La semana pasada he puesto los primeros exámenes (evaluables) de este curso, pero debido a mis diversos compromisos con la sociedad y el instituto (evaluaciones iniciales, cursillos...) he tenido las tardes demasiado ocupadas, así que hasta hoy por la tarde no me he puesto a corregir el examen que puse el jueves.
Lo primero de todo es que me he llevado una decepción. Los exámenes, habéis de saber, no sólo evalúan los conocimientos del alumno. En general, evalúan el proceso de enseñanza-aprendizaje. Por tanto, que casi todos los alumnos fallen en aspectos que yo consideraba bastante asentados indica que debí incidir con más fuerza sobre ellos. Generalmente, se trata de cosas que yo di por sabidas después de lanzar preguntas abiertas en clase (método un tanto peligroso: los voluntarios para contestar suelen ser alumnos que saben la respuesta correcta) y confirmar mis impresiones interrogando a los no-voluntarios. Mmmm... Debo repasar de nuevo la clasificación acentual de las palabras, la determinación de la raíz de las palabras y un sinfín de cosas. Mal asunto.
Pero, así como me he llevado una decepción en cuanto a los resultados de mi propia práctica, me ha esperanzado bastante el caso que relataré a continuación.
Generalmente se supone que los inmigrantes tienen todas las de perder, y si su lengua materna no es el castellano, entonces el suspenso está asegurado. Hasta ahora, cuando veía buenos alumnos entre el colectivo de lengua nativa extranjera, había que irles ayudando bastante. Especialmente en la asignatura de lengua, en la que se supone que hay que valorar especialmente la redacción, la ortografía y otros detalles. Todavía recuerdo con cariño a aquel alumno rumano que suplicaba que, por favor, le pusiera un 8 en lugar de un 7,50 porque esa nota era "una deshonra".
Por eso me ha llamado la atención que, entre exámenes mediocres de españoles e hispanoamericanos, apareciera un examen de una niña de habla no española que ha respondido muy correctamente a todas las preguntas, con una redacción impecable, buena letra y, sobre todo, sensatez más que evidente (característica esta última que escasea entre los estudiantes que realizan exámenes, quizá por los nervios). Sus respuestas sobre la pregunta de comprensión de textos que antecedía a la prueba eran muy superiores a las de muchos compañeros; su ortografía era excelente, excepto en un caso en que supongo que ha transcrito mi defectuosa pronunciación de una palabra. Lo único que fallaba era el apartado de redacción, donde aun así ha salvado las apariencias.
Viendo su examen me asaltan las preguntas: ¿Qué hacen los demás niños, los que podrían aprobar con dedicarle quince minutos al día? ¿Será que sólo lo aprendido con esfuerzo se recuerda? No lo sé, pero cosas como esta son las que me convencen.
1 comentario:
Qué subidón dan estos descubrimientos.
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