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miércoles, 26 de febrero de 2020
Cuento del miércoles: epidemia silenciosa
domingo, 23 de febrero de 2020
52 Retos de escritura: 8- Arco emocional de Edipo
Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «8.Haz una historia en la que tu protagonista siga el arco emocional de Edipo.»
Cuando el Rey Alfonso expulsó de Castilla a los leoneses Diego y Ferrando, ellos pensaron que no era tan grave: podrían recuperar por su brazo la riqueza que se les había arrebatado.
Diego cruzó el Duero por Zamora y se dirigió al sur, hacia Salamanca y Ledesma, entonces todavía objeto de frecuentes razzias. Su hermano fue hacia Valladolid y de allí a Segovia y Madrid, en cuyo cerco se batió como un león, llegando a cortar la mano del emir madrileño, por lo que Alfonso VI le concedió la prerrogativa de lucir una mano sangrante en su escudo de armas.
No acabaron ahí las hazañas de los dos hermanos. Pillando caravanas de abastecimiento, quemando atalayas, asediando castillos, mandando engañosos mensajes a los jefes de menor rango, consiguieron ir haciéndose con un rosario de pequeñas fortalezas en la margen del Tajo que no se molestaron en intentar conservar, pero ofrecieron como espléndido regalo al ley leonés. Así ganaron su perdón primero y después su amistad.
¿Qué podría hacer el buen don Alfonso para recompensarlos? Por aquel entonces, un caballero castellano llamado Rodrigo, también objeto de su ira, había seguido una trayectoria paralela, conquistando tierras en la línea que iba de Gualajara a Valencia. Le habían dicho que tenía dos hijas. Sería una buena solución de compromiso que, además, permitiría mantener lejos de la corte a los peligrosos infantes.
Don Rodrigo estaba entusiasmado. Los antepasados de los infantes habían tenido un gran feudo en Carrión. Perdido el feudo, ellos se habían ganado fama de valientes. Serían buenos yernos.
Se celebró la boda con grandes fastos en una Valencia ignorante de la inminente amenaza almorávide, por lo que el rey Búcar pudo cercar una ciudad cuyas despensas estaban completamente vacías a causa de las celebraciones de los días anteriores. Era necesario organizar una salida.
Diego y Fernando tuvieron una idea. Disfrazados con las exóticas vestimentas enemigas, aprovecharían el caos para tomar prisionero al rey marroquí. ¡Si los vierais salir, con sus capas moriscas, por el postigo! ¡Si vierais el rojo filo de sus espadas saliendo por entre las tripas de la guardia de Búcar! ¡Si los vierais entrar en la tienda y desmantelarla! Desafortunadamente, Búcar no estaba en ella, pues, contra la costumbre de los reyes cristianos, los marroquíes salían a combatir con sus tropas. Por ello fue Rodrigo quien se apuntó el tanto de su muerte. Cuando volvieron al castillo, los dos infantes vieron que las tropas del burgalés los miraban con reproche. No los habían visto en el campo de batalla. Nadie creyó la historia de los disfraces, ni siquiera a la vista de las riquezas robadas de la tienda de Búcar, que los leoneses depositaron en el botón general y los castellanos no dudaron en repartirse. Los dos hermanos solo conservaron un hermoso cáliz que, andando el tiempo, se veneraría en la catedral como llegado de Tierra Santa. Según algunos, tiene la huella de los labios del Mesías en su superficie de plata y cristal.
Una tarde, unos juglares saltimbanquis aparecieron con un león en el castillo. El espectáculo era magnífico, a pesar de la avanzada edad de aquel felino habituado a una vida regalada. Después de verlo, Rodrigo se echó la siesta. Había sido una comida copiosa, regada con abundante vino. No sabía que uno de aquellos juglares había vertido en una hermosa copa de plata y vidrio unas gotas de un infalible veneno. Ni tenía por qué saberlo, pues aquella copa no era la suya, sino la que compartían por turnos sus yernos Diego y Fernando, a los cuales les sobrevinieron intensas ganas de dirigirse bajo una viga lagar a hacer de vientre. Allí los encontraron todavía horas después, ignorantes de que en el ínterin el león había saltado de su redil, atraído por el olor de las sobras esparcidas todavía en la mesa y el suelo a causa de la desidia y falta de higiene de aquellas indisciplinadas tropas de Castilla. Los castellanos, hechos a burlarse de todo, corrieron el infundio de que la diarrea de los infantes era producto de su miedo al león. De nuevo, no hubo cómo defender la verdad.
Finalmente, los leoneses decidieron volverse a su Carrión natal. En el camino, hicieron parada en el robledo de Corpes. Aquella noche, Fernando no podía dormir y se fue a dar una vuelta. En un claro, sorprendió a doña Elvira, su esposa, abrazando a su primo Félez Muñoz. Al principio, pensó en dejarla allí y partir en compañía de su hermano hacia su carrión natal, dejando que los de Castilla se las arreglasen entre ellos. Pero, pensando en los bulos que últimamente habían propagado los burgaleses, decidió dejar de lado su natural pacífico (solo en la guerra le parecía justificado usar de la violencia), agarró las cinchas del caballo y los dejó a ambos hechos un cristo. Tras lo cual, llamó a su hermano y se fue. En cuando a doña Sol, ni Diego ni Fernando la tocaron, pero ya en otras ocasiones la habían visto usar cilicios y otras torturas equiparables.
Don Rodrigo se sintió herido. Envió a sus alféreces a retar a los infantes. No se atrevió a participar él mismo porque por aquel entonces había comenzado a padecer gota a causa de la dieta de arroz abanda a que lo sometía doña Jimena, ignorante de que la auténtica paella valenciana lleva más carne que marisco. Los de Carrión se confiaron; en vez de pasar la noche anterior velando las armas, se metieron en una taberna a celebrar su próxima victoria. Compartió con ellos mesa y mantel un juglar que les sonaba de algo, no sabían bien de qué. Quizá en compañía de un león, aquel Per Abbat les hubiera causado cierta reticencia, pero hacía tiempo que el felino había muerto de un cólico.
El caso es que, a la mañana siguiente, su mente estaba nublada como si en vez de zumo de uva hubieran bebido un destilado clase C, de esos que no podrían aparecer en los realistas cantares castellanos porque, según los probos comerciales de alcohol, son mera leyenda urbana. Los hermanos sentían retortijones en las tripas y cada paso del caballo les causaba mareos. Aun así, estuvieron a punto de ganar a los representantes de don Rodrigo, pero este había prevenido a sus hombres para que untaran la punta de sus espadas con un fuerte veneno, de manera que el menor roce causara la muerte fulminante.
Los infantes de Carrión pasaron a la posterioridad como los villanos de la historia. Siendo astutos y taimados, no lo fueron tanto como su rival, aquel héroe cantado en los romances y las crónicas castellanas.
martes, 18 de febrero de 2020
El cuento del martes: T-errores
Coronavirus
Pesadilla en blaugrana
sábado, 15 de febrero de 2020
52 retos de escritura: 7. Fantástico.
Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «7.¡La fantasía es la protagonista! Esta semana escribe un relato de este género». Entre correcciones y otros se me ha ido el tiempo esta semana, por lo que he escrito un microcuento en el tiempo que he hurtado a la vida familiar.
A veces, abres la puerta de casa y, como en Las puertitas del señor López, acabas en un nuevo mundo.
Allí, las praderas son verdes y frescas, nunca holladas por pisadas de hombre o de vaca. Si te tumbas en la hierba, ni moscas se pegan a tu cara ni cardos atraviesan tu ropa.
Caminas horas antes de encontrar una alquería, donde el extraño es recibido con hospitalidad. La señora de la casa ofrece café y saca unas pastas de la alacena. Su hija echa un terrón de azúcar en tu taza de porcelana, pero te saben más dulces sus miradas lánguidas. La madre habla de la dureza de la vida en el campo, del marido muerto, de la conveniencia de un hombre que tome a su cargo las labores más rudas. Comprendes el mensaje. Te ofreces a partir leña, pues en este lugar posees una complexión atlética que te hace confiar en tu habilidad con el hacha.
Cuando acabas con la pila —las dos mujeres han estado observando con indisimulado éxtasis tu tórax desnudo— está cayendo la tarde. No quisieras abusar de su hospitalidad, pero te queda mucho camino que recorrer. Así que aceptas un lecho preparado precipitadamente en el henar. No exhala el agrio olor de la hierba en putrefacción, sino aroma a trigo recién segado. Te acuestas nervioso, excitado por el nuevo mundo que has descubierto y la perspectiva de la aventura.
Aunque es noche cerrada, no has conseguido dormirte aún cuando escuchas en la puerta unos suaves toques y una voz femenina. Abres.
Al otro lado de la puerta, el recibidor de tu casa, desde el cual llegaste a este mundo.
domingo, 9 de febrero de 2020
52 retos de escritura: 6. Sin gerundios.
Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «6. Haz una historia sin un solo gerundio.».
Sin un puñetero gerundio. El editor le pidió a Barrabás Matanzas una novela sin un maldito gerundio. Al principio, parecía fácil. En inglés, el gerundio es sustantivo verbal, participio de presente y mil cosas más; pero en español solo se emplea como adverbio, u ocasionalmente como adjetivo. Aun así, ¿cómo decir, sin usar un gerundio, «el barco estaba en trance de alejarse del muelle cuando Ana sintió que comenzaba a sufrir un mareo y que iba a vomitar, no porque el barco se bambolease sobre las suaves olas del mar sino porque ahora se daba cuenta de que Eduardo, el hombre con el que se había casado, la había estado...», quiero decir, «había comenzado a engañarla desde el comienzo mismo de su largo noviazgo»?
Afortunadamente, en esta época de procesadores de texto era fácil crear un pequeño programa para detectar los gerundios según se escribían. Barrabás tenía la secreta afición de perder el tiempo con la programación de macros que facilitasen las pequeñas cosas de la vida. Así que ahora tenía una excusa para pasar dos o tres horas en la preparación de un pequeño programa absolutamente inútil.
Cuando acabó de hacerlo, lo probó mediante la escritura de dos o tres párrafos en que se habían deslizado, sutiles cual serpientes silenciosas, sucios gerundios. «Está bien», se dijo Matanzas, «pero sería conveniente poder detectar también las aliteraciones y cacofonías». Otras dos horas perdidas en su absurda programación le llevaron a una macro que, además de eliminar gerundios, escogía distintos conectores para que evitar que todas sus oraciones comenzasen por «ademases», «sin embargos» y «cuandos». No era suficiente.
Dejó de lado la escritura durante un mes. Llegó a conseguir una macro que, a partir de un breve esqueleto narrativo, escribiese una novela. La dama de alta alcurnia enamorada de un patán se convertía en «Miss Edith Monroe sintió su corazón palpitar bajo los encajes de su vestido de tul. Enmarcado por el ala de su pamela, un marinero bañado en el sol rojizo del atardecer se afanaba en baldear la cubierta. Al terminar, volteó sobre sí uno de los grandes barreños que había transportado con sus musculosos brazos. Para miss Monroe, aquella camiseta de rayas pegada al fornido cuerpo del marino superaba con creces la técnica de paño húmedo de los escultores griegos». Pero no era suficiente. Faltaba alma, faltaba vida.
Otro par de meses llevaron a Barrabás a conseguir que el ordenador eligiera entre argumentos buenos y malos, que diera a las historias giros que ningún autor pudiera haber imaginado, que construyera personajes con la profundidad de un filósofo alemán, la voluntad de un empresario norteamericano, el alma atormentada de un teólogo sueco y los vicios secretos de un inglés de la era victoriana. Pero, no sabía por qué, las novelas —que ahora la computadora producía como churros—salían muy masculinas.
¡Falta algo más, falta algo más! Alimentó al ordenador con fotografías de guerras cruentas, de fiestas desenfrenadas, de lujuria, avaricia, envidia y corrupción. Lo llevó a tugurios infectos; lo aficionó a la bebida, a las apuestas violentas y al sexo abúlico de las meretrices. Finalmente, a un día de plazo para la entrega de la que él esperaba que fuera su obra perfecta, pulsó el botón que activaría el mecanismo.
Un mensaje en la pantalla le indicó, rápidamente, el resultado:
—Ahora estoy de resaca. ¿Qué tal si me da un par de meses más de plazo?
miércoles, 5 de febrero de 2020
Este miércoles... el cuento del martes. Sal
domingo, 2 de febrero de 2020
Curiosidades sobre el uso de la raya (M-DASH)
La ortografía española define la raya como un signo parentético usado en los diálogos y para encerrar incisos. A diferencia de lo que sucede en inglés, en español la raya no se emplea así:
The man—at east, it looked as a man—arrived.(Formato preferido por Grammarbook.com).
Ni así:
The man — at east, it looked as a man — arrived.(Ese era el formato preferido por Project Gutenberg en la primera década del siglo; ahora parece que han cambiado de opinión;).
Sino que se emplea así:
El hombre —o al menos eso parecía— llegó
Obsérvese que en español la raya se trata como los paréntesis, es decir, se pega a las palabras que van dentro del inciso. Por eso mismo, es muy desagradable ver la línea dividida así
El hombre —o al menos eso parecía
— llegó
Del mismo modo que sería desagradable ver esto:
El hombre (o al menos eso parecía
) llegó.
Pero, mientras que con el paréntesis tenemos un segundo elemento que nos permite discernir si se trata de apertura o cierra (todo el mundo sabe qué lado del paréntesis es el de cierre y qué lado es el de apertura), no sucede lo mismo con la raya. Así que la razón de que el español divida las líneas sin separar la raya del texto al que va pegado no es solo estética, sino que tiene su razón de ser lingüística.
Esto lo recoge la norma Unicode en el apartado B2 del anexo 14. Sin embargo, dado que la regla descrita como texto es complicada de implementar, el algoritmo para ordenador ignora totalmente esto. De hecho, el único algoritmo correspondiente al carácter B2 (m-dash) es que B2 seguido de espacio seguido de B2 no se separa... ¡Cuando lo que dice reglas en lenguaje humano es que B2 se tiene que separar por el lado del espacio si va seguido de espacio!
Por eso, cuando usamos em-dash en nuestro blog se producen desagradables divisiones de línea como esta:
Una manera de solucionar este problema es emplear la barra horizontal ― (―) en lugar de la raya &emdash; (—). Sin embargo, dependiendo del tipo de letra, la barra horizontal puede ser más corta o más larga que la raya, y su espaciado es distinto (a veces lleva un miniespacio a uno de los lados). Lo podéis observar aquí:
Otra manera (la que me recomendaron los cachondos mentales de LibreOffice cuando lo reporté como bug) es añadir un espacio de no separación sin anchura alrededor de la raya. Todo el mundo sabe que es muy fácil escribir ⁠&emdash;⁠
en lugar de &emdash;
:
He de decir que esto no funciona con todos los programas. Por ejemplo, Microsoft Word 2013 ignora el carácter de unión de palabras cuando va entre símbolos. Además, es muy farragoso. Sí, puedes hacer un "buscar y reemplazar" de todas las rayas (y tratar de recordar si las escribiste como código o como símbolo) y añadirles estos espacios, pero en un diálogo esto añadiría al menos un carácter unicode (dos bytes) por línea. Dado que xml permite definir "entidades" que se traducen como texto, sería deseable poder incluir en la cabecera del html una entidad que incluyera los tres caracteres. Teóricamente, se puede hacer, cambiando la cabecera:
<!DOCTYPE html >
Por:
<!DOCTYPE html [ <!ENTITY mdash "⁠—⁠"> ]>
Sin embargo, esto no funciona en Blogger (que rechaza los cambios hechos en DOCTYPE) y es muy probable que tampoco funcione en otros DTD, como los correspondientes al formato EPUB (precisamente, el problema de la raya es muy preocupante en el mercado de los EPUB).
¿Alguien me sugiere alguna solución?
52 retos de escritura: 5 - Space Opera
Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «5. Tu relato debe ser space opera y hablar sobre una travesía por diferentes planetas.».
A aquellas alturas de mi vida, no esperaba que el emperador de Pixl siguiera interesado en mí, pero me llegó la carta a la Academia Espacial. «Se requieren sus servicios para salvar el Imperio. Preséntese en el espaciopuerto de Berta para recibir instrucciones». Dudo que el Ministerio de Guerras Civiles, o quien quiera que redactase la carta, fuera realmente consciente del estado de mi nave y de su tripulación. Casi todos habíamos languidecido enseñando a los novatos los rudimentos del esperanto, el desatranco de tuberías, la limpieza y pulido de tarimas y otras habilidades no por necesarias menos desagradables. Sería una forma honrosa de jubilarse, o quizá una forma rápida de ahorrarle diez pensiones al Ministrerio de Caridad Bien Entendida.
Jeremías Cohen me aseguró que los motores estaban en perfecto funcionamiento. Unos reclutas los habían desmontado el mes anterior, pero unos alumnos de segundo grado habían vuelto a montarlos en las últimas semanas. Como era sabbat, él no había podido terminar la segunda verificación, pero se fiaba de Dionisio Hernanz, el inestable pero astuto alumno que los lideraba. Yo también me hubiera fiado de él. Preparaba unos mojitos increíbles.
Anastasia Yakovlev, nuestra piloto, había estado compitiendo el día anterior en las carreras de bigas, y había ganado, como siempre, por lo cual esta mañana se encontraría durmiendo la resaca, como cada sábado (había carreras todos los viernes). Así que sería el segundo piloto, Peppe Tornatore, quien sacara la nave del hangar. Todos rezábamos por que sus cataratas no le impidieran esquivar las columnas.
Prudencio Custodio, nuestro navegante, trazó la ruta óptima hacia Berta mientras Peppe hacía levitar suavemente la nave por el séptimo sótano del hangar. Puesto que nuestro aparato era antiguo, deberíamos pasar cerca de varias estrellas para ganar el impulso necesario para catapultarnos hasta Berta. Eso suponía tres saltos hiperespaciales y una hibernación de tres meses antes de iniciar el primero.
Esperamos al domingo antes de convocar la reunión estratégica, de forma que el sargento Cohen y la teniente Yakovlev pudieran estar presentes. Expliqué el plan.
—¿Es necesaria la hibernación? ¿Y los saltos hiperespaciales? Me producen una inmensa resaca —dijo la teniente Yakovlev.
—Podríamos hacer una trayectoria parabólica perpendicular al plano del sistema estelar —indicó el teniente Custodio—. Pero necesitaríamos castigar los motores.
—Los motores están bien —aseguró el sagento Cohen—. Esta mañana he vuelto a revisarlos.
—Entonces, ¿de acuerdo en seguir la ruta alternativa?
Aprobaron por unanimidad el cambio de ruta, sin saber que nos metería en un agujero de gusano no cartografiado. Cuando conseguimos salir de él, el navegante tomó una referencia de las estrellas y pidió al ordenador de a bordo que que comprobase que nos hallábamos en el universo correcto. El ordenador emitió un ping hiperespacial a la enciclopedia galáctica y comprobó que los datos fundamentales de la historia (resultado del último partido de fútbol, modelo llevado por la princesa en la gala de los premios imperiales, precio de los ajos en el mercado de Chicago) no hubieran cambiado. Todo correcto. Aquellos dos planetas que teníamos delante eran la vieja Tierra y Marte.
A pesar de su nombre, la vieja Tierra era uno de los Jóvenes Mundos, donde no se podía atracar sin una autorización especial de la Sociedad de Naciones Galácticas. Además, su protectorado se había entregado a una de las pocas naciones extraimperiales. Así que nos dirigimos a Marte.
A pesar de su nombre, Marte no está lleno de marcianos, como podría creerse. Es un desierto rojo donde, de vez en cuando, aterrizan obsoletas sondas procedentes de la Tierra. Nuestro artillero, Bill Shooter, se tomaba un gran trabajo destruyendo aquellas que se acercaban demasiado a nosotros.
—A este paso, nos vamos a quedar sin munición antes de llegar a nuestro destino.
Dado que en la Armada de Pixl el combustible y la munición son la misma sustancia, su observación podría haber inquietado a cualquiera que no supiese que Bill era un cenizo y siempre exageraba las cosas.
Después de tomar unas muestras de rocas marcianas, comprobar el estado de la nave, hacer un poco de turismo y encontrarnos con otros naúfragos espaciales que habían recalado en la misma roca pero —desafortunadamente— ignoraban nuestra versión de esperanto, zarpamos rumbo al espaciopuerto de Berta.
—Propongo que esta vez usemos una ruta tradicional. Nadie ha cartografiado el eje Z de la galaxia, y nos arriesgamos a volver a caer en un agujero de gusano.
—Shooter, no seas cenizo. Hay una posibilidad entre un millón de encontrar un agujero de gusano no cartografiado y ya hemos encontrado uno. El rayo no cae dos veces en el mismo sitio.
—Está bien, está bien. Pero tened en cuenta que la munición se acaba, la vela es corta, la noche es larga y al autor de este cuento se le están acabando las ganas de escribirlo.
Por segunda vez decidimos, casi unánimemente, tomar la parábola perpendicular. Nos acercamos al Sol, nos impulsamos hacia arriba pasada la órbita de Mercurio y fuimos trazando espirales hasta adquirir el impulso gravitacional necesario para proyectarnos en el eje Z. Por segunda vez, esto nos llevó directamente a un agujero de gusano.
—Nos ha mirado un tuerto —dijo la teniente Yakovlev.
—Por alusiones —replicó Custodio—. La computadora de a bordo indicaba que la probabilidad de encontrarse otro agujero de gusano era una entre un millón. Pero es que hemos llegado al mismo agujero de gusano por el que vinimos.
—¿No lo cartografiaste?
—Eso era misión de la computadora de a bordo. Pero ella dice que es competencia del directorio espacial de mapas, cartografía y planos turísticos, allá en Pixl, y que se encontraba fuera de línea a causa del carnaval.
—Maldita burocracia. Al menos, habremos llegado al punto de partida.
—No exactamente. Los agujeros de gusano son sistemas caóticos. Por eso nunca se han podido aprovechar comercialmente. Ahora mismo estamos enfrente del planeta Arreit, cuya armada se ha puesto en alerta y a estas alturas de la conversación ya hos habrá rodeado. —Efectivamente, por la megafonía se escuchaban las instrucciones del líder supremo de Arreit conminando a la tripulación a rendir su nave inmediatamente.
—¿Algo más?
—Sí. Este no es nuestro universo. La princesa fue de amarillo a la gala de los premios imperiales.
—¿De amarillo? —Cohen estaba indignado—. Ese color no se lleva desde hace tres temporadas, y además da mala suerte.
—Entonces, es probable que Arreit nunca haya desarrollado las armas blast. Vamos a jugárnosla. Dales caña, Billy. ¡Por el imperio y la gloria!
—¡Por el imperio y la gloria! —corearon todos.
Efectivamente, en aquel universo, a diferencia del nuestro, Arreit era todavía un mundo joven e indefenso, aunque más avanzado que su rival del otro lado de la galaxia. Después de masacrar a su armada, bajamos al planeta a respostar.
—Venimos en son de paz —repetían nuestros altavoces en cien idiomas diferentes.
Llenar el depósito con el valioso mineral blast fue un proceso rápido, gracias a la miríada de nativos dispuestos a trabajar como esclavos para nosotros a cambio de salvar su vida. Acto seguido, abandonamos el planeta. Un observador externo pudiera juzgar cruel nuestra conducta, pero lo cierto es que los habitantes lo agradecerían. El capitán (es decir, yo mismo) recompensó la docilidad de aquella población regalando sus líderes los manuales Armas de destrucción masiva basadas en Blast (para Dummies), El uso recreativo del blast y sus efectos sobre la salud y Nuestro enemigo está al extremo de la Galaxia. Guía para atacar la Tierra desde Arreit.
A continuación, volvimos a entrar al agujero de gusano con la esperanza de que nos devolviera a un universo en que la princesa no vistiera de amarillo. El navegante confirmó nuestra ubicación: habíamos vuelto al punto de partida. Literalmente, así que volvía a ser sabbat y la teniente Yakovlev volvía a estar de resaca. Custodio me dio unos golpecitos en la espalda:
—No se desespere, capitán. Al menos, eso significa que no llegaremos tarde a la guerra.