Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «5. Tu relato debe ser space opera y hablar sobre una travesía por diferentes planetas.».
A aquellas alturas de mi vida, no esperaba que el emperador de Pixl siguiera interesado en mí, pero me llegó la carta a la Academia Espacial. «Se requieren sus servicios para salvar el Imperio. Preséntese en el espaciopuerto de Berta para recibir instrucciones». Dudo que el Ministerio de Guerras Civiles, o quien quiera que redactase la carta, fuera realmente consciente del estado de mi nave y de su tripulación. Casi todos habíamos languidecido enseñando a los novatos los rudimentos del esperanto, el desatranco de tuberías, la limpieza y pulido de tarimas y otras habilidades no por necesarias menos desagradables. Sería una forma honrosa de jubilarse, o quizá una forma rápida de ahorrarle diez pensiones al Ministrerio de Caridad Bien Entendida.
Jeremías Cohen me aseguró que los motores estaban en perfecto funcionamiento. Unos reclutas los habían desmontado el mes anterior, pero unos alumnos de segundo grado habían vuelto a montarlos en las últimas semanas. Como era sabbat, él no había podido terminar la segunda verificación, pero se fiaba de Dionisio Hernanz, el inestable pero astuto alumno que los lideraba. Yo también me hubiera fiado de él. Preparaba unos mojitos increíbles.
Anastasia Yakovlev, nuestra piloto, había estado compitiendo el día anterior en las carreras de bigas, y había ganado, como siempre, por lo cual esta mañana se encontraría durmiendo la resaca, como cada sábado (había carreras todos los viernes). Así que sería el segundo piloto, Peppe Tornatore, quien sacara la nave del hangar. Todos rezábamos por que sus cataratas no le impidieran esquivar las columnas.
Prudencio Custodio, nuestro navegante, trazó la ruta óptima hacia Berta mientras Peppe hacía levitar suavemente la nave por el séptimo sótano del hangar. Puesto que nuestro aparato era antiguo, deberíamos pasar cerca de varias estrellas para ganar el impulso necesario para catapultarnos hasta Berta. Eso suponía tres saltos hiperespaciales y una hibernación de tres meses antes de iniciar el primero.
Esperamos al domingo antes de convocar la reunión estratégica, de forma que el sargento Cohen y la teniente Yakovlev pudieran estar presentes. Expliqué el plan.
—¿Es necesaria la hibernación? ¿Y los saltos hiperespaciales? Me producen una inmensa resaca —dijo la teniente Yakovlev.
—Podríamos hacer una trayectoria parabólica perpendicular al plano del sistema estelar —indicó el teniente Custodio—. Pero necesitaríamos castigar los motores.
—Los motores están bien —aseguró el sagento Cohen—. Esta mañana he vuelto a revisarlos.
—Entonces, ¿de acuerdo en seguir la ruta alternativa?
Aprobaron por unanimidad el cambio de ruta, sin saber que nos metería en un agujero de gusano no cartografiado. Cuando conseguimos salir de él, el navegante tomó una referencia de las estrellas y pidió al ordenador de a bordo que que comprobase que nos hallábamos en el universo correcto. El ordenador emitió un ping hiperespacial a la enciclopedia galáctica y comprobó que los datos fundamentales de la historia (resultado del último partido de fútbol, modelo llevado por la princesa en la gala de los premios imperiales, precio de los ajos en el mercado de Chicago) no hubieran cambiado. Todo correcto. Aquellos dos planetas que teníamos delante eran la vieja Tierra y Marte.
A pesar de su nombre, la vieja Tierra era uno de los Jóvenes Mundos, donde no se podía atracar sin una autorización especial de la Sociedad de Naciones Galácticas. Además, su protectorado se había entregado a una de las pocas naciones extraimperiales. Así que nos dirigimos a Marte.
A pesar de su nombre, Marte no está lleno de marcianos, como podría creerse. Es un desierto rojo donde, de vez en cuando, aterrizan obsoletas sondas procedentes de la Tierra. Nuestro artillero, Bill Shooter, se tomaba un gran trabajo destruyendo aquellas que se acercaban demasiado a nosotros.
—A este paso, nos vamos a quedar sin munición antes de llegar a nuestro destino.
Dado que en la Armada de Pixl el combustible y la munición son la misma sustancia, su observación podría haber inquietado a cualquiera que no supiese que Bill era un cenizo y siempre exageraba las cosas.
Después de tomar unas muestras de rocas marcianas, comprobar el estado de la nave, hacer un poco de turismo y encontrarnos con otros naúfragos espaciales que habían recalado en la misma roca pero —desafortunadamente— ignoraban nuestra versión de esperanto, zarpamos rumbo al espaciopuerto de Berta.
—Propongo que esta vez usemos una ruta tradicional. Nadie ha cartografiado el eje Z de la galaxia, y nos arriesgamos a volver a caer en un agujero de gusano.
—Shooter, no seas cenizo. Hay una posibilidad entre un millón de encontrar un agujero de gusano no cartografiado y ya hemos encontrado uno. El rayo no cae dos veces en el mismo sitio.
—Está bien, está bien. Pero tened en cuenta que la munición se acaba, la vela es corta, la noche es larga y al autor de este cuento se le están acabando las ganas de escribirlo.
Por segunda vez decidimos, casi unánimemente, tomar la parábola perpendicular. Nos acercamos al Sol, nos impulsamos hacia arriba pasada la órbita de Mercurio y fuimos trazando espirales hasta adquirir el impulso gravitacional necesario para proyectarnos en el eje Z. Por segunda vez, esto nos llevó directamente a un agujero de gusano.
—Nos ha mirado un tuerto —dijo la teniente Yakovlev.
—Por alusiones —replicó Custodio—. La computadora de a bordo indicaba que la probabilidad de encontrarse otro agujero de gusano era una entre un millón. Pero es que hemos llegado al mismo agujero de gusano por el que vinimos.
—¿No lo cartografiaste?
—Eso era misión de la computadora de a bordo. Pero ella dice que es competencia del directorio espacial de mapas, cartografía y planos turísticos, allá en Pixl, y que se encontraba fuera de línea a causa del carnaval.
—Maldita burocracia. Al menos, habremos llegado al punto de partida.
—No exactamente. Los agujeros de gusano son sistemas caóticos. Por eso nunca se han podido aprovechar comercialmente. Ahora mismo estamos enfrente del planeta Arreit, cuya armada se ha puesto en alerta y a estas alturas de la conversación ya hos habrá rodeado. —Efectivamente, por la megafonía se escuchaban las instrucciones del líder supremo de Arreit conminando a la tripulación a rendir su nave inmediatamente.
—¿Algo más?
—Sí. Este no es nuestro universo. La princesa fue de amarillo a la gala de los premios imperiales.
—¿De amarillo? —Cohen estaba indignado—. Ese color no se lleva desde hace tres temporadas, y además da mala suerte.
—Entonces, es probable que Arreit nunca haya desarrollado las armas blast. Vamos a jugárnosla. Dales caña, Billy. ¡Por el imperio y la gloria!
—¡Por el imperio y la gloria! —corearon todos.
Efectivamente, en aquel universo, a diferencia del nuestro, Arreit era todavía un mundo joven e indefenso, aunque más avanzado que su rival del otro lado de la galaxia. Después de masacrar a su armada, bajamos al planeta a respostar.
—Venimos en son de paz —repetían nuestros altavoces en cien idiomas diferentes.
Llenar el depósito con el valioso mineral blast fue un proceso rápido, gracias a la miríada de nativos dispuestos a trabajar como esclavos para nosotros a cambio de salvar su vida. Acto seguido, abandonamos el planeta. Un observador externo pudiera juzgar cruel nuestra conducta, pero lo cierto es que los habitantes lo agradecerían. El capitán (es decir, yo mismo) recompensó la docilidad de aquella población regalando sus líderes los manuales Armas de destrucción masiva basadas en Blast (para Dummies), El uso recreativo del blast y sus efectos sobre la salud y Nuestro enemigo está al extremo de la Galaxia. Guía para atacar la Tierra desde Arreit.
A continuación, volvimos a entrar al agujero de gusano con la esperanza de que nos devolviera a un universo en que la princesa no vistiera de amarillo. El navegante confirmó nuestra ubicación: habíamos vuelto al punto de partida. Literalmente, así que volvía a ser sabbat y la teniente Yakovlev volvía a estar de resaca. Custodio me dio unos golpecitos en la espalda:
—No se desespere, capitán. Al menos, eso significa que no llegaremos tarde a la guerra.
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