Un día, esos pobres diablos decidieron que no les bastaba con comer caliente: en India, en Laos, en Camboya, en China, en Indonesia, en Vietnam los humildes anunciaron protestas y paros de producción si no se les permitía acceder al banquete del progreso.
Entonces, sus gobiernos les recordaron su derecho a callar y agachar la cabeza. Pero no fue suficiente.
Menos mal que las potencias democráticas, amenazados sus legítimos intereses, acudieron a salvar al mundo.
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