El aprendiz de arqueólogo se acerca a la cripta y pregunta a su maestro acerca del contenido de la pequeña caja metálica que le pidió que descifrara. Con una mirada entre la indiferencia y la insatisfacción, éste le responde:
—Vidas. Sólo vidas.
—Pero, maestro —replica el osado aprendiz, quizá el mejor alumno pero también el más impertinente—, ¿no son las vidas los ladrillos con que se construye la historia?
El gran investigador no contesta a su discípulo; se limita a hacer una seña que podría ser una invitación para que le siga. Entra en el archivo y atraviesa salas y más salas cubiertas de estantes llenos de urnas metálicas como la que el joven le llevó; de cilindros gruesos y finos, de contenedores de almacenaje dentro de los que —según le han contado— hay pequeños rollos plásticos o placas planas y frágiles del mismo material. Finalmente, abre una puerta blindada y le hace pasar al sanctasanctórum, una sala fría pero muy seca donde se guardan objetos fabricados en un quebradizo tejido llamado papel. Hay quien dice que existe otra sala aún más secreta en que se guardan auténticos lienzos de tela pintada.
—Estoy seguro —dice— de que, en nuestro camino, hemos pasado junto a dos o tres obras maestras de la literatura, de la pintura, de la música, del cine. También es posible que junto a ellas se almacenen mil, dos mil fotografías que nos permitan comprender los detalles de la arquitectura de aquellos que nos precedieron. Sin embargo, el archivo comprende billones de objetos, cada uno con millones de inscripciones, muchas de más de mil palabras.
»Si nuestros antecesores no hubieran usado tanta variedad de materiales, o si tuviéramos tiempo de introducirlos todos en la rejilla positrónica, quizá sería posible eliminar los registros duplicados, o averiguar, a partir de ellos, los gustos de los antiguos. Alguna vez se ha propuesto, pero con miles de planetas por excavar, y cientos, incluso miles, de ciudades excavables por planeta, la tarea desborda el presupuesto del Ministerio de Retrospección. Eso sin contar con la necesidad de reconstruir los alineamientos magnéticos de las cajas de almacenamiento, y la configuración fotónica de los rollos de celuloide y el papel.
»Además, conocer los gustos de nuestros antepasados no es demasiado útil. Aunque en los registros del siglo XX terrestre hay muchas alusiones sobre un tal Bergman, alabado por la gente de su tiempo, sólo se ha conservado, con innumerables copias, una obra de Spielberg y una película erótica casera de título y autor desconocidos.
»Parece que, a finales del siglo XX o principios del XIX, hubo un giro cultural. Nuestros tatarabuelos dejaron de interesarse por la literatura, el cine, la música o la prensa hechas por profesionales y empezó una era de Amateurismo. Durante 300 años, desaparecen todos los registros históricos y son reemplazados por chismorreos: mensajes privados, fotografías familiares, diarios personales —a veces con más de mil artículos—. A eso se une la desaparición de todo archivo fiable: los ciudadanos, que no hacían ascos a ser grabados en posturas comprometedoras, exigían, en cambio, que los censos se borrasen a los 50 años.»
Después de sus palabras, el maestro devuelve la urna metálica al aprendiz, que la lleva hasta el estante correspondiente. Después de rotularlo, lo abandona al polvo durante otros 20 años.
En la cara superior de la urna —un viejo disco duro de 1000 terabytes—, una traviesa alma del pasado había holografiado el Romance Sonámbulo, confiado en que los arqueólogos del futuro pudieran distinguirlo de una etiqueta.
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