitud. Un buen punto desde donde hacer fotografías, buenas o malas. Tomo varias instantáneas del gran dragón que está avanzando. Después veo un niño pequeño y le cedo mi sitio. Al fin y al cabo, yo soy más alto. El padre me da las gracias.

Cuando nos cansamos de hacer fotos, buscamos un bar donde tomar algo. Está todo llenísimo. Encontramos finalmente hueco en una cafetería bastante apartada. Cerveza fría, tapa generosa. En esto estamos cuando veo pasar a Susana Wang.

—¡Hola, Susana!, ¿cómo por aquí?

—He venido con mis padres.

—Hola, encantado de conocerles. Soy el tutor de Susana.

Susana es la delegada de mi tutoría. Es una estudiante excelente y colabora con los demás. Me gustaría decirle todo eso a sus padres, pero me da un poco de apuro. En todo caso, me gusta conocerles, pues nunca han venido a las sesiones de entrega de notas.

—¿Tutor?

—En el instituto,en las clases. Su hija estudia mucho.

Se ve a Susana un poco azorada. El padre la mira con mala cara, pero no dice nada delante de mí. Decido que es buen momento para que mi hermana y yo nos retiremos.

El lunes, Susana me confiesa todo. Ha estado viniendo sin decírselo a sus padres, que creían que iba a trabajar al bazar de un tío suyo.

—¿Cómo acabó la cosa?

Han decidido que, como tengo buenas notas, seguiré viniendo. Pero que por las tardes tendré que ir a ayudarles en el bar.

martes, 21 de enero de 2020

Comercio Justo

Un día, esos pobres diablos decidieron que no les bastaba con comer caliente: en India, en Laos, en Camboya, en China, en Indonesia, en Vietnam los humildes anunciaron protestas y paros de producción si no se les permitía acceder al banquete del progreso.

Entonces, sus gobiernos les recordaron su derecho a callar y agachar la cabeza. Pero no fue suficiente.

Menos mal que las potencias democráticas, amenazados sus legítimos intereses, acudieron a salvar al mundo.

domingo, 19 de enero de 2020

52 Retos de escritura: Aracnofobia

Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «3. La aracnofobia es un miedo muy común. Haz que tu protagonista la padezca.».

—Dice usted que tiene problemas con los arácnidos. Es un miedo muy común. ¿Hasta qué punto es grave? ¿Le causa problemas con su familia? ¿Con sus amigos?

—Bueno, no tengo mucha familia. Soy soltero; mis padres murieron; mi hermano está en el hospital desde hace años. Tampoco tengo muchos amigos.

—Ya veo. Está solo, solo con sus miedos. Quizá eso los haya agravado, ¿no cree usted?

—Puede ser.

—Mencione alguna situación concreta donde experimente su miedo.

—Temo bajar a sótanos oscuros llenos de polvo y telarañas.

—¿Puede ser una reacción contra la suciedad?

—No... Yo creo que... en algún lugar puede haber oculta una viuda negra, una migala, una tarántula.

—Ya sabrá que, de esas tres especies, solo la tarántula vive en Europa, aunque hay arañas emparentadas con la familia de la viuda negra. Pero en cualquier caso, prefieren lugares secos, no sótanos.

—¿De veras?

—Lo dice la Wikipedia, así que no sé si fiarme del todo. Lo de no poder entrar a sótanos tampoco parece un gran problema. ¿Tiene sótano su casa?

—No, pero... Soy agente de la propiedad inmobiliaria. A los clientes... les parece mal que lleve guantes y máscara de protección en los ojos. Ya sabe, por si una tarántula me lanza sus pelos.

Theraposidae. Hablemos con propiedad. La Lycosa Tarantula no lanza sus pelos. Otra cosa es que los norteamericanos, que son muy suyos, llamen «tarántulas» a las Theraposidae.

—Claro, sí. Está muy informada, doctora. Se nota que es usted un especialista en aracnofobia.

—Y dejando aparte el miedo que siente a bajar a sótanos, ¿no le causa más problemas su aracnofobia?

—Hay más cosas. Por ejemplo, las lámparas de brazos.

—¿Las arañas?

—¡No las llame usted así! Ahí en el techo, pienso que van a venir a buscarme.

—¿Solo siente ese terror en la oscuridad, o también cuando están encendidas?

—En todos los casos. Imagine qué horror, enseñar una casa y descubrir que sus lámparas son... ya me entiende. Menos mal que últimamente la gente se deshace de las lámparas antiguas.

—Pero podría usar ese temor de manera positiva, para ver que su miedo es irracional. Por ejemplo, la palabra web significa, en inglés, telaraña; y sin embargo, usted navegará por internet...

—A partir de ahora dejaré de hacerlo.

—¿De veras? ¿No se da cuenta de que no puede salir ninguna araña de la pantalla de su ordenador?

—Lo siento, soy muy sugestivo.

—Desde luego, parece que lo suyo es un caso más grave de lo que me temía. Aunque soy especialista en el tema, supondrá un reto profesional. ¿De dónde cree que viene su miedo a las arañas?

—A los dieciocho años, visitando la central nuclear con el grupo del instituto, mi hermano sufrió la mordedura de una araña radiactiva. Fue una experiencia horrible. Durante días estuvo en cama, conectado a un respirador. Saturaron su cuerpo de yodo para eliminar la radiación y de antihistamínicos para aliviar la inflamación. A pesar de todo, no pudieron hacer mucho por él. Desde entonces, tengo un pavor horrible a las arañas.

—Es curioso que sea un trauma tan tardío. Normalmente, estas cosas surgen en la infancia más temprana. ¿No recuerda algún episodio en sus primeros años?

—Bueno, ahora que lo dice... Recuerdo que una vez, en la bodega de los vecinos, apareció una araña grande como un cangrejo. Del tamaño de mi mano. Claro que yo tendría entre siete y nueve años, y mi mano no podía ser muy grande. Con horror vi cómo el abuelo del vecino cogía la araña, arrancaba las patas una tras otra y nos las alargaba: «Para que perdáis el miedo». Aquella noche, antes de dormir, cogí el insecticida de la mesa del pasillo y fumigué abundantemente bajo las altas camas y en los rincones del cuarto.

—La araña es un símbolo de la madre colérica. ¿De niño tenía usted miedo a su madre?

—Mi familia es del norte; mi madre siempre fue la que se ocupó de criarnos y de imponer las normas de la casa. Pero nunca fue cruel, ni le tuve miedo.

—También puede ser un símbolo del pánico a las mujeres. ¿Qué tal sus relaciones sentimentales?

—La verdad es que no muy bien. Siempre se estropean por detalles aparentemente sin importancia. Por ejemplo, mi primera novia, Nina. Cuando por fin me decidí a llevarla a un hotel, estaba bajándole la cremallera de su top de cuero cuando encontré en su espalda... Un tatuaje de una araña. Nunca me había hablado de él. Y bueno... No pude continuar. Ella me dejó a los pocos días.

—¿Usted le comentó algo sobre el tatuaje?

—No, no le dije nada. Me avergonzaba tanto...

—Comprendo. ¿Algún otro caso que pueda comentar?

—Elsa. Nos conocimos en la finca de un amigo. Había organizado una fiesta monumental, de varios días de duración, con mucha gente. Era una finca enorme, con casitas de huéspedes que normalmente se alquilaban, pero que cerró para alojar a las diversas pandillas que amigos que no nos conocíamos entre nosotros. Habíamos estado bebiendo toda la tarde, así que después de cenar..., bueno, lo normal: cada quien estaba buscando compañía para pasar la noche. Me puse a bailar con una amiga mía pero luego ella se acercó y la reemplazó. La llevé al sofá a tomar una copa y luego... buscamos un lugar más discreto, ya lo puede imaginar. Pero entonces un gato entró en la habitación.

—¿También teme a los gatos?

—Oh, ya sabe. Es gato y araña. Por eso no podía estar desnudo junto a un gato.

—Ya veo. Ahora comienzo a comprender la magnitud de su terror. Pero no se preocupe, porque acabará hoy.

—¿Ah, sí?

—Creo que lo más conveniente es la hipnosis. Lo inmovilizaré para evitar que se haga daño.

—¿No serán correas de cuero? Me causan sarpullidos.

—Tranquilo. Suelo usar pañuelos de seda para este propósito.

—Bien. Siempre me atrajo el bondage.

—Ahora siga atentamente el movimiento de mi mano. Cuando diga tres, se dormirá. Uno... dos... tres.

Ariadna Santos comprobó que aquel paciente, inmóvil sobre la camilla, permanecía en trance. Desde que había aprendido a usar la hipnosis, había dejado de emplear veneno. Atrapado en su red, su paciente seguiría dormido hasta que pudiera alimentarse de él. Después de enrollarlo en un largo obi de seda y hacerle un hueco en el gran archivador metálico que ocupaba la parte trasera de la consulta, pulsó el intercomunicador y dijo con voz neutra:

—El siguiente.

sábado, 18 de enero de 2020

Rodríguez Rísquez: Viajar en el tiempo es fácil ¡si tienes tiempo!

RODRÍGUEZ RÍSQUEZ, Rubén: Viajar en el tiempo es fácil ¡si sabes cómo!. Barcelona*, Literup, 2018. 155 págs., 15cm (*Nota: depositado en Barcelona; impreso en Madrid; editado en Gandía).
ISBN:
SIN ISBN (comprobado en BNE y Base de libros editados en España)
Precio:
6€ [comprado de oferta por 4,50€]
Descriptores:
Novela corta. Parodias. Ciencia-Ficción. Viajes en el tiempo.

Hace unos meses, Literup lanzó la preventa del segundo libro de esta saga de Rísquez. En ese momento, otros lectores del grupillo de aspirantes a escritor en el que participo en telegram comentaron que este libro les había parecido tronchante. Esperé a ver suficientes críticas positivas: ya se sabe que el humor es algo subjetivo, y que las parodias que a algunos les divierten a otros les generan tal irritación que se ven obligados a asesinar dibujantes o demandar a cantantes. Consideré adecuado comprar los dos libros, aprovechando el descuento de la preventa (que dejó el precio del lote en 9 euros, es decir, 4,50 euros cada uno). Llegaron esta semana a casa de mis padres (que son quienes tienen un portero que pueda ocuparse de estas cosas) y el viernes, cuando fui a verles, lo devoré... Claro que es fácil, tratándose de una novelette.

Pues quizá habría que decir, en primer lugar, que Viajar en el tiempo es fácil... ¡si sabes cómo! es lo que antiguamente se llamó novella, luego novela corta y últimamente novelette, es decir, una historia más larga que un cuento pero más breve que una novela. Es un formato que realmente siempre ha estado ahí (por ejemplo en la literatura juvenil y de kiosko) pero que tiene la ventaja de que se lee muy rápidamente, casi sin necesidad de hacer descansos, y que se puede llevar encima. El hecho de que en poco más de 150 páginas (pequeñas, además) se nos cuente una historia en que hay un doble ciclo de acontecimientos da una idea de la agilidad de la trama.

El argumento de esta novelita es simple: el protagonista vive recluido en una secta, contando los días que pasan para el fin del mundo. En ese momento, es abducido por los extraterrestres. Estos lo envían al pasado, de donde vuelve a un futuro alternativo en que la humanidad vive desterrada en un crucero espacial. Poco más puedo decir sin destripar la novela. Diré simplemente que a los elementos ya mencionados (sectas milenaristas, alienígenas, naves intergalácticas) se añaden androides y musicales basados en Hamlet.

Los personajes son planos, pero es lo que pide el género. El protagonista es francamente torpe pero hace gala de una cultura que, a decir verdad, no le ha servido de nada. Los extraterrestres son paternales y solo vagamente malvados. La verdadera maldad está en los corruptos que tratan de aprovecharse de la idiotez de los demás aunque, según descubrimos al final, se trata de esa maldad bienintencionada que llena los infiernos.

El estilo es ágil (creo que ya lo dije) con un lenguaje llano salpicado de referencias a la ciencia ficción, la historia y el arte entre lo cultureta y lo kitsch. Su Hamlet musical es una idea deliciosa (aunque sigo prefiriendo el Hamlet en la jungla de Bohannan); también lo son sus referencias a Blade Runner o a los hermanos Marx.

Y poco más puedo decir sin estropear el libro. Léanlo y pasen un buen rato.

miércoles, 15 de enero de 2020

El cuento del miércoles: Botas en la soga

¿Queréis saber un secreto? Casi todos los cuentos los escribo un día antes: el cuento del miércoles lo escribo el lunes o el martes y lo publico el miércoles a las 15:00; el del lunes, parte del reto de 52 cuentos de literup, suelo escribirlo como borrador el domingo y lo publico el lunes. Pero esta semana no he conseguido concretar mi idea del cuento de literup hasta última hora del lunes, y por eso la cabeza sólo me ha dado para un microcuento. Aquí lo tenéis.

Johnny advierte la mancha roja en sus botas, que cuelgan ahí abajo. Lástima; eran unas botas nuevas. Si no hubiera disparado al viejo McFly, quizá no se hubieran manchado. Pero no importa. Al fin y al cabo, son demasiado buenas para el verdugo.

lunes, 13 de enero de 2020

52 retos de escritura: Día de Reyes

Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «2. Escribe un relato que ocurra el día de Reyes».

Pienso en un relato sobre el día de Reyes. No quiero contar el típico cuento de un niño que descubre que el amor es el mejor regalo. Es un tópico manido, y todo lo que hay que decir lo dijo ya Oliver Henry a propósito de Jim y Delia. Por esa misma razón, también he de descartar ese recuerdo de mi infancia, revolviendo todos los armarios en la noche del día cinco sin encontrar nada, y ver la bicicleta en el salón al día siguiente. Quizá debiera hablar sobre ese triste día de Reyes en que mis padres salieron corriendo a su ciudad de provincias, cuarenta y ocho horas después de haber venido de allí, al conocer la muerte de mi abuela, dejándonos a cargo de una prima algo mayor que nosotros. Pero sería demasiado personal. Y tampoco es adecuado decir que a menudo he pasado la tarde del día de Reyes metido en cama, pasando el resfriado.

Entonces, ¿de qué puedo hablar? Quizá del caballito aquel que vi un día de Reyes en que paseaba por el rastro.

Ahí estaba, el caballo de papel maché sobre una tabla, con dos ruedas de hojalata para arrastrarlo por el suelo. Conservaba la pintura marrón del pelaje, las líneas oscuras que resaltaban las crines. Solo una línea blanca, cerca de una de sus orejas, delataba un desconchón arreglado. En sus ojos vi el gesto nostálgico del último dueño al vaciar el trastero de su padre y encontrar aquel juguete que creía perdido tras haber pasado tantas horas de su infancia arrastrándolo por el suelo de su casa. Quizá su padre lo había guardado porque pensó que ya era mayor para arrastrar un caballo, el gorro de papel en la cabeza y la cornetilla en la mano; que ya tenía la edad de su primo Juan cuando se lo cedió, reticente pero obligado por su madre, harta de que lo usara para escenificar la guerra de Troya con los soldaditos de plomo. Juan lo había recibido, a su vez, de su hermano Miguel, que lo heredó del primo Felipe. Felipe fue quien lo recibió, emocionado, una mañana de Reyes. Él había recorrido con su madre muchas jugueterías; le enseñaron coches a pilas, soldados de plomo, indios de plástico, juegos de construcción de madera. Pero él se empeñó en que lo que más le gustaba era el caballito de papel maché, que ya en aquella época se veía anticuado. Los Reyes Magos rodearon el caballo con un juego de construcción y unos soldaditos, pero el niño, fiel a su primer impulso, estuvo todo el día jugando con él, y aunque jugó también con el resto de regalos, siempre fue aquel su favorito, hasta que, con doce años, su madre le dijo que había llegado el momento de desprenderse de los juguetes y hacer hueco a cosas de mayores.

¿Sabéis esa escena de Laberinto en que la protagonista preadolescente (interpretada por una Jennifer Connelly que contaba ya dieciséis años) tiene la casa llena de muñecas y se niega a cedérselas a su hermanito? Algo así debió de sentir Felipe cuando su madre se lo quitó; pero la dignidad le impidió reclamárselo al primo Miguel cuando lo vio arrastrándolo por los largos pasillos de casa de los abuelos. Miguel se cansó pronto del caballito, y no puso objeciones en que Juan se apropiara de él. Incluso le resultó satisfactorio, pues el caballo resultaba un estupendo blanco para el tirachinas que se fabricó con un globo y el cuello de una botella de lejía. ¡Cómo lloraba Juan cuando el caballo recibía los impactos de las bolas de papel! Y eso que eran blandas. Tanto, que solo hicieron un pequeño desconchón en las orejas del caballo. Pero los llantos del niño destrozaban los nervios de sus padres. Así que a los ocho años le convencieron de que era mayor para jugar arrastrando un caballito. De modo que se lo dio a Emilio un día de Reyes. «¿Ves qué alegre está? —le dijo su madre—. Has hecho una buena acción». Juan sonrió un momento, con esa sonrisa triste del niño que sabe que debe sentirse alegre, que debe crecer añadiendo una capa más al pastel de frustraciones que convierten al niño en adulto, y jugó por última vez con él, simulando que lo hacía con Emilio. ¡Qué años tan buenos había pasado haciéndolo correr por el jardín del bulevar, colocando sobre él su muñeco de trapo, dejándolo caer lentamente por una rampa de libros. Pero se hizo mayor, sí, y realmente supo que si no se lo hubiera quitado su padre, hubiera concitado las risas de sus compañeros de colegio. Y, sin embargo, si hubiera sabido que estaba en el trastero, si lo hubiera sabido unos años antes, quizá se lo hubiera dado a Pedro. Ahora su hijo era mayor y vivía con la madre, a cientos de kilómetros, y en realidad, en fin, esas cosas ya no se llevaban. Tenía nostalgia, pero había que vaciar la casa. También Emilio, como su primo, había ido aprendiendo con los años que ser adulto es sustituir lo deseable por lo necesario. Lo llevó con otros trastos a un trapero y se olvidó del asunto.

Toda esta historia me la contaron los ojos del caballo aquel día que lo vi en la ribera de curtidores. Claro es que el caballo estaba tratando de encontrar un hogar, de conseguir un nuevo dueño. Pero entonces vi un crío que arrastraba del brazo a su padre hacia el puesto, y me aparté de su camino

viernes, 10 de enero de 2020

Hay ingenieros en Madrid que aseguran
Que luce el sol en noviembre, pasadas las siete de la tarde,
Y no duele que ese sol de las noches no alumbre a los meteorólogos,
Sino que marchite las flores
Que pudrieron su tiempo estudiando física
Y creyeron que la ciencia serviría para algo.

miércoles, 8 de enero de 2020

El cuento del miércoles - Las reglas.

Las reglas del mundo son complicadas, quizá porque quienes las han diseñado nunca han pensado que tengan que aplicárseles a ellos, o quizá porque ellos viven en un mundo completamente distinto, donde las cosas son diferentes.

Pepe es uno de esos hombres de alrededor de cincuenta en cuya casa no se escuchan el griterío de los niños ni las palabras amorosas de una esposa. Ocupa la mayor parte de su tiempo en trabajar y, poco a poco, ha ido dejando de salir con los amigos, limitándose, en cambio, a enviarles algún mensaje cada semana. No le importa tomarse un café con los compañeros del trabajo, pero tampoco tiene demasiada relación con ellos.

Los fines de semana le da por pasear por el campo. Esos días Pepe está irreconocible. En lugar del terno gris y los zapatos lustrosos de comercial bancario, viste camiseta y forro polar sobre el pantalón desmontable y calza unas botas de monte de las que sobresale el extremo de unos gruesos calcetines.

No sé si Pepe es feliz así. Solo sé que no parece importarle caminar entre las jaras; detenerse a mirar cada insecto, cada planta cuyo nombre no recuerde del todo, cada huella de animalillo; llegar a la cumbre; detenerse a mirar el paisaje haciendo visera con la mano; hinchar el pecho llenándolo de aire y beber lentamente sorbos de agua de su cantimplora con la vista fija en el horizonte antes de decidirse a emprender el camino de vuelta

Un día, bajando del monte, comienza a sentir un dolor en la parte alta del estómago. No le da mucha importancia, pero acelera el paso. Ya está cerca de la estación de tren cuando su gesto se agarrota y cae redondo al suelo. Afortunadamente, alguien que pasa por allí da el aviso, lo recogen y lo llevan al hospital.

Allí es diagnosticado de infarto e intervenido de urgencia, pero su cerebro ha estado demasiado tiempo sin riego sanguíneo, por lo que seguirá inconsciente durante varios días en cuidados intensivos.

Pero Pepe conoce las reglas. Las reglas que lo dicen bien claro: él tiene que presentar el parte de baja en su oficina antes de tres días. No lo van a llevar su mujer, que no tiene; ni sus hijos, que tampoco; ni sus padres, fallecidos en su ancianidad tiempo atrás; ni sus hermanos, pues es hijo único. Así que Pepe, al tercer día, resucita de entre los muertos y entrega el parte de baja.

lunes, 6 de enero de 2020

52 Retos de escritura: El baile.

Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «1. Haz una historia sobre un baile multitudinario».

No le acaba de gustar ir al Black and White, pero es uno de esos sitios donde puede bailar desenfrenadamente, así que deja que sus amigas lo arrastren hasta allá después de la cena en el mercado de san Antón. Como tantos locales de Madrid, es un semisótano alargado y estrecho. Al bajar las escaleras, no se puede quitar de la cabeza los sucesos de Alcalá 20 en los 80 ni la catástrofe del Madrid Arena hace pocos años. Pero, por otro lado, le excita venir a este lugar acompañado de varias chicas —la mayoría, heterosexuales— que le atraen. Todavía no hay mucha gente en el garito y no tienen que luchar demasiado para pedir el primer cubata. Beatriz toma ron, como él; Marga y Tere, que le llevan diez años, se decantan por el gin tonic; Cristina es más exquisita y pide un spritz; Luisa bebe whisky y Nerea vodka.

Mientras les sirven la copa va llenándose el local. Poco a poco, va siendo ocupado por más personas el rincón donde se mueven al ritmo de una vieja canción de Madonna. También los contoneos iniciales se sustituyen por movimientos más exagerados, teatrales, cuando suena aquel éxito de Gloria Gaynor. ¿Son esas sonrisas producto del alcohol, de la música, de la danza o de la combinación de las tres? Luisa lo anima a bailar con ella. Le encanta esa sensación de mirar a la cara a otra persona, anticipar sus movimientos, acercarse y alejarse insinuantemente aunque no pueda haber nada más allá, porque ella está casada. No se le da del todo bien, pero tampoco se le da mal. Todo es perfecto hasta que algún idiota pide al pincha una de esas canciones que tienen un bailecito prediseñado, algo que él odia porque si está rescatando de su memoria el orden de los movimientos, estos pierden su naturalidad.

Así que va a la barra. Allí, un chico bajo de pelo moreno le pregunta si puede invitarle a una copa. Mira su tipo atlético, sus zapatillas impolutas, su barbita recortada.

—No me importaría bailar contigo —le dice—. Pero no puede haber nada más, lo siento. Así que no te aceptaré la copa.

—¿Hetero?

—Algo peor. Grisexual. Me da igual bailar contigo o con mis amigas, pero realmente, lo que me gusta es bailar.

—Qué extraño. No lo había escuchado nunca.

El morenito le cuenta que a él, por el contrario, realmente no le gusta bailar. Que lo ve como una herramienta de seducción que hay que dominar, pero que realmente le cansa.

—En cambio, ahí tienes a mi amiga Lourdes. Creo que sois tal para cual. Ninguna pareja le dura; pero le encanta revolotear acá y allá y, sobre todo, venir a bailar.

—¿Ah, sí? ¿Quién es, aquella de allí?

No sabe cómo no la ha visto antes. En la parte más alta de las escaleras, una chica con el pelo teñido de morado gira su cadera en imposibles sinuosidades y sus brazos fluyen en movimientos acuáticos.

—Si quieres, te la presento.

Avanzan aplastados entre el resto de la gente que llena el local, hasta llegar a la escalera que sirve a la vez de entrada, de salida y de podio para bailarines.

—¿Quién es este?

—La verdad es que acabamos de conocernos... Ni nos hemos presentado. Soy Carlos.

—Pablo.

—Oye, que he visto a este tío bailar y me ha parecido que haríais buena pareja.

—¿Sólo eso?

—Bueno, primero le he echado los tejos..., pero sin éxito.

Antes de que acabe la conversación comienzan a sonar los golpes iniciales de sintetizador de esa canción de Gala.

—Oye, luego hablamos más. Tengo que bailar esto.

—A mí también me encanta.

De nuevo esa sensación. Dejarse arrastrar por la música. Olvidarlo todo. Llegar al éxtasis a través del ritmo, como los viejos chamanes siberianos. Y tener enfrente de él, en todo momento, unos ojos clavados en los suyos que escrutan sus intenciones y se anticipan a ellas, de forma que ambos cuerpos se muevan al unísono. Solo un par de ocasiones la elección de canciones propician una huida a la barra en busca de dos copas y una charla a gritos, en esa intimidad que proporciona el ruido discotequero.

Antes de que se den cuenta, están anunciando el cierre. Cuando finalmente recuperan sus abrigos pasan bajo la persiana a medio echar, es ella quien le pregunta.

—¿Oye, quieres que te de mi teléfono?

Quizá penséis que él es idiota cuanto escuchéis su respuesta:

—Sólo para bailar.

miércoles, 1 de enero de 2020

El cuento del miércoles: dientecillos.

Camino guiando a un grupo de niños. Uno de ellos se obstina en pegarse a mi espalda. Noto, incómodo, cómo se clava su nariz en mis riñones. Finalmente me giro. Entonces veo su boca llena de sangre, sus colmillos sobresaliendo de los labios, y le digo:

—¿Cómo te has atrevido? Además, has manchado mi camisa...

Pero, en cuanto me giro, se vuelve a pegar a mi espalda descaradamente.

Entonces lo agarro. Comienza a llorar. ¿Qué debería hacer? Si tomo medidas contra él, ¿no dirán que yo empecé dejando que se pegase a mí? ¿Cómo justificarme?

Helado, despierto de la pesadilla. Dejo que su claro simbolismo invada mi mente y después, piadoso, pase de largo.