Luna, un podenco pequeño de color negro con una mancha blanca en el ojo izquierdo, corretea alrededor del jardín perseguido por una manada de niños. Baja al huerto, cruza el césped del campo de futbito y salta entre los macizos de flores, esquivando hábilmente los rosales de aceradas espinas. Después, vuelve a bajar hacia el huerto.
Los muchachos le persiguen, le gritan, llaman su atención con palos y perucos que le muestran y lanzan luego lejos, para que vuelva con ellos en la boca. Después le acarician y se sientan —sólo por un momento— junto a la vieja Jacinta, que está contándole un cuento a la hermana más pequeña, casi tan pequeña como la prima Gema.
Así que Luna, que en alguna de sus carreras ha aventado un olor peculiar, se vuelve hacia el huerto y comienza a excavar. Truena Jacinta:
—¡Las tomateras!
Los niños corren al huerto, espantando al perro pero pisando las matas que Jacinta quería preservar, y vuelven a retomar su juego.
Luna persigue ramitas y frutas verdes, hasta que una de ellas la lleva de nuevo a la fuente del olor misterioso. Comprueba que Jacinta no está mirando y agita la arena con sus patitas, hasta encontrar un hueso reseco.
—¿De quién será? —dice uno de los niños.
—Seguro que es de un animal —dice su hermano mayor.
—¿Habrá más?
— ¡Quién sabe! Pero vamos a tapar el hoyo... Si mamá ve que Luna ha estado cavando en el sembrado...
Mirando con atención, bajo las hojas de la tomatera, se diría que algunas piedrecillas tienen el nacarado brillo de unos dientes.
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