No sé si lo habéis notado, pero últimamente he escrito muy poco en este blog, y apenas he leído los que suelo leer regularmente. Muy mal, por mi parte.
A cambio, llevo una temporada en la que leo prácticamente todo lo que cae en mis manos. La semana pasada leí bastantes capítulos de "El shock del futuro", de Alvin Toffler (que, aunque un poco pasadito, podría ser útil a quienes quisieran analizar fenómenos como el de los alcaldes del PP que se niegan a casar a los gays: en 10 o 20 años &mddash;los jueces, en 30&mddash;, los alcaldes han pasado de no poder casar, a protagonizar los matrimonios de parejas del mismo sexo).
Ayer, encontré otra lectura interesante: una "Historia de la Tecnología" que yo sabía que tenía por casa pero que había perdido de vista. En sus primeros capítulos, información sobre la tecnología química y textil del siglo XIX. Yo ya sabía (lo había leído en recetarios industriales de principios del siglo XX (de esos de la colección Soler) que la lejía de cloro (hipoclorito) se llamaba técnicamente "agua de Javel", pero nunca imaginé que gracias a ella la tela blanca pudo fabricarse sin necesidad de procesos lentos y costosos. ¿Su relación con la verdadera lejía? Que el cloro es un subproducto del proceso de fabricación de la sosa, para lo cual, inicialmente, se utilizaba lejía (agua filtrada a través de cenizas vegetales, de ahí el nombre "colada" que se da al lavado de ropa).
Otra cosa que he aprendido: quizá alguno de vosotros haya visto, en algún carrete antiguo la expresión "hilo mercerizado". Yo siempre me pregunté qué significaba ese término, probablemente relacionado con la etimología de "mercería". Pues bien, se trata de un proceso creado en el siglo XIX por Mercer, gracias al cual el hilo de algodón se volvía lustroso y más resistente.
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