Soy programador ocasional. El fin de semana que no tengo visita familiar ni correcciones suelo dedicarme a programar tonterías en distintos lenguajes de programación para novatos: VBA, javascript, processing. Usar tantos lenguajes distintos y tan poco a menudo hace que progresar en cualquiera de ellos se me haga cuesta arriba. Y, cuando he llegado a arreglármelas, cambian el lenguaje... o por lo menos la api, ese conjunto de métodos que, sin formar parte de ningún lenguaje específico, son necesarios para hacer cualquier cosa útil.
Esta frustración de no poder aprender algo nunca del todo bien se da también en la lengua. Cuando yo entré a la universidad a principios de los 90, la ortografía que regía era anterior a la entrada de Fidel en la Habana (la famosa regla del acento en las mayúsculas no se metió en los ochenta: nunca se dijo que no tuvieran que llevarlo). La gramática era más antigua aún, pero existía un breve esbozo de los años 70 que funcionaba (contra la recomendación de sus autores) como base normativa. Treinta años después, ha habido un par de reformas ortográficas y gramaticales que se han materializado en la publicación de diccionarios de dudas, ortografías razonadas, gramáticas y otras obras de oneroso precio periclitadas antes de amortizarse.
Es cierto que la lengua cambia, y más en un período en que lo joven y lo nuevo han adquirido la autoridad que en tiempos anteriores pertenecía a la edad y la tradición. Pero como profesor de lengua, no puedo dejar de sentir que estoy transmitiendo a mis propios alumnos que es inútil tratar de conocer completamente la norma, pues la norma es inestable y líquida, sujeta a caprichosos destinos como las api de android, y que cualquier cosa que escriban o lean tiene ya fecha de caducidad como los chistes del WhatsApp, y que quizá por ello no merezca la pena dedicarle más atención que a tales divertimentos.
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