jueves, 21 de mayo de 2009

Este jueves, el cuento del miércoles: Derecho a matar (I)

(Escribo mi cuento del miércoles a última hora de un jueves, y encima con un engaño. Porque realmente esto no es un cuento, sino una verbalización de una idea a la que voy dando vueltas en la cabeza desde hace unas semanas, y que seguramente continúe en otro relato o trate de convertir en novela...)

John Black se quedó a vivir en Frestugal porque mató a un hombre. Fue un caso turbio, y su abogado no creyó que pudiera alegar defensa propia. Por eso le sugirió que no saliera del país en que habían sucedido los hechos. Frestugal es la única nación del mundo cuya constitución no recoge el derecho a la vida, y desde la reforma Ramires del 2035, una ley especial regula el derecho al homicidio.

El abogado le explicó los enrevesados detalles al señor Black:
—A diferencia de la Unión Americana, Frestugal no contempla la legítima defensa, pues es difícil de probar. Piense en su caso. Un arma robada, un tiro por la espalda, ningún signo de violencia. Ningún jurado de la Unión creería que usted se vio obligado a matar a su compatriota. Pero se dan casos, y uno de ellos podría ser (quiero creer que sea) el suyo. Por eso el legislador consideró oportuno que los ciudadanos tuvieran derecho a llevar el uso de armas hasta sus últimas consecuencias. Pero sólo una vez en la vida.

El letrado insistió en aquello, y, ante la mirada de asombro del Unionita, hizo un esfuerzo por aclarárselo.
—Analice la disyuntiva. Si se autorizase el homicidio libre, el país se convertiría en una réplica de su... ¿Far West? ¿Es así como se dice? El límite lo cambia todo. Nadie usará su prerrogativa salvo que tenga verdadera necesidad de ello, pues, en caso contrario, no podría defenderse el ataque de otra persona.

—¿Algo así como la guerra fría del siglo XX?

—Bueno, no soy catedrático de historia, como usted, y no conozco los detalles de la Guerra Fría. Pero sí, es una política de disuasión. El arma está en manos de todo el mundo, pero nadie quiere ser la primera persona que la use.

—Y, entonces, ¿si me quedo aquí no me pueden extraditar?

—Aunque nuestra nación tiene un tratado de extradición con casi todos los estados de la Unión Americana (excepto con Texas, pero eso a usted no le afecta, pues veo que el difunto provenía de la costa Oeste), las cláusulas del acuerdo son claras: sólo se podrá extraditar por hechos que en nuestro propio país sean delito. Si invoca la Ley Reguladora del Derecho al Homicidio, nadie podrá extraditarle.

—¿Y si no lo hiciera?

—La ley es clara. En un plazo de 72 horas desde la comisión del homicidio, usted debe reivindicarlo presentándose en comisaría y rellenando los formularios al respecto. En caso de que no lo haga, se investigará como un caso normal. Actualmente, sólo se pueden reivindicar homicidios cometidos en nuestro propio territorio; una simple medida contra la inmigración.

—¿Como un caso normal?

—Eso es, sujeto a las leyes penales locales. Puesto que ha matado a uno de sus compatriotas, podría también entregarse en un consulado de su propio país. La pena del homicidio voluntario no regulado, con atenuante de defensa propia, serían 10 años de esclavitud en las centrales eléctricas. Créame: su silla eléctrica es una solución más clemente.

—Entonces, cree que debería rellenar el formulario...

—Claro está. Pero no lo olvide: haciéndolo se obliga a permanecer en el país... y a no cometer más homicidios.

John Black desconocía entonces —su estudio de la historia frestuguesa se lo enseñaría más tarde— que en las facultades de Derecho no se enseñaba el auténtico origen de la ley. Nadie quería recordar aquel caso (un trágico accidente, dijeron los medios) en que se vio envuelto Jacques Ramires, el primogénito de Françoise Ramires, un mes antes de las elecciones generales; ni cómo, acallados los testigos con generosos estipendios, fue el Partido Madridista quien descubrió poco después unas fotos comprometedoras —el cadáver de la joven María Vendrell desigurado por puñaladas rituales, sobre un círculo trazado con su propia sangre— que la presidenta esquivó aceptando una propuesta de ley del Partido Radical que hasta entonces habían considerado una broma de mal gusto. Las grandes ideas se forjaban en los momentos de crisis: el número de crímenes había descendido espectacularmente en los últimos veinte años, aun en los barrios de favelas, e incluso había descendido la venta de estupefacientes desde que la necesidad de obreros para la generación humana de energía había impulsado una nueva ley que permitía culpar al camello de homicidio involuntario, cinco años galopando en las ruedas.

Lo que sí percibió en aquel momento fue la maliciosa sonrisa del abogado cuando mencionó las condiciones. Si él se defendía era porque algo, alguien, le perseguía. Y nunca se estaba seguro con una sola muerte. A partir de ahora viviría huyendo, pues había malgastado con un peón menor su derecho a la disuasión.

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1 comentario:

cristal00k dijo...

Buff! no suena ni raro, ni lejano...
Saludos.