Camilo está escondido en la despensa, encerrado entre latas de tomate y conservas de pescado, y ha erigido entre su cuerpo y la puerta una muralla de bricks de leche y botes de coca-cola.
A su espalda está la pared, desnuda y fría, y a izquierda y derecha las baldas cargadas de paquetes de arroz, cajas de galletas, tarros de mermelada, salsas, sardinas, mejillones y berberechos. Un jamón cuelga del techo ante su cabeza, y en sus manos sujeta una ristra de chorizos que devora con nerviosismo.
Camilo respira agitadamente, y su mirada se dirige acá y allá, diríase que buscando algo. De repente, se escucha un golpe lejano, como de una puerta que se cierra. Otro portazo más cercano provoca en Camilo cierta agitación delatada por el movimiento de su pierna. Los estantes comienzan a oscilar y Camilo sujeta su pierna, que deja de moverse. Pero la balda sigue moviéndose cada vez más rápido y el resonar del cristal contra el cristal y el metal contra el metal va in crescendo, hasta que algunas latas comienzan a caer sobre Camilo, que se aparta en el último minuto antes de que un gran frasco de vidrio se estrelle sobre el suelo. A pesar de ello, algunos cristales se clavan en su piel y producen heridas de las que brota la sangre, que comienza a formar un charco que fluye bajo las deshecha montaña de víveres hacia la puerta.
Se oye un arañar y un golpear, y gañidos al otro lado de la puerta.
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