Me prometí a mí mismo no volver a amargaros la existencia con discursos pesimistas y propagación del odio; el tipo de mensajes que he relegado a otro blog, cuya dirección nunca he publicado. Pero hay días que uno se siente mal, muy mal, y que desearía gritar a los cuatro vientos que está harto, que ya vale, que no puede ser así.
Hay días en que uno comprende al viejecillo que promete la salud eterna a los viajeros de la línea 55, y al espectro, en otro tiempo humano, que farfulla y grita por las calles de Carabanchel Bajo.
Este viernes tuve un día malo. Especialmente malo, pero sólo corolario de una semana en que probablemente nada me había salido bien. Como todos los viernes, fui a comer a casa de mis padres y traté de relajar mi ira para poder realizar las actividades de un curso en línea que termina la semana próxima. Casi había conseguido tranquilizarme mediante la concentración en las tareas, cuando me llama mi mejor amigo. Al oír el tono de su voz, ya supe lo que iba a decir. Vaya si lo supe. Pero no quise darme por enterado hasta que pronunció las palabras. Despedido, después de una campaña de acoso y derribo durante tres meses, y en el momento en que él pensaba que la situación ya se había tranquilizado.
Y pensaba que era yo quien había tenido un mal día...
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