Acompaño al ciego Homero a la exposición de arte antiguo. Describo lo que veo, leo los diminutos carteles, trato de contagiarle mi entusiasmo por las valiosas piezas que brillan en la sala oscura. A la salida mis ojos, fatigados, escuecen como si estuvieran llenos de arena. Homero parece reír silenciosamente.
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