Me llama la atención que las personas con las que me relaciono últimamente, gente de izquierdas y aparentemente coherentes con sus ideas, caigan, a la hora de juzgar al rival, en uno de los vicios que yo suelo asociar a la derechona.
Quizá sea por el "desclasamiento" de quien, como yo, siempre ha ido ocultando que era un chaval de Jerónimos (hasta que, una vez, después de quedar mal por educado en el Lidl de Lavapiés, decidí dejar de decir eso de "vivo por Atocha"). Quizá por mi odio hacia todo lo pijo. Quizá porque mi padre, casado con una mujer de posibles, nunca dejó de frecuentar a los herreros, los chamarileros, los traperos y todo un grupo de gente que se movía entre el proletariado y el lumpen. Quizá porque he recibido una educación cristiana, en una época en que eso no significa lo que el PP quiere significar por Cristiano (y tampoco lo que muchos socialistas, a excepción quizás de Bono y algún cura rojo, quieren significar con la misma palabra).
El caso es que siempre me ha parecido que la gente de izquierdas no debería valorar a los demás por el aspecto físico. A fin de cuentas, uno de sus iconos es aquel Machado del torpe aliño indumentario a quien yo me parezco sólo en eso, en el descuido indumentario. Y ahora van mis compañeros y critican el color de la corbata de Rajoy, el frenillo de Rajoy (lo que me molesta especialmente a mi, que soy una persona con más frenillo que Jiménez Losantos), el traje demasiado ancho de Rajoy.
Y es que, como les digo yo a mis alumnos, si se tratara sólo de eso, se contrataba a Miss Universo para el cargo y todo resuelto. Pero no: no se trata de tener buena imagen. Un político tiene que ser un buen gestor. Y es cierto que se está volviendo al clientelismo medieval, en que las relaciones interpersonales lo son todo (¡si incluso los periódicos de negocios poner por las nubes a Facebook!) y suben los valores latinos (o por lo menos, carpetovetónicos) como la pillería, las amistades, el machismo, la fuerza) olvidando la inteligencia, los buenos modos, lo que nos distingue de los salvajes.
De ahí al aspectismo, a apedrear a los obesos, a los altos, a los bajos, a los rubios, a los chavales de ojos claros (si a mí me parecen repulsivos, ¿por qué no odiarlos, ya que todos odian al diferente?), a los que visten distinto, a aquellos que dicen no a la moda, a los que usan gafas, a los cojos, a los mancos, a aquellos que los nazis quisieron exterminar, no hay gran distancia.
Y, lamentablemente, la única solución que se me aparece para este problema es la bíblica: si tu ojo te hace pecar, arráncatelo.
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