Páginas especiales

martes, 3 de agosto de 2021

Ernestina y el tigre

Este relato fue redactado originalmente para la antología "Amistad sin fronteras"; nunca me convenció del todo, pero aun así lo envié a la convocatoria. Ahora lo he descubierto en las profundidades de mi google drive.


Recuerdo todavía aquella madrugada, hace más de diez años, en que navegaba por un webcomic de animalitos y encontré un comentario que me llamó la atención. Lo firmaba una tal Ernestina, con la que poco a poco fui cruzando comentarios sobre las andanzas de una oveja azul que acompañaba las aventuras nocturnas de una niña pequeña. Poco a poco, fui visitando el blog ErnestinaTech y ella fue visitando el mío. Nunca pensé que llegase a tener tal grado de intimidad con alguien a quien solo conociese por internet (de hecho, había recibido algunas solicitudes de face to face de otros usuarios del blog de las que salí huyendo). Pero ella vivía en Estados Unidos, con lo que una solicitud de face to faceera poco probable. Además era tan sincera con sus miserias de madre soltera, explicaba con tal claridad los efectos psicotrópicos de su medicación, que su situación invitaba a responder con la misma sinceridad que ella usaba. 

A mí siempre me ha asustado decir ciertas cosas a través de la red y, de hecho, uno de los grandes efectos negativos de esta pandemia ha sido que me ha obligado a revelar mi teléfono a los alumnos para que sus móviles no bloqueasen mis llamadas anónimas, así como mi dirección de correo electrónico, dado que el sistema institucional de mi trabajo no permite almacenar conversaciones que luego mi inspector va a pedir. Es algo que muchos han aprendido recientemente. Por aquella época, en cambio, era muy habitual que la gente revelara datos alegremente, incluso trabajadores con destrezas técnicas (Ernestina era operaria de mantenimiento electrónico, pero hacía sus pinitos en programación). A esto se une que los americanos nunca se han tomado la privacidad demasiado en serio. Así que sucedió lo inevitable. Su jefe encontró el blog, leyó sobre los numerosos problemas de salud que padecía y ella, temiendo perder el empleo, acabó desapareciendo de la red.

Una lástima, porque había empezado a enamorarme de ella. Así, poco a poco, y de manera platónica, pero sin demasiadas esperanzas. Con el blog cerrado y la cuenta de google bloqueada, dejé de pensar en ella. Además, los blog personales fueron pasando de moda, conquistado su territorio por periodistas freelance que hacían cuadernos de bitácora especializados en que el márketing iba apoderándose del espacio antes dedicado a confidencias íntimas e impresiones personales. Cerré el blog, abrí un perfil en facebook y descubrí que el resto de mis amigos no tenía pudor en ventilar sus angustias y miserias vitales en la red si podía hacerlo en menos de 15 palabras.

En el nuevo medio retomé el contacto con compañeros de universidad e instituto cuyas direcciones y teléfonos habían ido cambiando a lo largo de los años, chismorreé sobre la agenda de festejos de mi pueblo, puse a caldo a políticos de todos los colores, con razón o sin ella y, en fin, me dejé arrastrar por esa vorágine que lo hizo uno de los vertederos más populares hasta que Instagram lo reemplazó. Varios flirteos en esa red, sin embargo, no me llevaron, como a otros amigos, a pasar a tinder. El cara a cara seguía angustiándome.

Y en esto llegó la pandemia. La primera semana estuve totalmente angustiado y el trabajo no me dejó tiempo para nada. Después pude ir arañando horas para conectarme a la videoconferencia semanal de mis compañeros de colegio (la memoria es engañosa: resulta curioso cómo puedes acabar echando unas risas con el chaval que te asustaba cuando tenías doce años; claro que ayuda ver que los años lo han tratado peor que a ti). También los amigos del pueblo tenían su chat en zoom. Estaba también el jitsi con los compañeros de trabajo. Al final, me fui apuntando a toda clase de reuniones a distancia con gente cuyos nombres ya no recordaba, incluidos algunos viejos usuarios de mi blog que no habían vuelto a pasarse por allí en las raras ocasiones en que lo había actualizado.

Entre tantos correos, solicitudes de mensajes de hangouts, skypes y demás, me llamó la atención un mensaje de Ernestina Ortiz. Ortiz. ¿De qué me sonaba aquel apellido? busqué entre mis amigos de facebook. Solo aparecía José Ortiz, un compañero de colegio con el que solo me había relacionado en el último curso. Entonces miré en mis comentarios del blog, pero recordé que el 90% habían desaparecido con el cierre, una década atrás, de haloscan. ¿De dónde había salido esa Ernestina? ¿Sería un mensaje con gancho para cometer fraudes? ¿Estaría destinado a uno de esos otros Juanma Serrano de Guatemala, Perú, Venezuela, para los que semanalmente me llegaban tareas escolares, facturas telefónicas, solicitudes de recobro y órdenes del comandante en jefe de la guardia Bolivariana? Por si acaso, busqué en mis contactos de gmail. Y vi Ernestina Ortiz era el nombre con que aparecía ErnestinaTech, la obsoleta dirección de gmail que todavía recordaba.

Acepté su solicitud, claro está. Pero me puse nervioso. Nunca nos habíamos visto. Yo sabía que ella era mestiza, con sangre puertorriqueña y afroamericana, lo que le había generado en su infancia problemas con ambas comunidades. Pero. realmente, ese detalle sobre el color de su piel no me daba mucha información sobre su apariencia. También calculaba que tendría mi edad, años arriba, año abajo. ¿Qué más podía recordar de ella? ¿Habría superado sus problemas de salud mental?

Respecto a mí, tenía que ver cómo la preparaba para verme. Me pondría, claro está, mi mejor ropa, la que había dejado en el fondo del armario para protegerla de la contaminación. También trataría de afeitarme, dentro de lo posible. Ella poco sabía de mi físico. En el blog solo había dejado caer una o dos imágenes, siempre la cara tapada parcialmente por algún objeto.  Había comentado alguna vez los problemas que me causaba mi elevada altura. También mis dificultades con los colores, lo que podría haberle dado alguna pista. La cita quedó fijada para el sábado 26 de marzo a las doce de la noche, hora española, que venía a equivaler a las cuatro de la tarde, hora de Los Ángeles.

El día de la cita empezó mal. El viernes anterior había tenido un zoom con los amigos del pueblo con motivo de las fiestas de San Marcos; para quitarme la resaca, acepté unirme a un aperitivo con los compañeros de colegio que acabó convirtiéndose en un vermut torero. Finalmente, colgué a las siete de la tarde, con unas cuantas cervezas en el cuerpo. Afortunadamente, había decidido no tener en casa nada más fuerte.    

Puse una alarma en el reloj y me metí en la cama. La alarma sonó a las once, me metí en la ducha, me cambié… ya no tenía tiempo para un afeitado. Por suerte, había luna nueva.

Al entrar en el salón que el ordenador estaba rodeado por restos del aperitivo: latas de cerveza, botellas de limón… En el sofá, los almohadones estaban aplastados, arrugados, llenos de migas. Un desastre. Debería haberlo limpiado antes de cambiarme. Pero eso no fue lo peor. Para retirar las latas, cogí varias a la vez, y una de ellas derramó parte de su contenido sobre el ordenador. Tendría que usar el móvil para comunicarme.

No era tan preocupante. Pero me molestaba no poder tener abierto el traductor del móvil por si no entendía alguna de las palabras de mi amiga. Conseguí limpiar la zona en tiempo récord. Y entonces descubrí que la app del móvil necesitaba una actualización. Aun así tuve todo preparado a las doce en punto de la noche: el móvil apoyado sobre su tapa de manera que se viera toda mi cara, la luz principal del salón apagada, para que la luz lateral y una lámpara de lectura iluminasen tenuemente mis rasgos, disimulando lo peor de ellos, la camisa libre de arrugas… En el último momento me arreglé el pelo con la palma de la mano.

No creo que fuese más de un minuto, pero el tiempo que Ernestina tardó en aparecer en la pantalla se me hizo eterno. Caray, qué guapa era. Tenía un rostro redondo con dos grandes ojos negros. Me esperaba su pelo negro y rizado, su nariz chata, aquellos labios carnosos; pero no había contado con el punteado de escarificaciones tribales en su frente y sus mejillas, que se enroscaban en sus pómulos. Le daban un aspecto muy atractivo, muy interesante. Vi en sus ojos que ella también me examinaba con atención.

Chapurreé un saludo en mi mal inglés. Ella intentó saludarme en español. Quería tratar de preguntarle cómo me había encontrado, cómo se le había ocurrido volver a pensar en mí. Pero solo salió de mis labios una frase muy tonta.

—Ha pasado mucho tiempo —intenté decirle.

—Diez años —conseguí interpretar.

—Tenías una… hija, ¿no? Ya se habrá ido de casa…

—Está en la universidad. Consiguió una beca.

—Enhorabuena.

—Tú... 

—Sigo soltero. Ya me ves.

—¿Qué quieres decir?

¿Sería posible que no lo viera? Mi poblado vello facial, la forma en que mi rostro se proyectaba hacia adelante, los orificios nasales en posición casi vertical con las aletas de la nariz enroscadas hacia adentro…

 —Bueno, resulta claro que soy…

—¿Un poco raro? Todos somos un poco raros, ¿no crees? Tienes que aceptar lo que eres.

—Si tú lo dices… Y tú, ¿te volviste a casar?

—No, pero he tenido pretendientes. Pero tampoco me atreví a… ya sabes, a que me vieran en mitad de una crisis.

Sabía de qué hablaba. Aquella enfermedad contra la que se medicaba con pastillas que la mantenían en un estado de felicidad artificial.

—¿Sigues teniendo que… medicarte? Esperaba que te hubieses recuperado.

—Ya no me medico. Pero una nunca se recupera del todo.

Me enseñó el dorso de la muñeca, rodeada por una cinta naranja. Agradecí que no me la hubiera mostrado por el lado de la palma, donde las cicatrices habrían sido evidentes.

—Te digo lo mismo. Tienes que aceptar lo que eres.

Nos pusimos al día. Le conté que seguía haciendo, más o menos, lo mismo que cuando me conoció, solo que había ido abandonando mi afición por la informática. En cambio, ella había dejado su trabajo y se había establecido por su cuenta. La pandemia la había obligado a cerrar, pero tenía ahorros para mantenerse un tiempo.

—Siempre que mantenga la salud, claro. Pertenezco a un grupo de riesgo. El corazón.

Recordé la historia. La había contado alguna vez en el blog. Cuatro años de servicio en la marina de guerra para pagar los estudios de técnico en electrónica, y solo después de haber cumplido su plazo salió a la luz una dolencia cardiaca que no había aparecido en ninguno de los numerosos tests médicos a los que la sometieron durante el alistamiento. Cosas que ocurren también acá, estoy seguro, pero no son tan graves porque no dependemos de un seguro para poder operarlas sin arruinarnos.

—Creo que yo también pertenezco a un grupo de riesgo… pero no está catalogado.

Ella me miró con curiosidad y rió.

—Ahora lo entiendo. Creí que te habías dejado mechas. No es que seas un poco raro. Eres un anyoto-aniota. Mi abuelo me habló de ellos.

—Bueno, no soy exactamente eso. Los anyoto-aniota eran hombres disfrazados de leopardo. Yo me parezco más a lo que los argentinos llaman muturunco. Solo que yo no pedí ser así

—Me pica la curiosidad. ¿Conoces a más como tú?

—No, a nadie. Tampoco en mi familia. Aunque dicen que un antepasado lejano también tenía el pelo de dos colores, y mucho vello facial. 

—Vaya. Me parece fascinante. ¿Te molestaría que te preguntase…?

—¿Si mi mordedura es contagiosa? Claro que no: por eso estoy solo. ¿Si me hace daño la plata? Exactamente tanto como el acero. Nada de regeneración, ni fuerza prodigiosa… Esto tiene más inconvenientes que ventajas.

—Le preguntaré a mi tía Martha. No se lo suelo comentar a la gente, pero ella… sabe cosas. Fue quien sugirió que me hiciera las escarificaciones.

—Ya me fijé. Me encantan.

—No son de adorno. Desde que las tengo noto que… mis demonios están más controlados. Ahora, cuando siento ganas de herirme, voy a que me añada una nueva línea.

Entonces me fijé. No solo tenía escarificaciones en su rostro. Su camiseta dejaba ver unas marcas que descendían desde sus hombros.

—No dan mucho resultado, ¿no? Porque has hecho muchas líneas.

—Bueno, las últimas son de cuatro años atrás. Fue entonces cuando terminé de marcar el dibujo.

—Y, a pesar de eso, sigues teniendo miedo de otra crisis…

—Sí, al menos hasta que aprenda a separar mi mente, como hace mi tía. ¿Sabes? Los demonios… cuando los coses a tu cuerpo, te dan fuerzas.

—Tendría que probarlo.

—Te enseñaré.

— ○ —

Parece mentira que hayan pasado ya tantos meses. Ninguno de los dos tiene ganas de dar el paso. Ella no piensa dejar Los Ángeles; yo vivo muy bien en Madrid. Pero sé que en las noches de plenilunio, cuando la ansiedad crece y mi verdadero ser se revela con fuerza, hay una voz amiga al otro lado de la pantalla que no tiene miedo a mis rugidos ni a mis garras de tigre.





Fecha de redacción: 24 mayo 2020. Ernestina y el tigre - © - Ernestina y el tigre

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