Ken avanza por la carretera en su deportivo rosa, gozando del espléndido día de primavera. La carretera, ancha y extensa, está pavimentada elegantemente en madera encerada que permite que las ruedas se deslicen con suavidad. Al acercarse a la autocaravana de su amada, Ken derrapa y hace un trompo. Abre la puerta y ella sube grácilmente. De ahí parten hacia nuevas aventuras.
Un ejército de pequeños tanques parece querer cortarles el camino. A pesar de la ventaja de tamaño, Ken recurre, como siempre, a la diplomacia. Su voz suena, curiosamente, como la de una niña.
—Aparta de ahí. Estás estorbando mi camino.
Pero el ejército minúsculo no se aparta, y Ken se ve obligado a salir del coche. Aprovechando el despiste, su novia es secuestrada a traición.
—¡Devuélvemela, es mía!
Alrededor de Ken comienza a resonar un auténtico terremoto. Los tanques, su coche, la autocaravana y el paisaje saltan y vuelan en diversas direcciones. Pero a Ken no le preocupa, porque algo ha despertado su curiosidad. En un resquicio del parquet brilla algo nacarado y esférico.
Ken tiene que cavar con sus propias manos, pues la pala rosa se ha quedado en el descapotable que yace volcado a una distancia considerable. Sus uñas de manicura perfecta se hunden en la oscuridad y extraen el fantástico botín: un pendiente.
Ken vuelve lentamente a su auto y, por el camino, se da cuenta de que todo yace muerto a su alrededor.
Aunque no mueve los labios, escucha en algún lugar su propia voz, que dice:
—¡Está vivo!
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