En su mensaje de Navidad, el rey Felipe VI volvió a uno de los más manidos tópicos actuales: el de la reciente revolución digital y sus efectos sobre el empleo.
Llama la atención que su majestad siga llamando «reciente» a algo que tiene casi su misma edad. Hemos celebrado este año los 50 de internet; Apple I se introdujo en 1976; Jobs está ya muerto, y Gates hace tiempo retirado; nadie recuerda ya la «crisis de las “puntocom”», que tuvo lugar más o menos en 2001, mi último año de interino; doce meses después, el concepto «wearable» aparecía ya en la prensa especializada, si bien dirigido a artilugios caseros de bricoleurs que hoy llamaríamos makers; el primer smartphone de mi hermana, aunque comprado hacia 2010, usaba windows 2002; entusiasmada al ver sus funciones, la compañera de piso compró el primer modelo de Iphone (que por aquel entonces ofrecía una experiencia inferior). El mismo año, se empezaban a popularizar entre los geek o frikis las impresoras 3D, cuya explosión definitiva en España —con la connivencia de autoridades educativas— tuvo lugar más o menos en 2014, cuando me incorporé a mi anterior destino. Dado que el abaratamiento de esta tecnología se debió a la expiración de su patente, debemos situar su invención antes de 2000, es decir, hace 20 años.
Más importante que la revolución digital ha sido la fe ciega que inspira. Es curioso que estemos dispuestos a que no se nos dé un recibo por nuestras compras, o a que las facturas y contratos se envíen a una dirección de internet sin que el proveedor verifique que realmente nos corresponda (en mi buzón electrónico recibo diariamente facturas, recibos, reclamaciones de cobro, contratos y billetes de avión dirigidos a Josés de todo lo ancho y largo del mundo, desde Filipinas hasta Chile). Es curioso que admitamos comunicados como el de la EMT en que se nos advierte que al pagar con tarjeta (sin firma ni pin) no se generará ningún justificante, y que, además, se nos podría cobrar un billete por el solo hecho de acercarnos demasiado a una maquinita situada a la altura a la que muchos hombres llevan sus tarjetas de crédito. Es curioso que estemos dispuestos a manifestarnos por las pensiones, pero permitamos que las empresas de nuestro alrededor no tengan empleados, sino colaboradores que contribuyen con una exigua cuota a la seguridad social, que conocen el inicio de su turno unas horas antes y que son avisados de su «despido» (entre muchas comillas: ya se dijo que no son empleados) con solo unas horas, frente los 15 días estipulados por la normativa laboral. Es curioso que estemos dispuestos a que las leyes ordinarias tarden años en tramitarse y días en publicarse, pero que ciertos decretos se publiquen instantáneamente en un BOE de domingo.
El papel del gobierno de España y de los gobiernos de la Unión Europea en la aceptación de estas reglas del juego no ha sido inocente. Sin el abrazo del neoliberalismo como credo oficial de la Unión Europea en el tratado de Lisboa, sin una ley de administración electrónica que dejaba en papel mojado muchas de las garantías y plazos que se daban a los ciudadanos, nada de esto hubiera sido posible. De siempre a los católicos se nos ha prohibido leer la Biblia, no fuera a ser que nos diera por interpretarla. Y algo de eso hay en esta fe del carbonero con que muchos han adorado la sacrosanta Cibernética sin entenderla demasiado, o sin llegar a ninguna conclusión sobre sus implicaciones últimas. La revolución no está tanto en las máquinas como en la forma de pensar de la gente.
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