Tenía la piel salada. Cuando la besaba, mis labios resbalaban sobre ella soñando con los lejanos mares y las sirenas que juguetean en ellos. Era tan hermosa como una estatua griega, pero con la extraña belleza de las rosas del desierto. Solo una cosa le reprocho: que mirase tanto hacia atrás. «Piensa en el mañana, no en el ayer», le decía. Pero no me hacía caso. Tampoco se lo hizo a Lot.
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