Páginas especiales

sábado, 27 de noviembre de 2021

Queja dejada en el portal de la seguridad social.

Lo que sigue es una queja que he presentado esta mañana, después de pelearme ayer con el deficiente sistema de administración electrónica. Probablemente gasté más de una hora de mi vida en configurar el ordenador.

El día de ayer ayudé a configurar un ordenador para un trámite electrónico (XXX) que exige la ejecución del complemento jnlp Prosafirma.

Dejando aparte la complejidad de la configuración necesaria para ejecutar estos complementos, hay que destacar que exigen el uso de la tecnología Webstart (javaws.exe), una característica exclusiva de Oracle Java JRE (carecen de ella otros JRE, como el OpenJava incluido en autofirma).

Desde 2019, Oracle Java requiere el pago de un canon para su uso comercial (es decir, en oficinas de la Seguridad Social, oficinas de atención al ciudadano, puntos de acceso a la administración electrónica en ayuntamientos rurales o gestorías), que dudo se esté pagando realmente por parte de la Seguridad Social.

Además, los complementos jnlp no son compatibles con los sistemas operativos linux, ni con Android.

Por ello solicito que cuanto antes cese el uso de applets jnlp (Prosafirma) y se migre al sistema de firma online de la administración pública, que funciona en todos los ordenadores.

Corolario: la presentación del propio formulario de queja me ha requerido varios intentos, pues la presenté en otro ordenador distinto, en el que por alguna extraña razón se me requería la contraseña del almacén de claves de firefox a pesar de que no estaba usando una clave de ese almacén, sino una clave almacenada en un fichero. Finalmente, he tenido que migrar a Edge.

miércoles, 17 de noviembre de 2021

La ficción del miércoles: Antes de que acabe el mundo

(Voy a intentar volver a los cuentos o poemas semanales. Deseadme suerte)

Antes de que acabe el mundo y seamos engullidos por la lava o sepultados por los mares o aplastados por los meteoritos o abrasados por el sol o acabemos desfallecidos por la falta de alimentos o infartados por una dieta rica en grasas saturadas o ahogados en un barquichuelo huyendo de nuestro país o aislados en casa a causa de una enfermedad misteriosa que quizá tengan los de fuera o quizá nosotros mismos,
antes que el sistema solar reviente o desciendan los extraterrestres de sus naves espaciales o nuestros aliados norteamericanos de sus aviones o los ángeles vengadores de ese cielo donde el Señor los estaba reteniendo en su infinita miseriordia,
antes de que la lluvia ácida destruya nuestros bosques y la lluvia radiactiva nuestras cosechas y las partículas menores de diez micras nuestros pulmones y los plásticos los de las tortugas y el fracking contamine el agua dulce de la tierra y el petróleo el agua salada de los mares y el cloro­fluoro­carbono destruya el agujero de ozono —beneficioso a diferencia del ozono troposférico—, y el monóxido de nuestra caldera nos provoque cianosis y muerte y el dióxido provoque el efecto invernadero, al igual que el metano de nuestra basura, nuestro ganado y en definitiva nuestros pedos, antes de todas esas catástrofes,
agarra fuertemente a esa persona que tienes cerca, a esa tan querida, a esa a la que
nunca le dijiste nada
y abrázala,
no seas necio.

sábado, 16 de octubre de 2021

Pérez Gallo: Los endemoniados de Yaguaramas

Portada de Los Endemoniados de Yaguaramas: representa el cadáver de un hombre negro. O al menos eso creo, porque soy daltónico y no distingo la sangre del barro en las fotos.
Pérez Gallo, Víctor Hugo: Los endemoniados de Yaguaramas. ¿Sevilla?*, Guantanamera, 2018. 141 págs. (*Sin depósito legal; la cuna que aparece es la de la empresa de servicios editoriales).
Precio:
13 euros
ISBN:
9788417104382* (no registrado en Base de Datos del ISBN español ni en el catálogo de la Biblioteca Nacional ni en la red REBECA)
Descriptores:
Ciencia Ficción - Ucronías - Cuba: historia (1875-1895)

Revisando mis elementos guardados de Twitter releí un artículo sobre afrofuturismo latinoamericano en el blog Libros Prohibidos y en él encontré esta microreseña:

«El cubano Víctor Hugo Pérez Gallo con su novela Los endemoniados de Yaguaramas propone una ucronía con toques de steampunk en la que Cuba se ha convertido en el país hegemónico del mundo, no se conoce la energía nuclear y utilizar combustibles fósiles es severa­mente castigado.»

Ante tal planteamiento, no pude sino invertir 13 euros en la compra de esta obrita que me ha sacado una sonrisa en ciertos momentos, me ha espantado en otros y me ha enseñado mucho sobre una parte de la historia de España y de Cuba sobre la que se suele pasar de puntillas en la península.

El planteamiento del libro es el siguiente: un maestro de escuela cubano escribe, en la década de 1895, su vida. Y al contárnosla nos dice que quien escribe esas líneas nació en 1979, casi cien años después. Los primeros capítulos se dedican a describir la vida en una Cuba ucrónica de finales del siglo XX, independizada en la guerra grande (1868-1878). Las hábiles maniobras políticas, económicas y diplomáticas de los sublevados convirtieron Cuba en un país moderno que poco a poco se convirtió en gran potencia mundial. Son muy interesantes las referencias a políticos cubanos, norteamericanos y europeos que toman decisiones contrarias a las que tomaron realmente, y despiertan en el lector las ansias de investigar sobre la historia de finales del siglo XIX y principios del XX para saciar su curiosidad.

Por otro lado, como en toda buena ucronía, hay una crítica en que se transparentan instituciones y grupos del mundo actual. Supongamos que los anarquistas se hubieran hecho con el poder, superando a los comunistas: ¿No habrían evolucionado a una especie de camisas pardas? ¿Y si los ludditas no hubiesen desaparecido a principios del siglo XIX, sino que su movimiento hubiera absorbido al socialismo naciente?

La segunda parte del libro cuenta cómo el protagonista es enviado al pasado con la misión de desmontar el mito histórico que sostiene al partido Anarquista en el poder. Se nos explica varias veces que nada de lo que pueda hacer cambiará el pasado, ya que el principio de consistencia de Novikov amortiguaría los efectos del posible cambio. Y, sin embargo, tras un relato muy detallado de la sanguinaria lucha de los demonios de Yaguaramas cuyo fanático líder es el protagonista, la historia de Cuba cambiará para ser la que conocemos hoy, excusa que finalmente habría explicado la publicación de esta obra como manuscrito encontrado.

El libro se lee de un tirón. Primero, por la sátira que destila el texto en sus capítulos iniciales. La imagen de computadoras-ábaco movidas a vapor, o de sociedades secretas que asesinan a los científicos que intentan buscar fuentes energéticas que desbanquen a al coque como fuente de energía son hallazgos memorables. Después, la abundancia de acción en los capítulos dedicados a la guerra nos mantiene atados al sillón, los ojos presos del libro. Hay algunas inconsistencias, eso sí: no existe el teléfono, pero existe la radio. Se habla continuamente de locomóviles, pero en un momento determinado irrumpe en escena un carro de policía con neumáticos de goma. Quizá sean pequeños despistes que pudieran haber arreglado unos lectores beta.

Porque lo malo del libro es que la edición es infame. Se han cuidado mucho la imagen de portada y la maquetación, pero han quedado errores en el uso de los signos de puntuación; faltas de concordancia que mezclan singular y plural, masculino y femenino; e incluso en la línea 13 de la página 102 se han pegado dos palabras al borrar parte del texto. Si añadimos a eso el hecho de que el ISBN no figure como registrado en ninguna base de datos, nos preguntamos qué trabajo ha hecho la empresa de servicios editoriales contratada por el autor o editorial.

Pero no dejen que lo expuesto en el párrafo anterior les quite las ganas de leer esta obrita que se lee con una mezcla de vértigo y maravilla y nos lleva a un momento en que, si la historia hubiera sido un poco diferente, quizá España no hubiera llegado a luchar nunca contra los Estados Unidos.

sábado, 9 de octubre de 2021

Re: Este 12 de octubre ¡descolonicémonos por los pueblos indígenas!

Estimados Sres.:
Vengo siguiendo a Survival International en las redes desde hace bastante tiempo, y como simple seguidor deseaba expresarles que me aflige su elección de la fecha del 12 de octubre para reivindicar la descolonización y el derecho de los indígenas no contactados. Ello es así por varias razones:
  • En primer lugar, la colonización no comenzó en 1492. Canarias, Madeira, Azores y otras islas azucareras, así como la costa africana fueron colonizadas antes. En Guatemala quedan mayas, pero ¿queda algún guanche en Canarias?
  • En segundo lugar, sin querer pretender (como a veces se hace) que la colonización española fuera inocente, no hay que perder la perspectiva de que fueron principalmente los criollos quienes abogaron por el exterminio de indígenas tanto en EEUU como en la América Latina.
  • Tampoco hay que olvidar que la figura del "buen salvaje" es un mito. Los propios aztecas ayudaron a Cortés a conquistar la ciudad de Tenochitlán, del mismo modo que franceses, españoles y británicos convencieron a los diversos pueblos nativos de la costa este de los actuales EEUU para que sirvieran a sus propósitos.
Quizá, mejor que recordar ese pasado lejano en que el derecho de gentes no existía, deberíamos recordar las matanzas perpetradas a partir de 1948, en que ya había un marco legal: la Declaración universal de los derechos humanos y la Convención internacional para la persecución del delito de genocidio. A pesar de ese marco legal, se arrojaron bombas atómicas sobre los polinesios, prosiguió la separación forzosa de los hijos de nativos en Canadá y Australia, se toleró el Apartheid, se dejó que grupos terroristas acabaran con la vida de indígenas en todo el cono Sur —con la inestimable ayuda de gobiernos que metían en el mismo saco a los guerrilleros y a sus víctimas— y un largo etcétera.

Atentamente,
José G. Moya Y.


domingo, 26 de septiembre de 2021

Eliminar credenciales de red webdav en windows

Contexto:

Trabajo para una compañía que maneja datos personales. Esos datos personales solo pueden permanecer en el servidor de la compañía, al que puedo acceder con una suite ofimática online penosa o bien a través de webdav.

Normalmente, accedo desde webdav con el conector de archivos remotos de libreoffice, pero hay algunas cosas que libreoffice no puede hacer (por ejemplo, exportar a un PDF remoto). Asimismo, hay otras operaciones que la versión web del manejador de archivos no puede hacer (por ejemplo, copiar un archivo a otra carpeta).

Por ello, empleo el conector webdav de windows:

net use <unidad> \\<servidorDav>\<ruta-a-webdav>

Windows me pide mis credenciales de red, tras lo que Windows abre la carpeta DAV como si fuera una unidad de disco.

De esta manera, puedo acceder a la carpeta DAV como si fuera una letra de unidad. Si abro algún archivo de ella desde openoffice, me vuelven a pedir la contraseña si quiero abrirlo en modo de edición.

Cuando termino la sesión, empleo el comando:

net use /delete <unidad>

Eso cierra la sesión. Sin embargo, la siguiente vez que escribo:

net use <unidad> \\<servidorDav>\<ruta-a-webdav>

Ya no se me pide la contraseña, lo cual es preocupante, porque estamos hablando de una carpeta con datos sensibles. ¿Cómo hacer que windows me pida la contraseña CADA VEZ?

El primer sistema es añadir /persistent:no al comando con que me conecto al servidor:

net use <unidad> \\<servidorDav>\<ruta-a-webdav> /persistent:no

De esa manera, me aseguro de que Windows no almacene esa conexión de red en su caché de conexiones. Sin embargo, si ya usé previamente el comando sin la opción /persistent:no, la conexión seguirá en la caché.

Otra opción es reiniciar el servicio Cliente Web de windows. Se puede hacer desde services.msc o desde la consola, pero en cualquier caso nos exigirá que seamos administradores, lo que es un tanto problemático:

net stop webclient

net start webclient

Una opción que suelo usar yo en ordenadores en que el usuario estándar tiene acceso a powershell (sabiéndome, claro está, la contraseña de administrador) es:

powershell start net -argumentlist { start webclient } -verb runas

powershell start net -argumentlist { start webclient } -verb runas

Sin embargo, como digo, el sistema anterior solo funciona siendo administrador del sistema, lo que es preocupante. Hay quien dice que al salir de la sesión se borra la caché de conexiones, pero yo no lo tengo nada claro...

miércoles, 11 de agosto de 2021

Este miércoles, el cuento del martes: Perro malo.

La última vez que mi perro mató a un niño me enfadé mucho con él. Además de gritarle, le di un buen golpe y lo dejé sin comer para que aprendiera que aquello no se hacía. Pero no tengo claro que haya aprendido. Los niños del colegio, desde luego, lo miran raro. También me miran raro a mí, a pesar de que yo todavía no he matado ningún niño. Pero ya se sabe que los chiquillos tienen sus cosas: enseguida empiezan a murmurar de la gente.

Y luego está lo del gato. Es un gato grande, ¿sabe? No es que sea gordo. Simplemente es grande. No es el típico minino que se dedica a holgazanear en una cesta. Está todo el día entrando y saliendo. Alguna vez caza insectos, ratones, algún pájaro. No es que le falte comida, es que le gusta cazar. Conmigo es muy cariñoso, no me ha arañado nunca. Pero algunos profesores se quejan de que ande por los pasillos como Pedro por su casa. Yo intento que no entre, ¿sabe?, pero no se puede evitar. Ese animal se conoce todos los vericuetos; basta con que alguien deje una ventana abierta para que se cuele... Y eso que, como le he dicho, es grande. El caso es que las profesoras de infantil me han dicho que algunos niños le tienen miedo. No sé cómo pueden tenerle miedo. Ya se sabe que los gatos son muy suyos, pero tanto como para asustarse de un gato...

Pero en realidad, me preocupa el perro. Yo no sé qué podría hacerse para disminuir su agresividad. He probado de todo. Lo llevé a un entrenador, que me sacó un dineral. No, no le sabría decir a cuál, no recuerdo su nombre. Sí, creo que fue a ese. Al menos estaba por esa zona. ¿Cerró? Vaya, no lo sabía. ¿Un accidente, dice usted?

Como le iba diciendo, el entrenador no me funcionó. Por eso creo que un psicólogo canino podría ayudar. Mi cuñado, que tiene otro de la misma camada, me habló de usted. Sé que no es barato, pero sor Margarita me ha dicho que el colegio me ayudará con la factura. Sí, al parecer están preocupados.

Sí, el perro es agresivo. Tiene que serlo, es un perro de vigilancia, ¿sabe usted? Lo que pasa es que es difícil prever las travesuras de los niños. Cuando hace de las suyas yo siempre le riño, no crea que soy consentidor, pero también hay que comprenderlo. Ya le digo que le pegué y lo dejé sin comer, pero no iba a sacrificarlo, porque en realidad no era culpa suya. Es un ser irracional. ¿Cómo va a diferenciar entre un ladrón que entra a robar y un niño que decide hacer una travesura en medio de la noche? Además, que si usted lo hubiera conocido, le habría tenido más miedo a él que a Diablo. Andaba todo el día buscando problemas. Y además, me miraba mal. Sí, es cierto que los niños, en general, me miran mal. Pero él me miraba peor todavía.

Estoy seguro de que fue él quien se orinó en mi puerta. O si no fue él, alguno de sus amigos. Esos niños de primero son muy guarros, ¿sabe usted? No tienen respeto a nada. Cuando menos te lo esperas, llenan el pasillo de vómito o atascan el wáter. ¿Y a quién le toca limpiarlo? Que sí, que es más fácil que quitar los grafitis que dejan los de secundaria, pero es asqueroso. Y el perro, claro, seguro que lo conocía por el olor. Que no se puede ir por ahí marcando el territorio de otro perro. Bueno, él era un niño, no un perro, pero lo digo por los orines. Y claro, tenía que defenderse. Y además, de noche...

Pero sor Margarita, dale que dale. Que tengo que cambiar de perro. Pero es que Diablo es fuerte, es muy fiel y, quitando lo de los niños, no me ha dado ningún problema. Me parece mal deshacerme de él. ¿Qué voy a hacer, llevarlo a una perrera? Además, aún es joven: está en sus mejores años. Por eso quiero darle una oportunidad. ¿Podría hacerse usted cargo? ¿Cuánto tiempo cree que llevará?

—:O:—

Salgo del despacho muy contento. No lo he querido confesar, pero empezaba a estar muy preocupado por Diablo. Espero que el tratamiento dé resultado. Mientras el enfermero me acompaña a mi habitación, miro satisfecho la placa en la puerta: doctor Emilio Rodríguez, psiquiatra.

sábado, 7 de agosto de 2021

Margaret Atwood: Oryx y Crake

ATWOOD, Margaret: Oryx y Crake. Barcelona, Salamandra, 2021. 363 págs [ebook]
Precio:
(Leído en biblioteca)
ISBN:
978-84-1836-390-0
Descriptores:
Ciencia Ficción - Distopías - Bioética

No había leído nada de Margaret Atwood: ni siquiera El cuento de la criada. Por eso, cuando entré en ebiblio y encontré entre las novedades una de sus novelas, me lancé.

Antes de hablar del argumento, comentaré la situación que se encuentra el lector al principio de la novela. En un mundo que parece que se acaba, en la playa de un lugar de clima tropical, Hombre de Nieve trata de mantener su vida y su cordura. Hombre de Nieve nos dice que él es el último hombre de la Tierra, pero pronto irrumpen en la narración unos niños que corren desnudos por el litoral. ¿Qué quiere decir eso de que es el último hombre? ¿El último occidental blanco civilizado? Hasta que no avance la novela no comprenderemos el sentido de la afirmación de Hombre de Nieve. Y ese es uno de los principales puntos fuertes de esta obra: la dosificación de la información. Por eso advierto que el propio argumento de la novela (incluso el que aparece en la ficha de ebiblio y en la «solapa» de este libro electrónico) es ya un spoiler

Orix y Clarke es una novela distópica sobre un mundo postapocalíptico. O más bien sobre un apocalipsis tras el apocalipsis. Hombre de Nieve, encargado de cuidar a los «Hijos de Crake», va haciendo memoria de su vida y de sus desaparecidos amigos Oryx y Crake mientras se enfrenta a un día cualquiera de la terrible vida cotidiana.

Los personajes están muy bien trazados. La mentalidad masculina de Jimmy, toda la evolución de su infancia y adolescencia, resulta muy creíble. Me da vergüenza decirlo, pero pocos autores masculinos son tan hábiles retratando la personalidad femenina, y sin embargo hay muchas autoras que crean personajes masculinos complejos y reales. Pero hay que comentar que tanto Oryx como Crake son seres rotos que, en cierto modo, chocarán al lector.

Un tercer gran acierto de la novela (aparte de la dosificación de la información y la pintura de personajes) es que todas las piezas encajan como en un gran puzzle. Casi todos los elementos aparentemente triviales que aparecen en la novela cobran sentido cuando llegamos al final. Por ejemplo, el hecho de que al protagonista le vengan a la cabeza párrafos de manuales de supervivencia o libros de autoayuda, algo que al principio creemos que se debe a sus años escolares (en que hay una asignatura de Aptitudes Vitales que oscila entre lo uno y lo otro), pero que según vamos avanzando cobrará un nuevo sentido.

Fallos

En general, la novela es magnífica y se lee de un tirón. Pero aun así quisiera mencionar algunos pequeños fallos que he detectado. «Fallos» teniendo en cuenta que la autora es Príncipe de Asturias de las Letras y ha sido candidata al Nobel. Los anotaré del mismo modo que se afea en un delantero del Real Madrid lo que en un jugador aficionado sería un fallo sin importancia, o se indica en un pintor del renacimiento italiano un error de perspectiva que se pasaría por alto en un manga.

Hay momentos en que la novela cuenta, y cuenta, y cuenta y no muestra nada. Las descripciones de los juegos de ordenador, por ejemplo, se hacen larguísimas. Y, sin embargo, esos largos momentos están ahí porque sirven a un propósito. Lo que pasa es que quizá se deberían haber recortado un poco.

También resulta un poco chocante la referencia continua a DVD en una novela ambientada en el futuro. Aunque suponía la tecnología más novedosa en el momento de publicación (2003) y tiene la ventaja de no depender de la nube (algo que después, veremos, es importante), quizá la autora debería haber usado un término más neutro, como «reproductor de películas» o «aparato de cine»

Temas

Los temas tratados son muchos. Aparecen el cambio climático, los organismos modificados genéticamente, el ecologismo «verdadero» frente a un animalismo que aumenta los desastres ecológicos (hay que decir que la autora es presidenta honoraria de Birdlife). Y, como en otras novelas postapocalípticas, el enfrentamiento social, con los ricos y poderosos viviendo en colonias fortificadas y manteniendo un cuerpo de seguridad que no trata de evitar los delitos sino el statu quo.

A partir de aquí revelaré datos de la novela, así que codificaré todo esto en rot13. Podéis decodificarlo con el script que encontraréis en mi vieja página web, o con cualquier otro servicio de decodificación rot13, por ejemplo la utilidad Caesar incluida en los bsdgames de linux.

El ecologismo:

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La moral occidental y la moral oriental

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Lo mejor de este libro son las preguntas que plantea. ¿Seremos capaces de evitar el desastre ecológico, económico, social y moral de la sociedad, o nos derrumbaremos? La solución, claro está, se halla en nuestras manos

martes, 3 de agosto de 2021

Ernestina y el tigre

Este relato fue redactado originalmente para la antología "Amistad sin fronteras"; nunca me convenció del todo, pero aun así lo envié a la convocatoria. Ahora lo he descubierto en las profundidades de mi google drive.


Recuerdo todavía aquella madrugada, hace más de diez años, en que navegaba por un webcomic de animalitos y encontré un comentario que me llamó la atención. Lo firmaba una tal Ernestina, con la que poco a poco fui cruzando comentarios sobre las andanzas de una oveja azul que acompañaba las aventuras nocturnas de una niña pequeña. Poco a poco, fui visitando el blog ErnestinaTech y ella fue visitando el mío. Nunca pensé que llegase a tener tal grado de intimidad con alguien a quien solo conociese por internet (de hecho, había recibido algunas solicitudes de face to face de otros usuarios del blog de las que salí huyendo). Pero ella vivía en Estados Unidos, con lo que una solicitud de face to faceera poco probable. Además era tan sincera con sus miserias de madre soltera, explicaba con tal claridad los efectos psicotrópicos de su medicación, que su situación invitaba a responder con la misma sinceridad que ella usaba. 

A mí siempre me ha asustado decir ciertas cosas a través de la red y, de hecho, uno de los grandes efectos negativos de esta pandemia ha sido que me ha obligado a revelar mi teléfono a los alumnos para que sus móviles no bloqueasen mis llamadas anónimas, así como mi dirección de correo electrónico, dado que el sistema institucional de mi trabajo no permite almacenar conversaciones que luego mi inspector va a pedir. Es algo que muchos han aprendido recientemente. Por aquella época, en cambio, era muy habitual que la gente revelara datos alegremente, incluso trabajadores con destrezas técnicas (Ernestina era operaria de mantenimiento electrónico, pero hacía sus pinitos en programación). A esto se une que los americanos nunca se han tomado la privacidad demasiado en serio. Así que sucedió lo inevitable. Su jefe encontró el blog, leyó sobre los numerosos problemas de salud que padecía y ella, temiendo perder el empleo, acabó desapareciendo de la red.

Una lástima, porque había empezado a enamorarme de ella. Así, poco a poco, y de manera platónica, pero sin demasiadas esperanzas. Con el blog cerrado y la cuenta de google bloqueada, dejé de pensar en ella. Además, los blog personales fueron pasando de moda, conquistado su territorio por periodistas freelance que hacían cuadernos de bitácora especializados en que el márketing iba apoderándose del espacio antes dedicado a confidencias íntimas e impresiones personales. Cerré el blog, abrí un perfil en facebook y descubrí que el resto de mis amigos no tenía pudor en ventilar sus angustias y miserias vitales en la red si podía hacerlo en menos de 15 palabras.

En el nuevo medio retomé el contacto con compañeros de universidad e instituto cuyas direcciones y teléfonos habían ido cambiando a lo largo de los años, chismorreé sobre la agenda de festejos de mi pueblo, puse a caldo a políticos de todos los colores, con razón o sin ella y, en fin, me dejé arrastrar por esa vorágine que lo hizo uno de los vertederos más populares hasta que Instagram lo reemplazó. Varios flirteos en esa red, sin embargo, no me llevaron, como a otros amigos, a pasar a tinder. El cara a cara seguía angustiándome.

Y en esto llegó la pandemia. La primera semana estuve totalmente angustiado y el trabajo no me dejó tiempo para nada. Después pude ir arañando horas para conectarme a la videoconferencia semanal de mis compañeros de colegio (la memoria es engañosa: resulta curioso cómo puedes acabar echando unas risas con el chaval que te asustaba cuando tenías doce años; claro que ayuda ver que los años lo han tratado peor que a ti). También los amigos del pueblo tenían su chat en zoom. Estaba también el jitsi con los compañeros de trabajo. Al final, me fui apuntando a toda clase de reuniones a distancia con gente cuyos nombres ya no recordaba, incluidos algunos viejos usuarios de mi blog que no habían vuelto a pasarse por allí en las raras ocasiones en que lo había actualizado.

Entre tantos correos, solicitudes de mensajes de hangouts, skypes y demás, me llamó la atención un mensaje de Ernestina Ortiz. Ortiz. ¿De qué me sonaba aquel apellido? busqué entre mis amigos de facebook. Solo aparecía José Ortiz, un compañero de colegio con el que solo me había relacionado en el último curso. Entonces miré en mis comentarios del blog, pero recordé que el 90% habían desaparecido con el cierre, una década atrás, de haloscan. ¿De dónde había salido esa Ernestina? ¿Sería un mensaje con gancho para cometer fraudes? ¿Estaría destinado a uno de esos otros Juanma Serrano de Guatemala, Perú, Venezuela, para los que semanalmente me llegaban tareas escolares, facturas telefónicas, solicitudes de recobro y órdenes del comandante en jefe de la guardia Bolivariana? Por si acaso, busqué en mis contactos de gmail. Y vi Ernestina Ortiz era el nombre con que aparecía ErnestinaTech, la obsoleta dirección de gmail que todavía recordaba.

Acepté su solicitud, claro está. Pero me puse nervioso. Nunca nos habíamos visto. Yo sabía que ella era mestiza, con sangre puertorriqueña y afroamericana, lo que le había generado en su infancia problemas con ambas comunidades. Pero. realmente, ese detalle sobre el color de su piel no me daba mucha información sobre su apariencia. También calculaba que tendría mi edad, años arriba, año abajo. ¿Qué más podía recordar de ella? ¿Habría superado sus problemas de salud mental?

Respecto a mí, tenía que ver cómo la preparaba para verme. Me pondría, claro está, mi mejor ropa, la que había dejado en el fondo del armario para protegerla de la contaminación. También trataría de afeitarme, dentro de lo posible. Ella poco sabía de mi físico. En el blog solo había dejado caer una o dos imágenes, siempre la cara tapada parcialmente por algún objeto.  Había comentado alguna vez los problemas que me causaba mi elevada altura. También mis dificultades con los colores, lo que podría haberle dado alguna pista. La cita quedó fijada para el sábado 26 de marzo a las doce de la noche, hora española, que venía a equivaler a las cuatro de la tarde, hora de Los Ángeles.

El día de la cita empezó mal. El viernes anterior había tenido un zoom con los amigos del pueblo con motivo de las fiestas de San Marcos; para quitarme la resaca, acepté unirme a un aperitivo con los compañeros de colegio que acabó convirtiéndose en un vermut torero. Finalmente, colgué a las siete de la tarde, con unas cuantas cervezas en el cuerpo. Afortunadamente, había decidido no tener en casa nada más fuerte.    

Puse una alarma en el reloj y me metí en la cama. La alarma sonó a las once, me metí en la ducha, me cambié… ya no tenía tiempo para un afeitado. Por suerte, había luna nueva.

Al entrar en el salón que el ordenador estaba rodeado por restos del aperitivo: latas de cerveza, botellas de limón… En el sofá, los almohadones estaban aplastados, arrugados, llenos de migas. Un desastre. Debería haberlo limpiado antes de cambiarme. Pero eso no fue lo peor. Para retirar las latas, cogí varias a la vez, y una de ellas derramó parte de su contenido sobre el ordenador. Tendría que usar el móvil para comunicarme.

No era tan preocupante. Pero me molestaba no poder tener abierto el traductor del móvil por si no entendía alguna de las palabras de mi amiga. Conseguí limpiar la zona en tiempo récord. Y entonces descubrí que la app del móvil necesitaba una actualización. Aun así tuve todo preparado a las doce en punto de la noche: el móvil apoyado sobre su tapa de manera que se viera toda mi cara, la luz principal del salón apagada, para que la luz lateral y una lámpara de lectura iluminasen tenuemente mis rasgos, disimulando lo peor de ellos, la camisa libre de arrugas… En el último momento me arreglé el pelo con la palma de la mano.

No creo que fuese más de un minuto, pero el tiempo que Ernestina tardó en aparecer en la pantalla se me hizo eterno. Caray, qué guapa era. Tenía un rostro redondo con dos grandes ojos negros. Me esperaba su pelo negro y rizado, su nariz chata, aquellos labios carnosos; pero no había contado con el punteado de escarificaciones tribales en su frente y sus mejillas, que se enroscaban en sus pómulos. Le daban un aspecto muy atractivo, muy interesante. Vi en sus ojos que ella también me examinaba con atención.

Chapurreé un saludo en mi mal inglés. Ella intentó saludarme en español. Quería tratar de preguntarle cómo me había encontrado, cómo se le había ocurrido volver a pensar en mí. Pero solo salió de mis labios una frase muy tonta.

—Ha pasado mucho tiempo —intenté decirle.

—Diez años —conseguí interpretar.

—Tenías una… hija, ¿no? Ya se habrá ido de casa…

—Está en la universidad. Consiguió una beca.

—Enhorabuena.

—Tú... 

—Sigo soltero. Ya me ves.

—¿Qué quieres decir?

¿Sería posible que no lo viera? Mi poblado vello facial, la forma en que mi rostro se proyectaba hacia adelante, los orificios nasales en posición casi vertical con las aletas de la nariz enroscadas hacia adentro…

 —Bueno, resulta claro que soy…

—¿Un poco raro? Todos somos un poco raros, ¿no crees? Tienes que aceptar lo que eres.

—Si tú lo dices… Y tú, ¿te volviste a casar?

—No, pero he tenido pretendientes. Pero tampoco me atreví a… ya sabes, a que me vieran en mitad de una crisis.

Sabía de qué hablaba. Aquella enfermedad contra la que se medicaba con pastillas que la mantenían en un estado de felicidad artificial.

—¿Sigues teniendo que… medicarte? Esperaba que te hubieses recuperado.

—Ya no me medico. Pero una nunca se recupera del todo.

Me enseñó el dorso de la muñeca, rodeada por una cinta naranja. Agradecí que no me la hubiera mostrado por el lado de la palma, donde las cicatrices habrían sido evidentes.

—Te digo lo mismo. Tienes que aceptar lo que eres.

Nos pusimos al día. Le conté que seguía haciendo, más o menos, lo mismo que cuando me conoció, solo que había ido abandonando mi afición por la informática. En cambio, ella había dejado su trabajo y se había establecido por su cuenta. La pandemia la había obligado a cerrar, pero tenía ahorros para mantenerse un tiempo.

—Siempre que mantenga la salud, claro. Pertenezco a un grupo de riesgo. El corazón.

Recordé la historia. La había contado alguna vez en el blog. Cuatro años de servicio en la marina de guerra para pagar los estudios de técnico en electrónica, y solo después de haber cumplido su plazo salió a la luz una dolencia cardiaca que no había aparecido en ninguno de los numerosos tests médicos a los que la sometieron durante el alistamiento. Cosas que ocurren también acá, estoy seguro, pero no son tan graves porque no dependemos de un seguro para poder operarlas sin arruinarnos.

—Creo que yo también pertenezco a un grupo de riesgo… pero no está catalogado.

Ella me miró con curiosidad y rió.

—Ahora lo entiendo. Creí que te habías dejado mechas. No es que seas un poco raro. Eres un anyoto-aniota. Mi abuelo me habló de ellos.

—Bueno, no soy exactamente eso. Los anyoto-aniota eran hombres disfrazados de leopardo. Yo me parezco más a lo que los argentinos llaman muturunco. Solo que yo no pedí ser así

—Me pica la curiosidad. ¿Conoces a más como tú?

—No, a nadie. Tampoco en mi familia. Aunque dicen que un antepasado lejano también tenía el pelo de dos colores, y mucho vello facial. 

—Vaya. Me parece fascinante. ¿Te molestaría que te preguntase…?

—¿Si mi mordedura es contagiosa? Claro que no: por eso estoy solo. ¿Si me hace daño la plata? Exactamente tanto como el acero. Nada de regeneración, ni fuerza prodigiosa… Esto tiene más inconvenientes que ventajas.

—Le preguntaré a mi tía Martha. No se lo suelo comentar a la gente, pero ella… sabe cosas. Fue quien sugirió que me hiciera las escarificaciones.

—Ya me fijé. Me encantan.

—No son de adorno. Desde que las tengo noto que… mis demonios están más controlados. Ahora, cuando siento ganas de herirme, voy a que me añada una nueva línea.

Entonces me fijé. No solo tenía escarificaciones en su rostro. Su camiseta dejaba ver unas marcas que descendían desde sus hombros.

—No dan mucho resultado, ¿no? Porque has hecho muchas líneas.

—Bueno, las últimas son de cuatro años atrás. Fue entonces cuando terminé de marcar el dibujo.

—Y, a pesar de eso, sigues teniendo miedo de otra crisis…

—Sí, al menos hasta que aprenda a separar mi mente, como hace mi tía. ¿Sabes? Los demonios… cuando los coses a tu cuerpo, te dan fuerzas.

—Tendría que probarlo.

—Te enseñaré.

— ○ —

Parece mentira que hayan pasado ya tantos meses. Ninguno de los dos tiene ganas de dar el paso. Ella no piensa dejar Los Ángeles; yo vivo muy bien en Madrid. Pero sé que en las noches de plenilunio, cuando la ansiedad crece y mi verdadero ser se revela con fuerza, hay una voz amiga al otro lado de la pantalla que no tiene miedo a mis rugidos ni a mis garras de tigre.





Fecha de redacción: 24 mayo 2020. Ernestina y el tigre - © - Ernestina y el tigre

martes, 27 de julio de 2021

Una cazadora Vintage

Redacté la presente historia para la convocatoria "Viajeros en el tiempo accidentales" de El Kraken Liberado, fallada hoy. Puesto que no salió elegida, la publico en el blog...


Lo primero que noté fue el olor. Un olor rancio a tabaco que impregnaba aquel local donde unos minutos atrás las varitas de incienso trataban de disimular las humedades. Después, lo vi y me quedé en shock.

—¿Qué pasa, tronca?, ¿de dónde sales? —La boca, sin mascarilla y con una colilla en los labios, pertenecía a un tío que parecía escapado de una película de Kusturica. Jeans prietos, camiseta sucia y cazadora denim con hombreras y chapas por todas partes. Llevaba un imperdible en la oreja.

—Oiga, su compañera, la vendedora…

—Qué vendedora ni qué vendedora… Aquí el único dependiente soy yo.

Cajones de cómics viejos, arrugados, desordenados poblaban los mostradores de donde hacía unos minutos había tomado la chaqueta y la camiseta que me acababa de probar.

—Oye, tronca, ¿qué hacías en el almacén? ¿No te estarías tirando al Pecas?

—En serio, tío, tu disfraz está cool. Pero ni lo sueñes.

—Vaya con la pijita. Oye, mola tu chupa. ¿Es cuero de verdad?

—Tú sabrás. La estaba comprando aquí.

—¿Esto te parece una boutique? Aquí solo vendemos tebeos. La librería es de mi viejo, pero los sábados le echo una mano, pa’ que no me llame parásito.

—No entiendo… ¿Es que el probador tiene una puerta falsa? ¿Te metes dentro para espiar a las chicas?

—Hombre, cuando el Pecas se pule una chorba, alguna miradita echo, no te lo voy a negar. Pero es que lo hace con la puerta abierta, y la carne es débil.

—¡Qué cerdo!

Siguió un largo silencio. Quizá aquel tío estaba pensando si lo de cerdo iba por él (que sí) o por su amigo (que también). Para evitar su desagradable mirada, me puse a revisar las torres de cómics y libros ilustrados que salpicaban el lugar..

—Bueno, tronca, pero… ¿me compras algún tebeo o qué?

—El manga, ¿dónde...?

—¿Que si manga quién?

—Tío, para llevar una tienda de cómics no tienes ni puta idea. Manga son tebeos japoneses.

—Oye, de comix nada. Aquí, tebeos. Material nacional. Nada de musculitos americanos. Pero puede haber algo ahí, entre los cuentos. Estará Heidi. Hay varios números. El que más me gusta es donde sale Clara por primera vez.

—No, hombre, no. Tebeos japoneses para adultos.

—Ah, vale. Creo que he visto algo en un Víbora. Estarán allá, en la misma caja que los Totem.

¡Oh my god! ¡Si tienes aquí la colección de Esther y su mundo casi completa! ¿Tú sabes lo que vale esto?

—Cinco duros el número. De saldo. Ya no los quieren ni las niñas de diez años.

—¡Sí que eres vintage! ¡Sigues hablando en duros!

—Veinticinco pesetas, si prefieres.

—En serio, tío, eres un crack.

—Oye, sin faltar.

—Me llevo todas las Esther. Y la chaqueta, ya que dices que no es de la tienda. Cóbrate.

Tomó la tarjeta y la movió frente a sus ojos.

—Nunca había visto una de estas. Cómo mola la pegatina plateada. Y vale hasta el dos mil veinticinco. Joder. Para entonces tendré… Seré un viejo. Pero lo siento, no aceptamos plástico. Y si vas a pagar con un morado, tengo que ver si hay cambio.

—Está bien. No suelo llevar efectivo, pero hoy es tu día de suerte. ¿Llegará con veinte euros?

—¿Qué hostias es esto? ¿Dinero del Monopoly? ¿Te has creído que soy tonto?

—Pero, en serio, ¿no has visto nunca un euro? ¿Talking to me?

—Aquí se paga en pesetas. En pelas. Si no hay pelas, lo siento, Esther se queda aquí.

—¿Me estás diciendo que en tu tienda sólo se paga en pesetas? Joder, si dentro de unos meses ya no las va a aceptar ni el Banco de España.

—Ah, ya lo pillo. Me estás intentando hacer el tocomocho. O la estampita. Por eso te hacías la tonta y hablabas raro. Hala, piba, ábrete, que soy un tío legal y no voy a llamar a los maderos.

Salí de la tienda a la calle. Pero no era la calle Luna que yo conocía. Estaba sucia, llena de escaparates grises. La plaza también estaba distinta. Lo primero que noté fue la ausencia de terrazas (¡maldita pandemia!). ¿Aquellos jardincillos mustios con escalinatas y gente tirada en ellas estaban antes? Y ahí, en lugar del gimnasio más cool de Madrid… ¿qué era aquello? ¿Unos cines cutres? Cutres no, lo siguiente. ¡La programación consistía en “Dos superpolicías en Miami” y “Silverado”!

Primero pensé que aquello era una broma de cámara oculta.

Después observé a la gente sin mascarilla, las losetas de hormigón prensado, las ajadas prostitutas rondando la salida del cine… Y consideré que quizá no fuera mala idea volver a la librería de viejo y hablar con el dependiente.

—Oye, perdona…

—¡Pasa contigo, tía! Te he dicho que te abras. ¡Ahí está la puerta!

—Perdón. Creo que hemos empezado con mal pie. Me llamo Jennifer. Jennifer Alcázar.

—Menda es el Rober. Roberto Bautista, a su servicio.

—Mira, Rober. Creo que… ¿En qué día estamos?

—Once de enero. Sábado. San Higinio, papa.—dijo, acercando el taco Myrga a sus ojos para leerlo—. ¿Algo más?

—No me he expresado bien. Once de enero… ¿de qué año?

—¿Cómo que de qué año? Del ochenta y cinco. Perdona, del ochenta y seis, que acabamos de cambiar de año.

—¿Mil novecientos ochenta y seis?

—Claro. Llevamos ya seis años en los ochenta, tía. ¿Es que te crees Marty McFly?

—¿Quién?

—Marty McFly, tía. ¡Joder! Regreso al futuro. Vi la peli estas navidades. Un flipe. Tienes que verla. Es tope guay. Mola cantidubi. Joder, lo que me gustaría a mí meterme en el DeLorean y trasladarme... No sé, a dos mil veinte. ¿Seguirá Tierno de alcalde en dos mil veinte?

¿Tope guay? ¿Mola cantidubi? What the fuck, estaba en los putos ochenta.

—Te aseguro que no te iba a gustar nada.

—¡Joder! Igualito que lo que dice Doc en la última escena.

—Que no, tío. Que tienes que creerme. Que hace un cuarto de hora estaba en dos mil veintiuno.

—Dime qué te has fumado y quién te lo vende, que quiero lo mismo.

Volví a sacar la tarjeta de crédito.

—Tío, ¿tú crees que estas tarjetas las hacen con cuarenta años de validez? Caducan a los cinco años. Cinco. Y mira, este es mi carnet de identidad.

—¡Ostia! Naciste en el dos mil. ¡Si podrías ser mi hija! Y de verdad te llamas Jennifer —lo pronunció con jota—. Vaya putada de nombre.

—No creo que nunca tengas hijos, pedazo orco.

—No sé qué me has querido llamar pero suena mal. Un poquito de respeto a J.R.R. Tolkien. ¿Viste la peli de Bakshi? Qué buena.

—Me da igual Bakshi. Yo… Bueno, lo siento, pero…

—Veo que no aprecias los buenos dibujos americanos. Sólo ja-po-nés. Claro, como vienes del futuro… Si tenía razón el tío ese de Gremlins. Acabarán con nuestra cultura.

—Oye, el caso es que, bueno, adoro los ochenta. Me encantan los ochenta. Mira, la ropa que llevo es de los ochenta. —Rober arqueó una ceja—. Pero es una putada ir por ahí con un dinero que no vale. No puedo ir a ninguna parte.

—Y propones…

—Bueno, puedo tratar de vender algo del bolso. Igual tú sabes dónde se puede vender.

—Esto no es el rastro.

—Ya pero… Sabes, igual alguien compraría… No sé, el reloj.

—¿Es un Casio con calculadora?

—No, es un smartwatch. Espérate. Dice las pulsaciones, tiene agenda… Pero tengo que venderlo rápido, porque dentro de tres horas se le habrá acabado la batería.

—Joder, pues llévalo a una relojería a que le cambien la pila.

—La batería. Se recarga. Pero no tengo cargador.

—No sé. Conozco un relojero al que se lo podríamos colocar. Pero si voy de ful con él, adiós. Mejor véndelo en la calle. Pero en esta zona no. Hay mucho drogata.

—También puedo vender el móvil.

—¿Haces móviles para los niños? ¡Qué bonito! ¿Me los enseñas? Podemos colgar uno en la tienda. Seguro que se vende.

—Me refiero al teléfono. Mira.

—Esto no es un teléfono, tía. Si no tiene números.

Toqué ligeramente la parte posterior del móvil y la pantalla se iluminó. Los ojos de Rober siguieron fijamente mis dedos deslizándose por la pantalla y abriendo la aplicación de teléfono. Pero fue todavía mejor cuando le enseñé la cámara de fotos.

—La leche, tía. Esto hay que llevárselo a alguien del gobierno. O a una empresa de ordenadores. No conozco ninguna, pero tengo un colega que está muy metido. Déjame que le llame.

Después de una rápida llamada, Rober y su amigo quedaron para el día siguiente. Pregunté si no podía ser para esa misma noche, pero quedó claro que para la noche había un plan distinto: “Salir a matar.” Por lo demás, no debía preocuparme por dónde dormir. Haría noche en la papelería.

A las nueve, Rober se despidió, cerró la puerta del local y se encaminó a casa prometiendo volver para hacerme de guía en la noche madrileña. Entusiasmada por la oportunidad de pisar los locales míticos de la movida, saqué del bolso el colorete, la sombra de ojos y el gloss y me dejé presentable. Mi cicerone no tardó en llegar.

—¿Dónde vamos? ¿A La Vía Láctea? ¿Al Penta?

—¿Estás tonta? Ahí nos clavan. Pero te voy a invitar a unas birras en un bar tope guay donde nos juntamos los colegas.

= ☆ =

En los ochenta se empleaba la palabra garito para designar los locales de copas. Pero al lugar donde fuimos le hubiese cuadrado mejor el término antro. Yo había aprendido a admirar la sencilla belleza de esas barras de bar de aluminio llenas de encurtidos que poblaban Malasaña, y las había asociado con la añeja sociedad de los 80. No esperaba ni el gotelé chorreando grasa ni aquellos mostradores en cuya superficie de madera pintada al acrílico las cervezas habían estampado sus cercos.

—¿Venís aquí a menudo?

—Todos los fines de semana. La cerveza más barata de la ciudad. Y tienen futbolín.

Rober me contó que sus amigos eran gente legal. Amando, el primero que llegó, había dejado el instituto a los dieciséis para enrolarse en el ejército. Había hecho unos años de conservatorio, pero no se veía en una orquesta. Quizá en una banda militar hubiera hueco para él. Diego había soñado toda su vida ser astrofísico y acababa de entrar en primero de la facultad de Físicas. Ahora, recién comenzada la temporada de exámenes, no sabía si abandonar. Bebía lentamente de su tercio mientras echaba miradas al infinito. El último que llegó era Carlos. Con una vocecilla que apenas llegué a oír, se disculpó por el retraso. Tenía una melenita castaña y ojos azules que huían cada vez que Diego le miraba.

—¿Por qué no me cuentas algo de tí? —pregunté a Rober.

—No hay nada que contar. He repetido COU y no sé si conseguiré aprobar el año y meterme en la universidad. No me apetece nada irme a hacer la mili, pero mi padre dice que en su casa no se objeta. Que no somos testigos de Jehová. Y si no entro en la uni… adiós, prórroga.

—Joder, la mili. Ni mi padre hizo la mili.

—¿Qué dices? —se indignó Amando.

—No os lo había avisado. Esta tía no es una rarita cualquiera. Si va disfrazada de Madonna es porque es Jennifer McFly, viajera espaciotemporal.

—No se puede viajar en el tiempo —replicó Diego—. Necesitarías viajar a mayor velocidad que la luz.

—Además —susurró Carlos— el viaje te destruiría.

—Y entonces, ¿cómo explicáis esto? —dije, sacando el móvil de mi bolso.

—¡Hala, qué reloj más chulo! —dijo Amando—. Pero el mío es más plano.

Entonces me di cuenta de que estaba bloqueado.

—Tocad cada uno en este punto —dije, mostrándoles el sensor de huellas dactilares.

Todos probaron infructuosamente.

—Ahora, observad lo que ocurre cuando lo toca mi dedo.

Sequé en mi manga la mano derecha, húmeda por el botellín frío, y acerqué delicadamente la yema de mi dedo al sensor de huellas dactilares. La pantalla del teléfono se iluminó, mostrando una foto de mi novio.

—¡Sorprendente! ¡Un reloj con una foto oculta!

—No es un reloj. Es un teléfono.

—¿Portátil? Pensaba que eran más grandes. El general tiene uno en el coche, pero es muy grande, más que un autorradio.

—¿Podemos llamar a Información y gastamos una broma? —dijo Carlos.

—No tengo cobertura. Esta tecnología es del siglo XXI. Aquí no funcionan las llamadas. Pero puedo usar muchas otras funciones… creo.

—¿Cómo que “creo”?

Les expliqué el concepto de nube. En el siglo XXI, todo estaba en la red. Podías almacenar juegos, películas, música en tu dispositivo, pero al perder la conexión se bloqueaban paulatinamente. Les asombraron la cámara y la posibilidad de ver películas, pero lo que más les gustó fue el único juego que seguía funcionando en mi smartphone: el dinosaurio del navegador.

—Oye, si vendieras esto te forrarías.

—Ya lo he pensado. Pero… ¿cuánto me duraría el dinero? Y en ese móvil están todos mis recuerdos del siglo XXI. Mi novio, mis padres, mis amigas, mi música…

En el local sonaba alguien recordando un carro perdido, algo que no cuadraba con mi cultura ochentera. Afortunadamente, mi app de streaming tenía descargada la lista “Ochentas a tope”. Pedí al dueño que bajara la música un momento. Solo Amando tenía la cultura musical suficiente para reconocer a los Smiths, pero no le sonaba la canción “There Is a Light That Never Goes Out”.

—¡Quizá la estamos oyendo antes de que la compongan! Podrías hacerte de oro vendiéndosela a la radio.

—No creas. ¿Cómo demostrar que no es un fake? Nos meteríamos en un lío.

—Oye, ¿y algo de tu época, en español?

Con una sonrisa pícara busqué entre las listas de reproducción. Sin un altavoz adecuado era difícil entender la voz tras la percusión, pero los fragmentos de letra que pasaron esa barrera cambiaron el color de la cara del dueño, así como las de algunos clientes. Como dijo Marty McFly, no estaban preparados para aquella música, pero les encantaría a sus hijos.

—Joder, tía, ¿toda la gente de tu época es tan guarra? —dijo Carlos.

—No sé. Llévame a casa y lo compruebas tú mismo.

—Anda que… ¡por dónde sales!

= ☆ =

Me despertó la sensación de algo clavado en la espalda que no era solo la cuchillada del frío; el escozor de una peluda mofeta anidando sobre mi rostro. Abrí los ojos y contemplé la manta mugrienta, las pilas de libros, el suelo lleno de pelusas. No era un sueño. Todavía seguía allí.

Busqué el móvil. Había conservado la sobriedad necesaria para acordarme de cargarlo. El reloj estaba muerto. En cuanto a mí… necesitaría una ducha.

El retrete de la librería era un agujero en el suelo enmarcado en loza. A juzgar por lo sucio que estaba, me pareció preferible acuclillarme ahí que hacer equilibrios para no rozar una taza pringosa. En una esquina del diminuto lavabo reposaba un pequeño fragmento de jabón. Entre mis manos sentí su peso liviano como una promesa de suciedad que me acompañaría todo el día.

Rober golpeó la persiana metálica antes de entrar y preguntó, cual caballero chapado a la antigua, si estaba presentable. Después, entró con un señor que recordaba vagamente a Santa Claus.

—Te presento a Ernesto. Es profesor en la facultad de Exactas, pero se dedica a la computación. Le quería enseñar tu aparato. Pero si, como dijiste ayer, prefieres quedártelo…

—Mi intención es quedármelo. Pero si cree que puede examinarlo sin romperlo, se lo puedo dejar un par de días… O le puedo vender el reloj, aunque ya no funciona. Se quedó sin batería.

Según le iba enseñando las funcionalidades del móvil, Ernesto dejaba escapar los “¡Bárbaro!” y los “¡Increíble!”. Me dijo que podría sacar un buen dinero quien consiguiera patentar los conceptos en que aquel aparato se basaba, siempre que alguien los llevase a la práctica antes de 1996.

—Pues no sé yo… No estoy muy puesta en historia de la técnica.

—Mirá: pantallas que respondan a un dedo ya las hay, pero ¡tan chicas! ¡y que puedas manejarlas con varios dedos a la vez! Eso no lo vi nunca. ¿Y dices que esto hace fotos y también llamadas? ¡Tu siglo será el paraíso de los reporteros!

—Pues… más bien no. Yo estaba estudiando periodismo, ¿sabe? Pero lo dejé. Las videoclases…

—¡Videoclases! ¡Bárbaro! ¡Como en los Supersónicos!

—No se crea. Porque pagar un pastizal de matrícula para luego estudiar como en la UNED…

—¿Que en la UNED se estudia así? ¿Oíste? ¡Nada de paquetes de apuntes, ni de libros infumables! ¡Qué maravilla…!

—Bueno, según tengo entendido…

—Y decime: ¿cómo llegaste aquí?

Entonces expliqué toda mi historia. Había venido a una tienda de vintage buscando ropa de los ochenta, porque había comprado una minifalda muy cool y buscaba una cazadora que combinase. Había visto también una camiseta y fui con las dos cosas hacia el probador. La arpía de la dueña lo había cerrado con la excusa del virus, pero me colé dentro. Después de comprobar que la camiseta me caía mal, salí con la cazadora. Y fue entonces cuando vi que la tienda había desaparecido.

—Claro, ahora lo entiendo —dijo Rober—. La dueña de la tienda seguro que sabe que tiene una puerta dimensional en su tienda. Por eso cerró los probadores.

—Bueno, pero si tiene una puerta dimensional funcionará en los dos sentidos.

Ernesto no aventuró ninguna hipótesis. Se limitó a sugerir la posibilidad cuántica de que la puerta existiera y a la vez no existiera. Respecto del teléfono, dedujo que la tecnología necesaria para fabricarlo ni siquiera se había inventado aún.

—¿Y cuánta memoria dijiste que tenía?

—Pues no sé. Es el modelo básico, el de 128 gigas.

—¿Vos sabés la cantidad de armarios que son 128 gigas? Lástima que no sea programable. Hubieras podido alquilarlo al ministerio de Hacienda para poner al día las cuentas del estado.

—No crea. En el siglo XXI, eso solo da para unas pocas fotos —dije antes de despedirle.

Rober, por otro lado, me había buscado un trabajo. Una amiga de su madre necesitaba una interna que hiciera la casa y cuidase a sus hijos. No me entusiasmaba la perspectiva, pero suponía una cama donde dormir y —esperaba— un baño donde ducharse. Libraría la tarde del domingo.

—Veinticinco mil al mes. ¡Un chollo!

—Pero entonces, adiós Penta.

—¿Qué te pasa a ti con el Penta ese? Anda, vámonos a Galerías a comprarte algo decente, que si vas con estas pintas no te van a dar curro. Corre todo de mi cuenta.

—¿Esto no es el Corte Inglés? —dije al entrar en el edificio de Callao.

—¡Calla, que estamos en la competencia!

Salimos de allí con un vestido rojo, ropa interior y un paquete de tampones que Rober miró como algo más marciano que mi móvil. A pesar de todo me sentía muy agradecida con él. Me había comprado una mierda de ropa y me había buscado una mierda de curro, pero era más de lo que ningún hombre había hecho por mí.

—Oye —le dije—. Vamos a estar muchas noches sin vernos. ¿Qué tal si vamos a la librería?

Rober se quedó pálido. Ya suponía yo que nunca había estado con una tía. Me siguió como un corderito. Pero liarse conmigo en el mostrador de la tienda iba contra sus principios. Insistió en que nos metiéramos en el almacén.

Todavía no sé qué me llevó a hacer aquello. Sentía por él una mezcla de ternura y lástima. Mientras abrazaba su cuerpo de niño grande, ayudé a guiar sus torpes esfuerzos. Me echó la cazadora sobre los hombros y compartió conmigo uno de sus cigarrillos. Después, me dio un beso y salió del almacén con su ropa en la mano. Yo me dormí allí, encogida en la manta que olía a él, usando mi bolso como almohada.

= ☆ =

A la mañana siguiente, me envolví en la manta y salí del almacén hacia el baño. Al cruzar el umbral llamaron mi atención los burros cargados de vestidos y pantalones. Corrí dentro, me vestí a toda prisa y asomé de nuevo la cabeza. Era imposible. ¡Había vuelto a mi época! Hice amago de meterme por tercera vez, pero la dueña de la tienda me había visto y ya venía hacia mí para recriminarme el haber utilizado aquel probador cerrado.

—Disculpe —le dije, antes de que abriese la boca— ¿Esto no es 1986?

Eso la hizo sonreír, aunque no logré sonsacarle el secreto de su local bien abastecido de prendas vintage.

Había notado algo extraño en la cara de la dueña y solo cuando llevaba un rato en la calle comprendí qué era. ¡Nadie llevaba mascarilla! Ni siquiera yo misma, pues no se me había ocurrido volver a sacarla del bolso. Pregunté a la gente por la pandemia y nadie supo de qué hablaba.

La última epidemia global, una extraña gripe española, había asolado el mundo a finales de los años 80.


Dedicado a mis compañeros de colegio: Luis, a David y Manada. Y al auténtico Ernesto, que inspiró el de este cuento.

miércoles, 23 de junio de 2021

Poema al espectro de los veranos futuros

Oh, espíritu del verano
que haces florecer los cuerpos
y marchitas las rosas:
envíame el oro de tus espigas
sin el fuego de los arenales;
traeme salada la brisa
en un aliento, no sobre una onda.
Oh, espíritu de junio lleno de promesas:
permite que al brindar con los amigos
no venga sobre mí la nube del recuerdo
ni me atormente contar
los veranos que restan.

domingo, 13 de junio de 2021

Recuerdos de un vejestorio: los manuales

Nos hemos acostumbrado a aprender por intuición. Pero la intuición a veces no es nada intuitiva. Recuerdo la primera vez que usé un Macintosh. A pesar de que la interfase de usuario de Windows se basaba en el famoso GUI de los ordenadores de la manzanita, me sentí completamente perdido.

Y es que si miramos nuestras pantallas veremos símbolos que nos hemos ido acostumbrando a descifrar, pero cuya relación con el referente es tan poco intuitiva como la que hay entre el carácter chino 口 y una boca, o entre la A y una vaca. Una vez sabido el significado es fácil reconocer que el signo es icónico: 口 se parece evidentemente a una boca; la A es una cabeza de vaca invertida; el viejo signo matemático ⋮ recuerda a un menú. Pero el camino inverso, el que va del significante al significado ha de ser aprendido.

No solo necesitamos aprender los símbolos de pantallas, mandos y botones. También la forma física o las posibilidades de la máquina han de aprenderse. A veces eso se olvida. Mi hermano me comenta, por ejemplo, que la nueva videoconsola de sus hijos se distribuye con un mero folleto de recomendaciones de seguridad y características técnicas donde ni siquiera dice dónde está la ranura para tarjetas SD, ni cómo activar el control parental. Toda esa información extra hay que buscarla enla red.

Ni en los años ochenta ni en los primeros noventa se confiaba en la intuición del usuario. Los aparatos se vendían con gruesos manuales, volúmenes que costaba dinero redactar, imprimir y distribuir. Mi primer ordenador, un Spectrum 48K traía la ZX Spectrum Basic Programming, un grueso tomo, encuadernado en espiral, con un tutorial de programación más una referencia sobre aspectos más técnicos, tales como los códigos de instrucción del procesador Z80; eso sí, en inglés. El siguiente ordenador Sinclair traía un bonito cuaderno impreso en papel couché a todo color (¡y en español!) del que se habían eliminado los aspectos más técnicos, asumiendo que el usuario raramente iba a querer programar en aquella máquina dirigida al mercado del videojuego. De explicar los entresijos del ordenador (y de paso algún concepto matemático: ahí tuve mi primer contacto con la trigonometría a los 14 años), prácticamente se pasaba al «LOAD ""⏎» (aunque he visto que en la versión en inglés esto no era así).

Algo parecido ocurrió con mis primeras impresoras. Entre 1990 y 1993, los manuales de mi matricial Olivetti y de su sucesora, una HP de inyección, traían la descripción de todos los códigos de escape, por si acaso el usuario necesitaba programar su propio driver (porque algunos procesadores de texto de la época, como WordPerfect 5, asumían que quizá el usuario se viera en la necesidad de hacerlo). No solo eso: mi HP Deskjet 500C, asumiendo que en la época las impresoras en color eran raras, traía un Manual para uso del color con recomendaciones tales como evitar tonos similares para distinguir valores en los gráficos, o combinar color y signos de manera que los daltónicos pudiéramos reconocerlos. Mi siguiente impresora (comprada no porque la 500C muriese, sino porque era grande, lenta y ruidosa y no permitía imprimir simultáneamente en color y negro) solo traía un manual de instalación y solución de problemas.

Puede pensarse que los manuales desaparecieron porque dejaron de ser necesarios. Tengo por casa el de un ordenador Fujitsu Senda 16 de 1990. Trae las informaciones sobre hardware propias del manual de una placa base (interrupciones del sistema, puertos de entrada salida de la arquitectura ISA, etcétera), más un suplemento enseñando cómo usar el sistema operativo (el farragoso MS-DOS) y otro explicando los rudimentos de GW-Basic. Un montón de información que el usuario de un pc actual o una tablet no necesitaría.

En efecto: a medida que iba simplificándose el manejo de los ordenadores, los manuales se sustituyeron por programas de ayuda en pantalla, que normalmente pasaban de puntillas sobre los aspectos más técnicos. Y a día de hoy, incluso esos manuales en pantalla han desaparecido: Office y Openoffice confían en la "ayuda en red", que está siempre al día... pero que desaparece cuando la versión del programa queda obsoleta. Y además esquiva las cuestiones más técnicas. Recuerdo buscar en tutoriales ajenos a Microsoft cómo usar el formato en campos combinados en Word, porque quienes hicieron la ayuda en línea habían supuesto que los pocos que usaban la combinación de correspondencia lo harían para nombres, apellidos y direcciones, nunca con cifras.

El problema está en que cuando se pierde la conexión a internet o el aparato se queda bloqueado por cualquier problema, nos quedamos sin manual. Por ejemplo, si Windows no arranca tras una actualización, vemos una pantalla con el logo y solo si se nos ocurre buscar en internet con el teléfono móvil (el ordenador, recordemos, está bloqueado) se nos indicará que debemos pulsar el botón de encendido, pero no una ni dos veces, sino tres. Con un manual, podríamos buscar esa información. Pero es cierto que en la mayor parte de oficinas y casas el manual se habría perdido largo tiempo atrás.

Y esa es realmente la razón de que ya no se hagan manuales en papel. No solo que sean caros de producir y que para el día a día sean innecesarios, sino que, a la hora de la verdad, no sabemos dónde los metimos.

viernes, 8 de enero de 2021

Un sueño de navidad

Estoy en casa de mis abuelos, en la salita de atrás, donde solíamos quedarnos los niños y donde nos tocó dormir tantas veces en el sofá plegable. Llega mi hermana y me enseña una carta. Ha escrito M desde México en respuesta a la tarjeta que le mandamos a mediados de diciembre. ¡Qué rápido! No esperaba que llegase la carta allá antes de reyes, ni que contestasen antes de finales de enero.

Vamos a abrir la carta al salón, para mostrársela a nuestro sobrino pequeño. Allí están todos los primos, incluso aquellos que han dejado de hablarse. Dentro del sobre, unos cuellos de tela. Al principio pensamos que son un regalo, pero al ver cuántos hay (una cantidad inverosímil para un sobre que parecía contener solo una tarjeta) nos damos cuenta de que nuestra amiga quiere que se los vendamos acá. La reunión familiar es una buena ocasión para la venta.

Todo es interrumpido por el estruendo de la música a todo volumen. Aparentemente, la ha puesto la abuela. Luego vemos que al lado de ella está mi tío F. Quizá sea él quien ha gastado la broma. Alguno se precipita a apagar el equipo de alta fidelidad. Los vecinos, si escuchan la música, llamarán a la policía. Y verá que estamos ciento y la madre. Huyo a la salita del fondo, cierro la puerta, que tiene una forma de cortina metálica que no recordaba. Me voy también al balcón, cuya persiana cierro. Allí se encierra también mi hermana. Pienso por un momento si no deberíamos cerrar también la segunda puerta de cristal (tiene doble acristalamiento) y quedarnos fuera, pero da cierto vértigo.

Entonces despierto con la conciencia de que todo ha sido un sueño. Hace tiempo que mi abuela no está; mi sobrino no llegó a conocerla. Tampoco está mi tío J, a quien vi en la fiesta. Y, ciertamente, hay detalles inverosímiles, como el sobre lleno de piezas de tela, la extraña puerta de la salita o la posibilidad de cerrar la persiana del balcón desde fuera.

Perdí a mi abuela unas navidades, hace veinticuatro o veinticinco años ya. Recuerdo a mis primo A. y su mujer Y., que entonces trabajaban en Madrid y se albergaban en casa de mis padres, comentando cotidianamente las noticias de la familia. Después, el largo fin de semana del entierro, la multitudinaria misa en Carmelitas, los abrazos de mis amigos de Logroño...

Añoro a mi abuela, y añoro también esa época en que éramos una gran familia unida, una especie de clan. Y aquellos tiempos en que las navidades eran como debían ser.