Páginas especiales

domingo, 29 de diciembre de 2019

Petrucha: Destripador

PETRUCHA, Stefan: Destripador. León, Everest, 2012. 501 págs., 21cm
ISBN:
978-84-441-4825-0
Descriptores:
Literatura juvenil. Novela negra. Steampunk.

Recibí este libro en mi cumpleaños, o quizá en las navidades pasadas, como regalo de mi padre, incansable fatigador de traperías y librerías de lance. Como no soy muy amigo de novelas negras, el libro permaneció durante meses en el salón de mis padres, mientras yo me dedicaba a leer los libros que mi padre había comprado para sí o para el resto de la familia. Finalmente, le llegó el turno. Lo empecé un poco antes de Navidad y a ratos perdidos he ido leyendo capítulos hasta que anoche me di un atracón. Porque Destripador es uno de esos libros que enganchan, pero no en el primer ni en el segundo capítulo.

La trama parece simple, al menos lo que se puede contar sin destriparlo. Comienza con un asesinato en un museo de Nueva York, tras el cual el criminal deja una carta con el estilo inconfundible de Jack el Destripador. A continuación, la acción pasa a un orfanato, donde un jovencito busca detalles sobre su padre, hasta dar una carta con el mismo estilo (creo que al decir esto no destripo el libro: el protagonista no asociará a ambos autores hasta que disponga de la información en el capítulo 56, pero el lector medianamente perspicaz habrá captado la idea al leer el capítulo 1 y el 2 y relacionarlos con el título de la novela). Poco después, el joven es adoptado por un detective jubilado, que lo prepara para incorporarse a una agencia de detectives que tiene un evidente toque steampunk. El primer caso que deberá solucionar es la identidad de su padre, lo que le llevará a enfrentarse contra un asesino en serie. Cuando, después de solucionarse ese caso (hacia el capítulo 77) vemos que quedan cincuenta páginas más, poco a poco nos damos cuenta de que la obra acabará... (a continuación spoiler en rot13:) pba ry ivrwb tveb ra dhr ry ohrab l ry znyb fba yn zvfzn crefban.

La estructura sigue el «viaje del héroe» —o, si se prefiere, la estructura general del cuento de hadas— con el huérfano afectado por la pérdida, la prueba que le lleva a encontrar un ayudante, el objeto mágico (en este caso las maravillas tecnológicas imaginadas por el autor) necesario para posteriores pruebas... Incluso diría yo que está ese segundo ciclo propio de todo cuento de hadas, el del retorno del héroe, si bien un poco desdibujado. Pero, como en toda novela actual que se precie, hay una trama secundaria que se imbrica en los sucesos de la trama principal. En este caso son las relaciones de enemistad-amistad con sus antiguos compañeros de orfanato y su amor por Delia, también una antigua compañera de orfanato. La importancia de estas relaciones sociales entre adolescentes es realmente la que da un aire de novela juvenil a esta obra, a pesar de lo truculento de sus escenas.

Los personajes están bien dibujados a través de sus acciones, pero en general se comportan como «tipos» que no evolucionan, más que como «caracteres». Los más profundos son Carver Young (el protagonista), que se debate, por una parte, entre su deseo de conocer a su padre y su deseo de no parecerse a él, y, por otra, entre su deseo de hacer el bien y su inevitable tendencia a comportarse como un pícaro; el detective jubilado Hawking, un personaje que es a la vez paternal y bestial, paciente e impulsivo, marcado por el fracaso en su carrera profesional y (lo sabremos al final) en su vida familiar; Delia, la heroína, no está tan bien dibujada como ninguno de los, pero aun así posee cierta libertad de acción y decide por sí misma. En cambio, Finn, si bien acaba evolucionando al final, actúa durante casi todo el libro como el tipo del compañero abusón. También Theodore Roosevelt actúa como una caricatura de sí mismo (el autor dice que fue el visionado de Noche en el museo lo que le animó a meterlo en la novela).

Respecto del estilo, está razonablemente bien escrito. La narración es rápida, con capítulos muy breves (85 capítulos en 491 páginas de narración, lo que hace una media de 6 páginas por capítulo, alrededor de 1500 palabras por capítulo). Hay algún término de argot obsoleto que supongo se ha introducido para dar sabor antiguo, y solo he visto una errata execrable: el uso de «sobre todo» [separado] para 'impermeable' (me hizo gracia porque el error ortográfico habitual es el contrario, «sobretodo» [unido] para 'principalmente'). En clubes de escritura suele surgir la pregunta sobre la variedad en verba dicendi es necesaria. Como sucede con tantos autores de juvenil, Petrucha parece partidario de la variación (espetó, gritó, siseó...), aunque podría ser cosa de los traductores.

Que podía haber literatura juvenil de calidad ya lo sabía, pero me ha resultado interesante descubrir que existe una literatura noir para jóvenes que no renuncia a lo truculento. Si les gustan los juegos de espías, las novelas con giro final a lo Clancy o simplemente la novela policial clásica, disfrutarán con esta obra.

viernes, 27 de diciembre de 2019

La «reciente» revolución digital

En su mensaje de Navidad, el rey Felipe VI volvió a uno de los más manidos tópicos actuales: el de la reciente revolución digital y sus efectos sobre el empleo.

Llama la atención que su majestad siga llamando «reciente» a algo que tiene casi su misma edad. Hemos celebrado este año los 50 de internet; Apple I se introdujo en 1976; Jobs está ya muerto, y Gates hace tiempo retirado; nadie recuerda ya la «crisis de las “puntocom”», que tuvo lugar más o menos en 2001, mi último año de interino; doce meses después, el concepto «wearable» aparecía ya en la prensa especializada, si bien dirigido a artilugios caseros de bricoleurs que hoy llamaríamos makers; el primer smartphone de mi hermana, aunque comprado hacia 2010, usaba windows 2002; entusiasmada al ver sus funciones, la compañera de piso compró el primer modelo de Iphone (que por aquel entonces ofrecía una experiencia inferior). El mismo año, se empezaban a popularizar entre los geek o frikis las impresoras 3D, cuya explosión definitiva en España —con la connivencia de autoridades educativas— tuvo lugar más o menos en 2014, cuando me incorporé a mi anterior destino. Dado que el abaratamiento de esta tecnología se debió a la expiración de su patente, debemos situar su invención antes de 2000, es decir, hace 20 años.

Más importante que la revolución digital ha sido la fe ciega que inspira. Es curioso que estemos dispuestos a que no se nos dé un recibo por nuestras compras, o a que las facturas y contratos se envíen a una dirección de internet sin que el proveedor verifique que realmente nos corresponda (en mi buzón electrónico recibo diariamente facturas, recibos, reclamaciones de cobro, contratos y billetes de avión dirigidos a Josés de todo lo ancho y largo del mundo, desde Filipinas hasta Chile). Es curioso que admitamos comunicados como el de la EMT en que se nos advierte que al pagar con tarjeta (sin firma ni pin) no se generará ningún justificante, y que, además, se nos podría cobrar un billete por el solo hecho de acercarnos demasiado a una maquinita situada a la altura a la que muchos hombres llevan sus tarjetas de crédito. Es curioso que estemos dispuestos a manifestarnos por las pensiones, pero permitamos que las empresas de nuestro alrededor no tengan empleados, sino colaboradores que contribuyen con una exigua cuota a la seguridad social, que conocen el inicio de su turno unas horas antes y que son avisados de su «despido» (entre muchas comillas: ya se dijo que no son empleados) con solo unas horas, frente  los 15 días estipulados por la normativa laboral. Es curioso que estemos dispuestos a que las leyes ordinarias tarden años en tramitarse y días en publicarse, pero que ciertos decretos se publiquen instantáneamente en un BOE de domingo.

El papel del gobierno de España y de los gobiernos de la Unión Europea en la aceptación de estas reglas del juego no ha sido inocente. Sin el abrazo del neoliberalismo como credo oficial de la Unión Europea en el tratado de Lisboa, sin una ley de administración electrónica que dejaba en papel mojado muchas de las garantías y plazos que se daban a los ciudadanos, nada de esto hubiera sido posible. De siempre a los católicos se nos ha prohibido leer la Biblia, no fuera a ser que nos diera por interpretarla. Y algo de eso hay en esta fe del carbonero con que muchos han adorado la sacrosanta Cibernética sin entenderla demasiado, o sin llegar a ninguna conclusión sobre sus implicaciones últimas. La revolución no está tanto en las máquinas como en la forma de pensar de la gente.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

El cuento del miércoles: La bella durmiente tiene sueños lúcidos

Philip K. Dick lo describió hace tiempo. También Amenábar, aunque no polemizaré sobre si fue poligénesis o plagio, influencia o despiste. Yo, con talento menor pero no necesariamente inferior vanidad, podría igualmente comentar los síntomas. Solíamos ser dos, uno y una, eso creo. Dos suena más coherente, y es un número sencillo. “Diecisiete” es grande; “uno” parece pequeño. Pero cada vez que nos cuento parece que faltan dedos. El caso es que ella tenía nombre, y una melena negra, y dos ojos marrones en el rostro. Pero vista de lejos, yaciendo junto a mi serenamente, se diría que es otra, anónima y sin rasgos. Solo volviendo al lecho, donde un extraño ocupa mi lugar y mi cuerpo, vuelvo a oler los oscuros cabellos de su nuca.

Abro los ojos en sueños, y sé que sigo dormido porque la luz no ha cambiado. El despertador marca las seis de la mañana. Me levanto, me ducho, tomo un tranquilo desayuno. Estoy mirando las noticias —esas noticias absurdas del telediario matinal— cuando suena por fin la alarma. Vuelvo a levantarme, vuelvo a ducharme, desayuno a toda prisa. Apenas cierro la puerta —chaqueta mal cerrada, bufanda puesta de cualquier manera, el maletín en la diestra, las llaves en la zurda— cuando se enciende la radio y sé que es hora de levantarse. Y a pesar de que esta vez no me ducho, no me afeito, me pongo cualquier cosa y enjuago mi boca a toda prisa, tampoco logro salir antes de que el despertador cierre el bucle. De creer a Freud pensaríais que ha de ser muy puntual quien tales pesadillas sufre. No podría asegurarlo: no recuerdo ya si alguna vez he llegado al trabajo. Y conozco las pruebas, sí, claro que las conozco. Sé que si me acosté rubio y me despierto moreno, si pulsé el interruptor y la luz sigue en su sitio, si el reloj marcaba las seis y ahora son las cinco y media, si atravesé la puerta y aun no estoy al otro lado, lo más probable es que esté sufriendo un sueño. Lo que no puedo saber es si me acosté rubio, si pulsé el interruptor, si el reloj marcaba las seis, si llegué a pasar la puerta.

Al principio anotaba todo en una libreta. De vez en cuando, me daba cuenta de que faltaban datos. Así, me miraba al espejo y apuntaba: caucásico, pelo castaño e incipiente calvicie, nariz larga pero roma, labios carnosos perfilados de rouge, pechos pequeños y firmes. Y luego cogía el cuaderno y lo metía en el bolso. Entonces, en algún momento, empezaba a dudar. Y ante otro espejo tomaba el cuaderno del armarito de los medicamentos y apuntaba: alta para ser mujer, pelo rubio rizado, ojos azules —pueden ser las lentes de contacto—, una boca pequeña sobre una breve mosca, perilla. Y quedaba la libreta entre el yodo y las tiritas.

Luego descubrí que en el recibidor había unas fotos. Yo tenía que aparecer en alguna de ellas. Me acercaba con un marco al espejo y, si era mi foto, lo volvía a dejar en su sitio. En caso contrario, llevaba el marco a otro lugar donde lo fuera a reconocer como extraño: al fondo de la nevera, a un cajón de la cómoda, al armario escobero.

Y cuando me agitaba a mitad de la noche y me costaba sentir el aliento de Julia, buscaba en la mesilla de noche, entre las zapatillas, su foto. Y mirándola ante el espejo decía: “soy yo, soy Julia”. Y volvía a acostarme junto a ese hombre extraño cuya respiración —el ronquido angustioso de la apnea— me había despertado. Le daba la espalda, pues no quería ver su rostro decrépito y su canoso cabello que quizá fuera el mío.

Escrito originalmente el 15 de septiembre de 2014. La misma idea la usé posteriormente para un cuento presentado al concurso de la UNED.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Javier Cercas: Soldados de Salamina

CERCAS, Javier: Soldados de Salamina. Barcelona, Tusquets (colección Andanzas), 2002. 216 págs., 21cm
ISBN:
978-84-8310-161-2
ISBN 10:
84-8310-161-0
Descriptores:
Novela histórica. Guerra civil española.

No había leído aún Soldados de Salamina. Ni siquiera había visto la película, a pesar de que me tomé la molestia de grabarla una vez que la programaron en televisión. Conocía, eso sí, el argumento.

La novela es fingidamente autobiográfica. El protagonista, que se llama a sí mismo con el nombre del autor, sería un periodista relegado a la sección de cultura de un diario gerundense (si leemos las solapas, veremos que el auténtico Cercas ejerce una profesión distinta). Durante una entrevista, Sánchez Ferlosio le cuenta una anécdota de su propio padre, Rafael Sánchez-Mazas: su milagrosa salvacion cuando fue fusilado al final de la guerra. La publica años después en el periódico y, de repente, una carta le avisa de que la historieta que todos juzgaban batallita inventada podría ser real.

Tras una laboriosa investigación que se nos relata en la primera parte del libro, se dedica la segunda a reconstruir la vida de Sánchez-Mazas, centrándose, de un lado, en el episodio del fusilamiento y, de otro, en la implicacion del escritor en el ascenso de Falange, y su paso a segundo plano cuando Franco decidió unificar los partidos afines al régimen bajo la figura del Movimiento.

En la tercera parte, gracias de nuevo a una entrevista, el autor sigue la pista de un anónimo soldado republicano que podría ser el salvador de Sánchez-Mazas, y se relata su doloroso camino desde la guerra de España hasta la liberación de París.

El libro se lee de un tirón; pero la credulidad en la anécdota personal se rompe cuando se detectan ciertos truquillos de autor literario obsesionado con la simetría y la estructura perfecta: las dos entrevistas, el leit motif del pasodoble que une las tres partes de la narración. Los personajes están tratados con humanidad, hasta tal punto que nos encariñamos con ese número cuatro de Falange a pesar de que se nos repita, una y otra vez, que fue una de las personas que más conspiraron para incitar a los militares a sublevarse. La estructura tripartita de la narración hace que, sin embargo, al final del libro nos sintamos más cerca del comunista que pudo haberlo fusilado y que quién sabe (ahí está la gracia: no se asegura nunca) si lo salvo.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

El cuento del miércoles: Floppy

Estoy en casa escuchando el vaivén del brazo de la impresora. El chirrido de los servos me traslada a los tiempos en que ese sonido (pararí para, pararí para...) era el de la unidad de 5¼" tratando de leer un sector defectuoso. ¡Cuánto tiempo de mi vida habré malgastado por culpa de discos defectuosos! Casi tanto como el que ahora malgasto mirando tonterías en internet o intentando instalar programas demasiado antiguos para mi sistema operativo actual. La cosa es perder el tiempo. Pero sí, hubo un momento en que mi vida giraba alrededor de los floppy, y en que la desmagnetización de uno de ellos (al pasar por arcos de seguridad, dejarlo en lugares inadecuados o simplemente de modo completamente casual) era un auténtico drama, similar al que años después me supuso el descubrir que los CD de copia de seguridad de un disco duro estropeado tampoco se podían leer, o a los trastornos que producen esos USB de baja calidad que se estropean cuando se graban demasiados datos encima.

Voy a la sala de ordenadores de la universidad y llevo el floppy dentro de un libro para que no se estropee. Me conecto al proyecto gutenberg y descargo la Celestina. A continuación, compruebo si en los ordenadores de la universidad está instalado Wordperfect. Maldición, solo hay word 2.0. Tendré que editarlo en casa.

De nuevo en mi hogar, inicio el WordPerfect, dispuesto a ejecutar mi macro de esiloestadística sobre los archivos. Pero he aquí que el disco no funciona. Pruebo el consabido chkdsk; pruebo con el doctor disco Norton; pruebo, incluso, el antivirus. Pero nada, el archivo no aparece por ningún lado. Solo recibo errores de sector no encontrado y similares.

Recuerdo entonces una utilidad más antigua, programada en BASIC, que no funciona con los discos de 3½" pero obra maravillas con los de 5¼". Parece encontrar rastros de algo. Lo guardo en el disco duro, pero no parece ser lo que busco. ¿Qué demonios hace el código fuente de un programa en C dentro de los sectores vacíos de este disco? Yo nunca he programado esto; es más, hace solo un par de meses que sé identificar el C; hasta entonces, constituía un misterio para mí.

Vuelvo a dejar el disquete dentro del libro y entonces descubro que había dos discos en él. El mío sigue dentro. Me puede la curiosidad y vuelvo a examinar ese código en lenguaje C. ¿Qué dice ahí sobre ICBM? ¿Y sobre claves de lanzamiento? Estaría bien poder compilar esto, a ver qué pasa, pero ni tengo compilador ni conozco a nadie que lo tenga, así que hago lo más sensato: dejar el disquete en la sala de ordenadores de la facultad, para que lo encuentre quien lo haya perdido.

Dos días después, un hongo nuclear ilumina el horizonte.

domingo, 15 de diciembre de 2019

Nieves Mories: Asuntos de Muertos

MORIES, Nieves: Asuntos de Muertos. Cádiz, Cerbero, 2019. 288 págs. 2,85€ (ebook) / 15€ (papel)
ISBN:
978-84-120202-3-6 (no recogido en la base de datos del ISBN español, ni en la BNE, ni en REBECA)
Descriptores:
Terror. Terror psicológico. Maltrato infantil. Enfermedad mental.

Se suele pensar que las novelas de terror, fantasía o ciencia ficción son obras escapistas que permiten que el lector huya de su realidad cotidiana. Nada más lejos de la realidad.

Asuntos de Muertos es una de las muchas obras que muestran que el terror más auténtico es el que las propias personas reales provocamos sobre los demás y en nosotros mismos. El que se produce cuando, gota a gota, el maltrato va calando en nosotros y nos priva de la capacidad de amar o, peor aún, nos enseña que solo se puede amar haciendo daño. Hay fantasmas en esta novela, pero los que dan más miedo son los que solo están en la mente de la protagonista.

La trama de esta obra es confusa. Decididamente confusa. Continuamente se nos van anticipando hechos que solo se contarán con detalle mucho después, lo que da una impresión de hechos vividos. Vividos por una mujer que comienza el libro hablando de unos muertos que la rodean. Y hasta el final no nos damos cuenta de que esta novela es el relato de las vidas de esos muertos.

Empezando por la propia protagonista, una auténtica muerta en vida. Su infancia ha sido robada por el abandono psicológico en que la dejó su padre y por el sutil pero crónico maltrato a que la sometió su hermana. Ella misma se define como "la persona de Pavlov": ¿no es esta metáfora metáfora un hallazgo fantástico? El caso es que, en un momento de apuro económico, ella le da a la familia la idea de obtener unos ingresos extras montando un gabinete parapsicológico. Pero la cosa, lo sabremos después, se va de madre. Hasta ahí puedo leer.

Lo mejor de este libro es la profundización psicológica en los personajes, unos personajes que duelen, que hacen sufrir al lector: el principal horror del lector es su propio temor a la locura. Nos puede ocurrir a todos. O a nuestros amigos. ¿A qué gente no hemos tratado así? El lema familiar es que nunca se perdona ni se olvida. Hermoso lema, ¿verdad?

miércoles, 11 de diciembre de 2019

El cuento del miércoles: Yo soy la Baba Yaga.

Nota: Este cuento se escribió originalmente para la Antología Witch World, una antología propuesta por la escritora Lana Fry que pedía cuentos que retratasen las distintas tradiciones de brujería a lo largo y ancho del mundo. Finalmente, la antología se suspendió antes de fallarse los ganadores. Podría haberlo guardado para otra antología, pero quería publicarlo cuanto antes, así que os lo ofrezco en el blog. Hice en su día una versión en audio, pero mi mala pronunciación de la r arruina el resultado.

Yo soy la Baba Yaga que perturba tus sueños infantiles. Encontrarás mi cabaña en el claro del bosque, una noche de luna llena, pero yo no estaré en ella. Estaré surcando los cielos dentro de un gran mortero, remando con el majo para impulsarme. Mientras tú te preguntas si entrar o no entrar a la humilde cabaña en busca de refugio —a lo lejos, los aullidos terroríficos; a tu alrededor, los crujidos de las ramas que parecen tratar de agarrarte; bajo tus pies, el croar del sapo y el silbido de la serpiente—, yo estoy buscando tiernos niñitos perdidos. Niños que me digan: «bábushka, díganos cómo llegar a nuestra aldea».

Abrirás la puerta. Un escalofrío recorrerá tu espalda cuando el cálido ambiente haga volver a correr por tus venas la sangre que se ha enfriado en tus mejillas coloradas. Te quitarás las botas embarradas, o las madreñas, y correrás hacia el hogar donde bulle la marmita. Sentado ante el fuego, te sentirás como Vania o como el pequeño Sacha, a la par reconfortado por el aroma del guiso que se cuece lentamente —ese aroma a mejorana, a malagueta, a eneldo— y alarmado por el extraño olor a tocino rancio. Te acercarás a la olla; contemplarás extasiado las vetas blancas de la crema flotando sobre las verduras y no podrás evitar la tentación de probar un poquito de sopa con el cazo. Qué calentito está el borsch cuando uno llega del frío de la noche invernal.

Se acercará hacia ti el gato con esa mirada suplicante que el muy taimado pone para atraer la compasión de los niños. Buscarás entonces un cuenco y le pondrás una ración mayor —incluso— que la que te atreviste a servirte a ti mismo. El minino te lo agradecerá con un ronroneo, y poco a poco, acurrucado en torno a él, te quedarás dormido. Para entonces, yo estaré pensando en volver a casa, pero será muy larga la distancia y mi brazo estará cansado de tanto empujar el majo. Tanto tardaré, que el gato, olvidando a quién debe lealtad, te avisará para que escapes. Saldrás por la puerta pensando en desandar tu camino, pero no encontrarás huella alguna: mientras dormías, la casa habrá despertado y, echando a andar sobre sus enormes patas de gallina, habrá buscado el mejor lugar donde confundirte.

Aunque olvidó avisarte de tal circunstancia, mi familiar te habrá dado unas semillas y unas fórmulas, pensando que con ello lograrás despistarme.

Cuando llegue a mi humilde cabaña observaré con avaricia que falta un cacito de sopa. Veré también que está sucio el cuenco donde desayuna el gato. Y sentiré, sobre el olor del eneldo, de la malagueta y la mejorana, el acre pero dulzón olor de la tierna carne de niño. Justo el ingrediente necesario para añadir proteínas y sabor al guiso. Interrogaré al gato; amenazaré con echarlo a la sopa; suplicaré, rogaré, maldeciré y, finalmente, rendida, recordaré que mi casa es mucho más leal que cualquier animal de cuatro patas. Será cosa, pues, de pedirle que me indique el camino. Así sabré hacia dónde debo ir. Volveré a meterme en el mortero volador; obligaré al gato a ayudarme a remar entre la pálida luna y las oscuras nubes; daré un grito de alegría cuando te vea allá abajo, corriendo por los tortuosos senderos hacia lo más profundo del bosque.

Mi grito golpeará tu cuerpo como el martillo golpea el yunque, como la fusta golpea al potro. Se aflojarán se aflojarán; sentirás que tus dientes repiquetean como castañuelas. Sin embargo, conseguirás sacar fuerzas para arrojar tras tu hombro una semilla de piedra. De la dura semilla brotará un alto monte que tendré que majar en mi mortero; con ello, perderé toda la noche, y tendré que silbar para que venga mi casa a recogerme antes del amanecer.

Al día siguiente tú también estarás cansado, pero hallarás la manera de llegar al río, robar una barcaza y dejarte llevar a la deriva mientras el sol lucha por despertarte de la siesta. Desembarcarás ante un palacio. Una zarevna de rostro ovalado y rubios bucles vivirá en él, custodiada por una corte de comadres y dueñas ante las cuáles el adusto emperador de mirada ceñuda te parecerá el más simpático de los vejetes. Preguntarás a los aldeanos. Dirán que la princesita lleva años presa de una profunda tristeza, y que los cuatro heraldos del zar, enviados a las cuatro esquinas del mundo, han ofrecido su mano a quien la haga reír.

El gran duque Carol, de Polonia, le habrá traído un dragón amaestrado encontrado en los montes Tatra. Alexis, hijo del zar de Ucrania, tendrá para ella un oso danzarín que baila al ritmo de las canciones cosacas. El hijo del rey de Armenia habrá ofrecido un laúd que toca solo, fabricado con la madera del arca de Noé, embarrancada desde el fin del diluvio en la alta cumbre del Ararat. Un siberiano de piel amarillenta, que se dice descendiente de Kublai Kan, portará en su hatillo una cajita de jade con una danzarina minúscula que baila al son del trinar del pequeño ruiseñor posado en su dedo índice. La robó —dice— en la lejana Samarcanda. Pero ninguna de estas maravillas hará feliz a la princesa, que sin duda es una de esas zarevnas caprichosas y malcriadas que pueblan los cuentos de hadas.

Tú serás demasiado inocente como para pensar tal cosa, y mirando a la niña de rostro ovalado que pasa las tardes oteando por la ventana para tratar de alcanzar con su vista y sus suspiros a algún caballero andante, te darás cuenta de que está muy delgada y de que también lo están las dueñas malencaradas que la guardan y el padre de ceño adusto y los famélicos siervos y los terratenientes cuyas fincas cultivan. Por eso lanzarás sobre tu hombro la segunda semilla, una semilla dorada de maíz, de la que brotarán enormes extensiones de maíz y de mijo y de sorgo y de centeno y de cebada y escanda e incluso de trigo candeal que brotarán en unas horas como en el milagro del villancico.

La zarevna, que no es una niña caprichosa y malcriada ni suspiraba de amores y melancolía, sino que simplemente languidecía de hambre y de vergüenza de confesar que hasta la despensa real estaba vacía, comenzará a reír y a aplaudir y el viejo zar y las comadres no tendrán más remedio que preguntar quién ha sembrado los campos, para que la zarevna contraiga matrimonio, cumpliendo la promesa que proclamaron los cuatro heraldos. Un kulak de sonrosadas mejillas y un duque vestido de seda se disputarán tal honor contigo; pero tú dirás:

—Como prueba de que yo planté los campos, os traeré el gran majo de hierro de Baba-Yaga.

El anciano zar estallará en carcajadas; el kulak será presa de un ataque de tos; el duque sonreirá, malicioso. Solo la pequeña zarevna de rostro ovalado te mirará con ojos tiernos bajo sus bucles rizados, preguntándose cómo es posible que tan joven muchacho desee la muerte. Tú, en cambio, a esas alturas ya habrás calculado que solo es cuestión de tiempo que acabe de majar la montaña en mi mortero, y que cuando lo haga saldré de nuevo en tu busca, así que conseguir arrebatarme la mano del almirez no es solo prueba de tu valor, sino requisito indispensable para tu supervivencia.

Mientras tanto, el kulak habrá salido a pedir a su herrero que le forje un gran majo de hierro, largo como la pierna de una bailarina, pero fuerte como la pezuña de un buey. Y el duque habrá ido a Moscú a comprar un majo tallado en una piedra que cayó de las estrellas, duro como la cabeza de un campesino y extenso como la estepa rusa. Tú esperarás, cortejando a la princesa, paseando con una espiga en la boca y tus ojos en los de ella, hasta ablandar poco a poco los corazones de las duras guardianas y el adusto padre.

En esto, llegará el kulak con una gran cachiporra llena de óxido y dirá que es el majo de Baba Yaga. Pero tú, aunque nunca me has visto volar sabes, como todo el mundo, que Baba Yaga vuela montada en su mortero, agitando el majo. Por tanto, pedirás al rey que coloque al kulak en un gran mortero de moler trigo, en lo alto de las almenas, y que lo empuje al vacío, de forma que se compruebe si el kulak puede volar agitando el mazo. Y cuando el zar vea con sus ojos —con toda alegría, hay que decirlo: en toda la historia de los zares, ningún zar gustó de casar a su hija con un terrateniente sin títulos— que el mortero se estrella contra el suelo —no sin antes aplastar a su ocupante—, admitirá que sin duda el kulak era un pillo y un impostor, y lo tenía merecido.

Pero dos días después llegará a palacio el duque con su gran maza tallada en una sola pieza de aerolito. Y, aunque casi toda la corte estará de acuerdo en que un artefacto tan prodigioso no puede haber salido sino de la casa de patas de gallina que hay en el centro del bosque, tú sembrarás la duda sobre si es o no es una mano de mortero, dado que no se ven restos de harina pegados en su parte más gruesa. Será fácil resolver la cuestión: aunque el único almirez de palacio se rompió en no sé qué locura protagonizada por un kulak, si la gruesa vara metálica pudiera impulsar un mortero por los aires, con más facilidad impulsaría una barca por el ancho Moscova. El duque embarcará confiado —habrá elegido un tramo con bancos de arena— pero, aun así, el zar contemplará con resignación —qué mejor para una zarina que emparentar con un título, y si zares, kanes, reyes y grandes duques no han podido enamorarla, es deseable que por lo menos sea un pequeño duque quien se lleve su mano— cómo las aguas se tragan barca y ocupante.

Al día siguiente, el zar dará un ultimátum al candidato restante, al que habrá visto muy risueño estos días, como si fuera a salir corriendo, el calzón bajado y la princesa burlada, jactándose de su victoria.

—Pequeño niño de padres desconocidos: tus rivales nos han abandonado en tristes circunstancias, pero aún queda por probar que puedas traer el majo de Baba-Yaga. Dos días más te doy para traerlo. Al tercero, te echaré como alimento al foso del oso danzarín (el dragón murió de saudade añorando su lejana patria polaca).

A esto replicarás que no necesitas ir a buscar el majo, pues esta noche tu bábushka lo traerá. Y efectivamente, esa noche se escucharán truenos en lo alto del cielo, que adquirirá una consistencia espesa y oscura, como si una anciana desdentada estuviese machacando guisantes para hacer puré, sin haberlos cocido primero. Tú habrás salido del palacio —no deseas atraer atención sobre la zarevna— y estarás tumbado en el campo, mascando una espiga, disfrutando de una agradable noche de verano —pues habrán pasado meses desde que comencé a demoler la montaña—, impertérrito bajo los cumulonimbos y los truenos.

¡Ay, con qué gusto miraré tu carne tierna! ¡Ay, cómo disfrutaré al saber que voy a matarte antes de que goces de tu primer amor! ¡Ay, qué sabor dulce tendrá tu corazón, y cómo se teñirá de rojo mi borsch de remolacha al son de sus latidos!

Taimado, el gato se escurrirá de entre mis piernas, escapará del mortero volador y se internará en los campos de cereales. No es de reprochar: para entonces, llevará meses alimentándose de pura harina de roca montañesa y sin duda preferirá probar suerte en las bodegas del zar, quien dicen que alimenta a su oso bailarín con los pilluelos rollizos que le guiñan el ojo a la zarevna.

Es el gato quien te recordará finalmente que estoy al caer, y de hecho aterrizaré ante ti —en una nube de humo y puré de guisantes— instantes después de que te dé su último consejo.

—Bábushka —susurrarás con cara de susto—, ¿me cocinará con mejorana y ajo, o con eneldo y cebolleta?

—Con pepinillos y zanahoria encurtida —responderé, consultando mi viejo libro de cocina—, chucrut, patatas y salsa holandesa, en una ensaladilla manjar de zares.

Pero mientras me pongo las lentes y abro el grueso recetario y busco en el índice las mejores recetas ligeras para el verano, aprovecharás para lanzar sobre tu hombro izquierdo la última semilla, que hará crecer lianas y enredaderas, zarzas y lúpulo, parras y hiedra y toda suerte de plantas trepadoras que atraparán a esta pobre vieja mientras los soldados del zar salen de sus escondites y acuden, valientes y aguerridos, a descargar su furia a bayonetazos.

Tú, mientras tanto, habrás cogido subrepticiamente el majo; con gran pompa lo presentarás al sorprendido rey y le dirás que, para no ser menos que tus oponentes, también tú te aprestarás a probarlo. Arrastrarás ante el trono mi mortero (el único, ya, que queda en el reino). Tomarás prestado un momento el majo que acababas de ofrecer al monarca. En ese momento darás un silbido, señal para que la tímida zarevna salte al mortero, y tú tras ella, de modo que tu (de facto) suegro compruebe con sus propios y atónitos ojos cómo es verdad que el mortero de Baba-Yaga vuela si se toma uno la molestia de impulsarlo con el majo adecuado.

Celoso de su honor —más que del de su desvergonzada hija— el anciano autócrata enviará tras tu rastro un batallón de cosacos a caballo, un ejército de siervos reclutados a la fuerza, una legión de comadres ansiosas por cuchichear, bisbisear y murmurar al oído.

¡Ay! ¿Qué será de ti? ¿Cómo escaparás a la justa ira del enfurecido soberano? Mal cariz va tomando este cuento; pero he aquí que, lamiendo unos restos de guisante que restaban adheridos al fondo, el gato quedó de inesperado pasajero en el mortero y aun te habrá de dar otras tres semillas, a condición —claro está— de vivir en tu casa el resto de su vida a mesa y mantel, disfrutando —por lo menos— de tres comidas diarias.

Así que —amante de la simetría, como todo aficionado a los cuentos tradicionales— permitirás que sea la zarevna quien arroje tras su hombro las tres semillas que te entregó el minino.

Surgirá de la primera un verde prado donde el trébol y la alfalfa crecen hasta la altura de un hombre; tanto, que los jinetes cosacos demorarán un mes entero dejando pastar sus caballerías —poco a poco, pues es sabido que los caballos nunca están ahítos y podrían morir de indigestión si no se reprime su insaciable apetito—, hasta que la hierba esté segada, el campo libre y la senda expedita.

De la segunda saldrá un enorme campo de escanda, que crece tan alta que no candeal, sino maíz parece. Los siervos, recordando su previa condición de campesinos, demorarán un mes segando el trigo, trillando, aventando la paja, atando el heno y, sobre todo, moliendo el grano, haciendo pan y comiéndoselo —poco a poco, pues es sabido que los siervos nunca están ahítos y podrían morir de indigestión si no se reprime su insaciable apetito—, hasta que la escanda esté cosechada, molida, amasada, cocida y comida, el heno segado, apilado, seco y devorado por los caballos de los cosacos, el campo libre y la senda expedita.

De la tercera semilla saldrá un jardín romántico con sus parterres, su ría con puentecillos semicirculares, su gruta de rocalla y sus altos setos de aligustres. Las comadres, recordando su condición, se adentrarán entre los macizos de flores y cuchichearán, bisbisearán y murmurarán en los oídos de siervos y cosacos, y en cuchicheos y amores trazarán tal laberinto que nunca será el jardín podado ni el campo libre ni mucho menos la senda expedita, salvo para la lúbrica pasión de unas y otros.

Y, en fin, cuando —generaciones después— hijos mezclados de dueñas de alta alcurnia, campesinos, comadres y cosacos recuerden la obligación que sus antepasados contrajeron —perseguir a un sinvergüenza que le había levantado su hija al calzonazos del zar, usando un medio de transporte que parece sacado de los cuentos de Afanasiev—, pensarán sin duda que a esas alturas la zarevna y el pillo estarán ya muy lejos, y puede que incluso les haya dado por tener hijos; es más: pudiera ser acaso que ya tengan nietos.

Y es cierto que la zarevna y tú habréis llegado entonces a ese lugar de finales felices donde las perdices son tan abundantes que hay que escabecharlas para que no se estropeen y den olor de mesón manchego a la casa; allí, ofreceréis un plato de leche al gato —que morirá intoxicado, pues, como todos los gatos, es intolerante a la lactosa— y os dispondréis a disfrutar de la vida, no sin antes pasar por el aro que se inserta en el dedo anular, pues la zarevna es muy tradicional —y aun diría más: un poco estrecha— y se resiste a compartir el lecho conyugal sin la bendición previa del primer pope que pase por allí.

Será durante la ceremonia nupcial cuando, de repente, te darás cuenta de que yo que te cuento la historia soy la Baba Yaga que perturba tus sueños infantiles, y que no puedo contar la historia si estoy muerta. Y por eso te despertarás aterrorizado en medio de la noche y buscarás a tu lado a la zarevna de bucles rubios y rostro ovalado y, comprendiendo la razón de su ausencia, te dirás que todo fue producto de tu imaginación, de los blinis de arenque y del último de los cincuenta chupitos de vodka que trajinaste anoche, Y puede que algo haya de cierto en ello.

viernes, 6 de diciembre de 2019

La lengua como api

Soy programador ocasional. El fin de semana que no tengo visita familiar ni correcciones suelo dedicarme a programar tonterías en distintos lenguajes de programación para novatos: VBA, javascript, processing. Usar tantos lenguajes distintos y tan poco a menudo hace que progresar en cualquiera de ellos se me haga cuesta arriba. Y, cuando he llegado a arreglármelas, cambian el lenguaje... o por lo menos la api, ese conjunto de métodos que, sin formar parte de ningún lenguaje específico, son necesarios para hacer cualquier cosa útil.

Esta frustración de no poder aprender algo nunca del todo bien se da también en la lengua. Cuando yo entré a la universidad a principios de los 90, la ortografía que regía era anterior a la entrada de Fidel en la Habana (la famosa regla del acento en las mayúsculas no se metió en los ochenta: nunca se dijo que no tuvieran que llevarlo). La gramática era más antigua aún, pero existía un breve esbozo de los años 70 que funcionaba (contra la recomendación de sus autores) como base normativa. Treinta años después, ha habido un par de reformas ortográficas y gramaticales que se han materializado en la publicación de diccionarios de dudas, ortografías razonadas, gramáticas y otras obras de oneroso precio periclitadas antes de amortizarse.

Es cierto que la lengua cambia, y más en un período en que lo joven y lo nuevo han adquirido la autoridad que en tiempos anteriores pertenecía a la edad y la tradición. Pero como profesor de lengua, no puedo dejar de sentir que estoy transmitiendo a mis propios alumnos que es inútil tratar de conocer completamente la norma, pues la norma es inestable y líquida, sujeta a caprichosos destinos como las api de android, y que cualquier cosa que escriban o lean tiene ya fecha de caducidad como los chistes del WhatsApp, y que quizá por ello no merezca la pena dedicarle más atención que a tales divertimentos.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

El cuento del miércoles. Conflicto de intereses

Primero abandoné el blog para leer tonterías en facebook. Luego, para escribir microcuentos en twitter. Pero, aunque los microcuentos de twitter son una buena forma de practicar la escritura mínima, al final uno olvida cómo se escribe la ficción un poco más larga, de tres o cuatro líneas. Os acompaño el micro que preparé para el certamen de cuentos "Cuarto y mitad" de las bibliotecas de Madrid.

Quedé con ella en el mercado. Aprovecharía para comprar los ingredientes de unas berenjenas gratinadas cuya receta había leído en Vázquez Montalbán. No contaba con que encontraría puestos de sushi y algas, de cupcakes y cervezas artesanas, de tapas y burritos, pero ninguna pescadería donde comprar las quisquillas que la receta exigía. Buscando el puesto del pescado se me hicieron las doce y salí corriendo hacia la cafetería del mercado. “Nada más subir las escaleras”, me había dicho. Allí estaba, tomándose un expreso en claro desafío a los carteles que ofrecían batidos y smoothies. Musité una excusa y me acomodé junto a ella en la barra.

—No conocía este lugar —le dije—. ¿Viene mucho por aquí?

—De vez en cuando. ¿Ha conseguido las fotos?

Le pasé un sobre de papel Manila. Sacó de dentro unas instantáneas y las fue pasando sin que su mirada lánguida se detuviera demasiado tiempo en ninguna.

—Son buenas, pero esperaba encontrar algo más comprometedor. De todos modos, se las pasaré a mi abogado. Sabrá aprovecharlas.

—En cuanto a la minuta…

—Descuide. Extenderé un cheque. De la cuenta conjunta. Todavía estamos en gananciales.

—¿No sospechará?

—Prefiero que sospeche.

—Muchas gracias. ¿Sería mucho atrevimiento invitarla a cenar, ahora que su divorcio está más cercano?

Me miró de arriba abajo, como evaluando un cuerpo que nunca hubiera considerado digno de su interés. Torció el gesto por un momento, pero luego se iluminaron sus ojos y esbozó una sonrisa burlona:

—¿Por qué no?

Había sido una suerte no encontrar quisquillas. Una mujer como ella preferiría un solomillo al Oporto. O un chuletón tostado por fuera y crudo por dentro. Pasé por la carnicería y después paseé —el paquete sangrante en un brazo, ella en el otro— hasta el loft que me servía de oficina y vivienda. Jugueteó con la ensalada de rúcula y pasas; cambió su gesto cuando llegó a la mesa el solomillo. Aplicándose en el manejo del cuchillo, cortaba pedacitos que hacía desaparecer entre sus caninos, masticándolos después lentamente en un éxtasis de glotonería. Usó de la misma mezcla de minuciosidad y gula cuando me devoró sobre la mesa de la cocina. Se vistió y dijo que salía a fumar un cigarrillo. No había razones para que nos volviéramos a ver. Fregué los cacharros; recogí los restos que nuestra precipitación había estrellado contra el suelo; limpié la cocina y me dispuse a echar una cabezada en el sillón del despacho. Fue entonces cuando sonó el teléfono.

—Ha bordado el papel. Las fotos son estupendas. El abogado se ha entusiasmado cuando ha visto esa en que están los dos en la cocina.

—¿Y qué hay del cheque?

—Se lo envío por mensajero. Por cierto: no cobre el de mi mujer. Podrían acusarle de comportamiento antiético.

miércoles, 20 de noviembre de 2019

Cuento del miércoles: Lluvia

Fuera está lloviendo, pero dentro no estás mucho mejor. Siguiendo las recomendaciones de los expertos, programaste el termostato a veinte grados: en el sofá, junto a la ventana, hace diecisiete. Te hielas bajo las mantas, la chaqueta, la camisa y la camiseta térmica. Te hielas incluso con el ordenador sobre las rodillas. Intentas escribir, pero la inspiración te ha dejado; así que te pones a preparar un examen. Pero después de pasar dos horas redactándolo sigues sin ideas y helado. Quisieras tomar un chocolate caliente, o al menos un cacao, pero no queda leche en casa. Qué pereza ir a comprar. En la calle, sigue lloviendo. Te calzas con botas y bajas al súper. Leche. Y ya puestos, bizcochos de soletilla. Pero los encuentras, así que te tienes que conformar con bizcochos de huevo. Añades a la cesta harina y azúcar para hacer magdalenas. Llegas a casa con tu carga. Preparas la receta tratando de usar, como insiste el recetario, cantidades exactas. Pero quién mide 45 centilitros de leche con un medidor que va de cincuenta en cincuenta. Quién enrasa una cucharadita y media de levadura, si sale un montón del sobre cuando por fin sale. Al final, hay que hacerlo todo a ojo.

Mientras la mezcla se hornea, limpias todo, te tomas el chocolate untando los bizcochos de huevo, vuelves a recoger, pones la tele. Sigues sin inspiración, pero algo has de pensar. Y, finalmente, escribes sobre la lluvia que moja las calles y sobre tu inspiración seca.

miércoles, 29 de mayo de 2019

Cuento del miércoles. Café.

Estoy de muy mal café porque he perdido la tarde peleando con hojas de cálculo para los alumnos, que no lo van a agradecer. Pero, aun así, intentaré escribir algo rápido para este cuento del miércoles. La idea base del cuento la pensé ayer...

En mi café, la espuma ha dibujado la figura de un barquito. Con un poco de imaginación puedo ver al capitán calentándose con una taza de café, en un extraño mar de color marrón donde las olas forman montañas de espuma. El capitán sopla su café y se forma el dibujo de un navío abriéndose camino entre los blancos témpanos polares y la oscura noche del invierno ártico, los ateridos marineros calentándose un café en que prosigue la mise en abyme de esta ensoñación, de la que me saca el repentino movimiento del suelo. El crucero donde viajo acaba de sortear, con brusco viraje, lo que parece un terrón de azúcar.

Podidos

Antes los publicistas eran auténticos maestros en el arte de seleccionar palabras. Este año me llamó la atención que el PSOE ganase las elecciones con un lema tan absurdo como «haz que pase» —que significa tanto 'haz que suceda' como 'Haz que no me importen vuestros problemas'—, pero más me extrañó que la derecha no hiciera bromas a propósito de este doble sentido no buscado.

A este respecto, sería interesante fijarse en el nombre de un partido que ha sido prácticamente destrozado en las elecciones. El nombre de Podemos está claramente inspirado en aquel eslogan de Obama, «Yes, we can», pero al elegirlo no se ha tenido en cuenta la homonimia entre podemos presente de indicativo del verbo poder, 'somos capaces, tenemos el poder' y podemos presente de subjuntivo (a menudo con valor imperativo) del verbo podar, 'recortemos, eliminemos lo que es innecesario'.

Y también es, para quienes tengan memoria, un eufemismo. Del mismo modo que yo en mis clases digo «¡miércoles!» para no ofender los oídos de esos muchachos que están todo el día con —la ¡verga!— en la boca, recuerdo haber oído muy de niño el verbo poder sustituyendo a otro que comienza por jota. Y también se lo oí a gente mayor, no tan niño: Herminia, la vieja librera de mi barrio —tendría cien años si siguiera viva—, decía «¡poder esto!, ¡poder lo otro!» cuando se hallaba irritada o sorprendida.

En definitiva, a Podemos lo han podido. Lo han podido sus escisiones, que en buena ley habrían de llamarse efluencias o efluvios en simetría a las confluencias que le dieron el poder. Lo han podido los partidos de ultraderecha, que han sembrado el terror entre la izquierda, llevándola al voto útil para crear una barrera en los ayuntamientos que, sin embargo, la ultraderecha ha saltado. Y lo han podido, finalmente, las políticas reales que han demostrado que (el) poder, corrompe; incluso a Podemos: la corrupción de los ideales, la corrupción de las esperanzas, ha podido mas que la corrupción ética y económica que se perseguía en el adversario. Quizá por eso los curas dicen que poder es pecado...

jueves, 16 de mayo de 2019

Va solo a la feria... (cuento del miércoles en jueves)

Va solo a la feria. Debería sentirse, —y seguramente se sienta— extremadamente aislado entre toda esa multitud de familias con niños, de novios adolescentes y no tan adolescentes, de vecinos del barrio de toda la vida.

Va allí a hacer fotos, aunque tiene cuidado para no robar la imagen de nadie. Pretende retratar la fiesta sin retratar a la gente, algo tan absurdo como retratar la ciudad sin retratar a quienes la habitan.

Se cruza con lateros, con vendedores de salchipapas y de humitas con puestos de buñuelos, de churros y de palomitas, de kebab y de patatas asadas. Madrileños de todos los orígenes se han juntado en la pradera, y a ninguno le parece extraño verle solo. Solo a él mismo.

jueves, 9 de mayo de 2019

Viento (cuento del miércoles en jueves)

Fuera, el viento azota las ramas de los árboles y hace flamear los toldos. Las autoridades han pedido que no se salga; los madrileños, oculto el sol de ayer por las repentinas nubes, han dejado de pasear, sí, pero no de acudir a sus ocupaciones.

Al volver a casa del trabajo, el suelo de mi salón estaba lleno de papeles revueltos que casi llegaban a la cocina americana. Sin duda olvidé cerrar la ventana tras airear la casa. Los recojo y los ordeno pacientemente. Entre las hojas aparece un curioso mensaje. Algún alumno lo colaría, sin duda, al entregarme su examen, para hacer la gracia. “El aire lleva sangre.” Un mensaje tonto y poco original.

Corrijo unos pocos exámenes. El vecino tiene la tele a todo trapo: no dejo de escuchar extraños alaridos y golpes. Tengo que taparlos con algún disco, y solo llevo en mi móvil el de una rapera bosnia. Será suficiente para mantener la concentración, a menos que empiece a seguir las letras, claro.

Después de un rato, dejo de percibir la ruidosa tele. Voy, poco a poco, cogiendo el ritmo. Ya comienzo a buscar directamente los errores comunes en las respuestas. Otro que escribe “preposición” por “proposición". Cuántas veces habré insistido...

En estas estoy cuando a los del bloque de la esquina les da por gritar. Gritan por cualquier cosa: que si a la niña la han pedío, que si el pequeño estaba gateando en la acera y casi cruza cuando ha pasado un coche… la policía pasa largos ratos poniendo paz en sus peleas. Tendré que ponerme los cascos. Lo malo es que entonces seguro que canto. “… I got it all I got it all boy / Let me your ultimate girl...” Ya esta, ya he perdido la concentración. Me levanto, voy hacia el fregadero para beber un poco de agua y al volver a la mesa miro por el cristal de la ventana. ¿Qué les pasa a estos, que no callan?

Como no veo muy bien, subo del todo los estores y abro la hoja lateral. Entonces noto algo, como un polvo arenoso que se me mete en los ojos. Vuelvo el cristal, pero encuentro la oposición de la fuerza del viento y la arenilla que obstruye el marco. Aunque empujo con todo mi cuerpo, no consigo cerrar. Y entonces me doy cuenta de que la arenilla va adquiriendo cierta consistencia y parece resistirse más a mi esfuerzo cuanta más presión ejerzo.

Salgo corriendo de la habitación y cierro la puerta según la cruzo. Acabo de quedarme sin mi cocina; afortunadamente, dadas las exiguas dimensiones de mi apartamento tengo parte de mi despensa bajo la cama. Y puedo beber agua en el lavabo… Miro la puerta del salón. A través del cristal, veo la arenilla rascando insistentemente, como buscando un paso. Por si acaso, cubro con toallas las rendijas. Aun así, la puerta parece endeble. ¿Será mejor esconderse en el dormitorio, o debería salir del piso? La mirilla muestra hilos grises en el descansillo de la escalera. Hoy es jueves; habrán dejado las ventanas abiertas tras fregar la escalera.

Me meto en el dormitorio y cierro la puerta. En algún momento tendrá que parar esto. Me envuelvo en las sábanas; intento dormir. Es imposible. Pongo la radio. Todas las emisoras están en silencio. Definitivamente, no es mi día. De pronto, oigo cristales rotos. Seguramente se habrá roto la puerta del salón. Pienso ahora que es una lástima no haber tenido la idea de refugiarme en el baño. Es muy pequeño, pero podría beber agua u orinar. Según viene ese pensamiento, acude también la urgencia. Ya es demasiado tarde. Esperemos que esto acabe pronto.

Un golpeteo constante contra mi puerta lo confirma. Aunque no tiene espejo, la hoja no es mucho más resistente. No sé qué será peor: abrir la puerta para abrazar una muerte rápida o mantener la esperanza de que el refugio resista mientras se aguarda el final. Entonces pienso en el arcón de la cama, donde quizá aquello no ne encuentre... ¿podré respirar ahí dentro?

jueves, 2 de mayo de 2019

Si el diablo no tiene quehacer... (cuento del miércoles en jueves)

Estaba el diablo matando moscas cuando lo llamó Iván.

—Diablo —dijo Iván—, el otro día dijo usted que me haría un favor a cambio de mi alma. ¿Cree que podría ayudarme a limpiar la pocilga?

—Claro que sí; eso es pan comido. —El diablo se frotó las manos pensando que por fin lograría corromper la última alma inocente del pueblo.— Solo tienes que firmar aquí.

Mostró a Iván una tarjeta. Encima de ella se veía lo que incluso el doctor de la lejana capital de distrito hubiera tomado por huellas de mosca. Perfectamente alineadas y paralelas, eso sí.

—Yo no sé firmar —dijo el campesino.

—No importa; cualquier marca valdrá.

—Pero usted no pretenderá engañarme, ¿verdad? Cuando yo firme, usted limpiará la pocilga. Así podré meterme con la limpieza del gallinero.

—Claro, claro. ¿Has visto alguna vez un diablo que no cumpla su palabra?

—Repita conmigo: "¡Que me vaya al infierno si engaño a Iván Ivanovich!"

—¡Que me vaya al infierno si...!

El diablo desapareció en una nube de humo. Iván Ivanovic se quedó rascándose la cabeza y pensando lo que era capaz de hacer la gente por no tener que limpiar la pocilga.



Este cuento está basado en el conocido cuento de Iván y los diablos, que traté infructuosamente de versionar en otra ocasión.

domingo, 28 de abril de 2019

CARNÉS, Luisa: Tea Rooms. Mujeres obreras (novela reportaje)

CARNÉS, Luisa: Tea Rooms. Mujeres obreras (novela reportaje). Madrid, Asociación de Libreros de Lance de Madrid, 2014. XVI+224 págs., 23cm
ISBN:
978-84-934382-7-2
Descriptores:
Narrativa española del siglo XX. Novela social. Feminismo.

Una compañera de trabajo trajo a una reunión de departamento, hace unos meses, este libro escrito por una de esas autoras silenciadas por la historia y prologado por un antiguo profesor de nuestro instituto al que yo no llegué a conocer. Ayer lo vi en la caseta institucional de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión [de Primavera] de Madrid y me abalancé sobre él.

Luisa Carnés, de familia humilde, fue sombrerera aprendiza, mecanógrafa, dependienta de salón de té y finalmente periodista gracias al éxito de esta su tercera novela. Toda esa experiencia vital se condensa en una novela que describe la vida de las trabajadoras en el Madrid de los años 30, sin caer en los tópicos y anacronías en que caen frecuentemente las reconstrucciones de esa época.

La novela tiene aciertos y fallos. Entre los aciertos, el protagonista coral, con párrafos que, escritos en los años 30, parecen sacados de La Colmena:

El muchacho que trae el género llega cada mañana y cada tarde con dos o tres tableros encima del rodete de fieltro obscuro que se pone sobre la cabeza. El muchacho que trae el género es bajito, muy delgado y tiene la nariz ganchuda como la de un loro y una boca ancha, de dientes blancos e irregulares.

Compárese la construcción del párrafo anterior con este de Camilo José Cela:

El gitanito, a la luz de un farol, cuenta un montón de calderilla. El día no le dio mal: ha reunido desde la una de la tarde hasta las once de la noche, un duro y sesenta céntimos. Por el duro de calderilla le dan cinco cincuenta en cualquier bar: los bares andan siempre mal de cambios.

El gitanillo cena, siempre que puede, en una taberna que hay por detrás de la calle Preciados, bajando por la costanilla de los Ángeles; un plato de alubias, pan y un plátano le cuestan tres veinte.

Quizá vosotros digáis que en el ejemplo de Cela hay un elemento social que en el de Carnés no está; pero el uso del presente y la repetición innecesaria del sujeto me han traído a la cabeza inmediatamente ese ejemplo.

Otra de sus "luces" es la descripción completamente naturalista de la vida femenina. En los libros naturalistas o de realismo social que había yo leído hasta el momento, nunca me había encontrado una descripción de una mujer que oculta su embarazo en que hubiera detalles como el ensanchamiento y oscurecimiento de las areolas. Luisa Carnés no tiene ningún pudor en contar esas cosas de las que entre mujeres se hablaba, pero que seguramente se evitaba comentar cuando la obra iba dirigida a un público masculino.

Entre las sombras, un panfletarismo evidente (en el último capítulo se ponen en boca de la oradora de una manifestación las opiniones de la autora sobre la necesidad de un cambio social), el folletinismo (se acaba incurriendo en tópicos como la mujer echada al arroyo y convertida en prostituta, o la joven de buena familia que queda en estado a causa de un sinvergüenza).

También perjudican a la autora el laísmo, el uso incorrecto del imperativo (no solo en los diálogos), la confusión entre los parónimos actitud ~ aptitud y otros fallos gramaticales que estropean algunas de sus páginas.

Sin embargo, recomendaría esta novela encarecidamente a la gente que quiera conocer cómo era la vida de sus abuelas; a esa gente que ha leído con gusto Barrio de Maravillas e incluso a quienes siguen series como Las chicas del cable

miércoles, 24 de abril de 2019

El cuento del miércoles: El volumen de la academia

Después de haber recorrido infinidad de mercadillos, después de haber fatigado incontables librerías de lance, después de haber recabado información en innumerables bibliotecas, nunca pensó Augusto que encontraría el Libro tan cerca.
Fue gracias a aquel insensato que osó traspasar la puerta de vidrio esmerilado donde aparecían, rotuladas a pincel, las palabras “Augusto Heredia, Abogado”. Es probable que aquel viejecillo escuálido estuviera buscando otro despacho y no el suyo, puesto que el caso que le expuso no era, de ninguna manera, su especialidad y que, además, se le requería una resolución urgente. Sin embargo, no podía permitirse perder ningún cliente. Así que se acercó a la Academia de Jurisprudencia para examinar los detalles del caso, que implicaba, quizá, el recurso a una vieja norma que nunca había sido totalmente derogada. Y al abrir las páginas de un grueso volumen en que se encuadernaban varios números del Boletín, descubrió el texto en letra uncial del Appendix Adalberti.
El local estaba sumido en una penumbra solo rota por su lamparilla de lectura. El viejo bedel, mutilado de alguna de las numerosas guerras que habían asolado el país en el último siglo, dormía la siesta sobre un volumen de la constitución del 48 mientras su cigarrillo, apoyado descuidadamente en un cenicero, dejaba una estela grisácea flotando en el aire. Augusto introdujo el volumen en su maletín, se deslizó en el almacén de la biblioteca y, tras recolocar los libros en el estante para disimular el hueco, dejó el número siguiente sobre el mostrador, con una nota en que explicaba que no había querido perturbar el descanso de quien lo atendía.
No pudo esperar al día siguiente. A pesar de que el reloj había dado ya las ocho y la negrura era absoluta en el cielo de diciembre, se encaminó al añejo edificio de oficinas que albergaba su destartalado despacho. Vació la mesa de papeles, ficheros, máquinas de escribir: todo lo arrojó a un lado para poder apoyar el voluminoso códice sin causarle ningún perjuicio. Encendió la lámpara del escritorio. Tomó una gruesa lupa para poder comprobar si en algún lugar se había enmendado una letra, y se aseguró de tener a mano el reactivo de agalla de roble que había preparado años atrás en espera de este día. Entonces se inclinó sobre el volumen y leyó, leyó con voz cada vez más profunda aquellos siniestros hexámetros en que un monje desconocido había querido enmendar la obra del gran Adalberto.
Todo estaba en silencio a su alrededor, hasta tal punto que los crujidos del entarimado, a los que en otro momento no habría prestado atención, se hicieron siniestramente evidentes. Las tuberías de calefacción chirriaban al contraerse mientras el gélido clima de la ciudad iba ganando la batalla a las ascuas que, en algún oscuro sótano,  humeaban bajo la caldera. El viento azotaba las paredes haciendo ondear furiosamente las colgaduras que anunciaban, en el piso superior, la presencia de una academia de mecanografía. Y el vidrio esmerilado de la puerta dejó ver una luz que avanzaba por el pasillo.
Entonces, Augusto detuvo la lectura, apagó la bombilla y esperó. Unos pasos se acercaron desde su derecha y volvieron a alejarse por su izquierda. Era sin duda el conserje en su ronda nocturna, comprobando que ninguno de los estudiantes de la academia hubiera bajado a husmear por los pisos inferiores. Sí, eso debía de ser, pues el techo comenzaba a sonar con el ruido atronador de las sillas al moverse y un tableteo al que no había prestado atención, acostumbrado como estaba a él, se hacía cada vez más evidente.
Pensó en volver a encender la luz, tomar su sombrero y su abrigo y dirigirse a la pensión en que vivía. Era ya tarde y se iba a perder la cena. Aunque sentía una vaga opresión en el estómago que le había quitado el apetito, no quería exponerse de nuevo a la cháchara sermoneante de la patrona. Sí; probablemente eso sería lo mejor.
Aún a oscuras, se inclinó sobre el libro para cerrarlo y percibió una vaga fosforescencia que dibujaba nuevos perfiles bajo los antiguos caracteres. Era un nuevo misterio que tendría que explorar; quizá con una cámara fotográfica. Podría pedir una a don Fernando, si llegaba a la pensión antes de que se hubiera acostado.
Recogió todo rápidamente y salió del edificio. Tras sí llevaba una sensación de alerta similar a la de aquel que siente que ha olvidado una luz encendida, un grifo goteando, la llave del gas abierta, un cigarrillo mal apagado sobre una pila de papeles. ¿Hacía bien en dejar aquel tomo en su despacho? Aunque aquello le inquietaba, sabía que sería peor llevarlo a la pensión, pues podría suscitar perversos comentarios.
Cuando por fin llegó a la pensión, hacía mucho que se había recogido el comedor. Se metió silenciosamente en su cubículo y aguardó entre sueños febriles y agitados a que sonara el timbre del despertador. Desayunó silenciosamente bajo la fiera mirada de la patrona y solo se atrevió a abrir su boca cuando vio que don Fernando aparecía en el umbral de la cocina. Acordó entonces el préstamo de una cámara, para lo cual pasaría a media tarde por el establecimiento del fotógrafo.
Pasó la mañana buscando información para su cliente, lo que impidió que aprovechase la luz solar para examinar con detalle el libro. Además, aquella fosforescencia aparecería solo en la penumbra nocturna. Acudió de nuevo a consultar el Boletín, sin que el Bedel le hiciera observación alguna. Consiguió finalmente consultar la ley que había buscado el día anterior, concluyendo el trabajo a tiempo. Comió un bocadillo de sardinas, cuidando de no manchar su gastado gabán, y  salió para su despacho. Después de recibir a su cliente, pudo por fin dirigirse al estudio fotográfico,  de donde regresó con un trípode, una Voigtländer y consejos para  fotografiar con poca luz. De vuelta a la oficina se percató de la ausencia del libro sobre el escritorio.
Desechó la idea de que su cliente lo hubiera robado, pues no llevaba cartera y se cubría con un escueto abrigo bajo el cual no podía haber escondido aquel voluminoso tomo. Así pues, solo quedaba la posibilidad de que estuviera en algún otro lugar del despacho. Pero, por más que revolvió entre los papeles de su mesa, los ficheros de los rincones, los anaqueles de las paredes, no tuvo más remedio que darse por rendido y volver a la pensión, desesperado.
Agradeció durante la cena el préstamo de la cámara, pero aclaró que no habría que revelar ninguna foto, ya que se había extraviado la pieza que pretendía fotografiar. No quiso decir más, pero ante la insistencia de los comensales añadió que se trataba de un antiguo libro, reliquia prestada por uno de sus clientes, en la que había encontrado una inédita recopilación de fazañas que podría tener interés para su tesis, en caso de que decidiera retomarla algún día. Con ello, la conversación se desvió hacia la preocupante decadencia de los estudios históricos que debían mostrar al mundo el pasado esplendor de nuestra patria; para cuando llegaron al postre, todos habían olvidado  la existencia de aquel libro.
Al día siguiente, un asunto pendiente llevó a Augusto de nuevo a la Academia. Después de haber examinado todas las sentencias pertinentes para el caso que le había conducido hasta allí, tuvo el capricho y la osadía de despertar al bedel y pedirle el mismo volumen del Boletín que, días atrás, había robado de la biblioteca.
Esperó un rato en la mesa de lectura, divertido ante la evidente incapacidad del hombrecillo para localizar un libro que no estaba allí. Pero, tras un cuarto de hora de espera, y cuando ya le iba a gritar a través de la puerta del depósito que no se molestase, que no era tan urgente, apareció el mutilado de guerra con el grueso volumen, aclarando que no estaba en su sitio, sino en la mesa donde se dejaban los ejemplares devueltos.
Le preguntó si recordaba quién había sido el último en pedírselo. No estaba muy seguro, pero solo dos personas pasaban asiduamente por aquel lugar. Aparte de él, el otro habitual era un viejecillo escuálido que solía vestir un abrigo que le quedaba pequeño.
No era aquella una ocasión propicia para sustraer de nuevo el Appendix. Así que, después de anotar en su libreta los pasajes que llamaron más poderosamente su atención, volvió al despacho y buscó en el fichero los datos de su cliente, aquel anciano que encajaba perfectamente en la descripción hecha por el bedel. La ficha había desaparecido, junto con todas las averiguaciones del caso en que pudieran haberse hallado pistas que permitieran localizarle.
Augusto volvió a su pensión, donde durmió un sueño inquieto plagado de horrores nocturnos. Y por alguna razón no le extrañó saber, al salir a la calle a la mañana siguiente, que el viejo edificio de la Academia había ardido por los cuatro costados, junto con el insensato bedel que se había dormido sobre los libros con una colilla en la boca.
Es sabido que este mundo está lleno de misterios irresolubles. Algunos pueden deberse a la casualidad; otros hacen que los mortales se pregunten si alguna deidad maligna juega con dados cargados a la hora de construir el universo. Bajo un mismo avatar, una potencia condujo a los mortales hacia el tomo prohibido y otra lo arrebató de sus manos. Averiguar cuál de las dos sea la piadosa y cuál la perversa se halla más allá de nuestra humana comprensión... a menos, claro está, que a nosotros también nos sea permitido echar un vistazo al Appendix Adalberti.
Este cuento fue enviado el 27 de diciembre de 2014 al concurso de Noviembre Nocturno, donde fue rechazado.

viernes, 19 de abril de 2019

KEN Liu: Planetas invisibles. Madrid, Alianza (colección Runas), 2017. 379 págs., 21cm
ISBN:
978-84-9104-833-6
Descriptores:
Ciencia ficción. Narrativa china. Relato breve. Distopías. Robots.

Ken Liu es un autor de ciencia ficción que ha tenido una intensa labor como traductor de obras chinas en Estados Unidos. Este volumen está concebido como una introducción a la CF china dirigida a lectores estadounidenses, y una de sus carencias es que, aparentemente, se ha traducido la obra entera desde el inglés, adaptando pasajes de los cuentos a la cultura estadounidense (como ejemplo: se han sustituido las medidas tradicionales chinas por equivalentes estadounidenses, cuando para el español son tan exóticas unas como las otras).

El volumen incluye trece narraciones de seis escritores, precedidos de una introducción del compilador y seguidos por tres ensayos escritos por autores de los cuentos antologados. Las referencias constantes a "autor", "autora" en los siguientes párrafos tienen la finalidad de indicar el sexo de los diferentes creadores.

Del autor Chen Qiufan, me quedo con el primero de los tres cuentos antologados, "El año de la rata", una historia apocalíptica en que los graduados de la universidad, en paro, son movilizados en una guerra brutal contra ratas gigantes. Los otros dos relatos del mismo autor hablan también de futuros apocalípticos y cercanos: "El pez de Lijiang", sobre una ciudad turística cuyos habitantes reales han sido sustituidos por robots de parque temático; "La flor de Shazui", sobre una mujer maltratada en un entorno marcado por la especulación inmobiliaria. El primero es el menos oscuro de los tres (a pesar de todo su pesimismo) y el más cercano a la CF de aventuras.

De la autora Xia Jia aparecen tres relatos muy evocadores: "Cientos de fantasmas desfilan esta noche", "El verano de Tongtong" y "El paseo nocturno del dragón equino". Los tres crean atmósferas cargadas de melancolía: en el primero y el último los protagonistas son muñecos de feria humanizados que cuentan sus historias cuando ya no hay humanos en el mundo; el segundo, mi favorito, plantea una interesante solución para el problema de los cuidados en la cada vez más envejecida sociedad china.

Ma Boyong es el autor de "La ciudad del silencio", una distopía sobre un régimen totalitario que controla todo lo que dicen sus ciudadanos. Incluye referencias explicitas a 1984 y plantea el peligro de estar llegando a una sociedad en que los mecanismos tecnológicos de control del pensamiento sean peores que en el libro de Orwell.

Hao Jingfang es autora de dos cuentos muy distintos: "Planetas invisibles", que da título a la antología, es una poética colección de hipótesis (más filosóficas que científicas) sobre distintas versiones de la vida en otros mundos, al modo de las "ciudades invisibles" de Ítalo Calvino. "Entre los pliegues de Pekín", ganador de un Hugo, plantea la idea de una ciudad superpoblada en que no solo el poder adquisitivo o el espacio de vivienda, sino también el tiempo en el que se vive diferencian a unas castas de otras.

Tang Fei es la autora de "Chica de compañía", un relato más fantástico que de CF sobre una adolescente que proporciona placeres a millonarios.

"La tumba de las luciérnagas", obra de la autora Chen Jingbo, también está más en la fantasía que en la CF. Su historia es un encaje de leyendas en que la distinta velocidad del tiempo en distintos lugares resuelve una vieja historia de amor. Todo es sumamente confuso y se me hizo muy cuesta arriba su lectura.

Liu Cixin es el buque insignia de la CF china. De él se incluyen dos relatos: "El círculo", adaptación de un capítulo de la novela El problema de los tres cuerpos con que ganó un Hugo en 2015, y "Cuidando de Dios". El primero de los relatos se me hizo demasiado inverosímil por la aparición de conceptos que creo anacrónicos. Demasiado recurso a la aritmética decimal (¿se usaba en China?), y a las operaciones booleanas con sus nombres ingleses. Como construcción literaria, por lo demás, es perfecta la trama. Pero le da mil vueltas "Cuidando de Dios", que es una vuelta de tuerca a las creencias en la panspermia y los alienígenas divinizados tipo "El fin de la infancia" de Clarke, con un elemento humorístico evidente y un uso muy inteligente del distinto flujo del tiempo a velocidades cercanas a la de la luz. Los "dioses", extraterrestres longevos que han sembrado la semilla de la vida, han perdido todo contacto con la tecnología y no pueden reparar sus naves. Por eso descienden sobre la Tierra y piden ser acogidos por familias humanas a cambio de la información en sus computadoras. El problema es que hay millones de ellos. Es una buena reflexión sobre el problema del envejecimiento y una metáfora sobre como las nuevas generaciones chinas se ven traicionadas por las antiguas.

El conjunto es un interesante muestrario de las voces de la ciencia ficción en esa tierra de ciencia ficción. Ojalá alguien en Estados Unidos haga una antología similar de autores hispánicos vivos...

miércoles, 10 de abril de 2019

El cuento del miércoles: Diana

A Diana le gustaba jugar. Te agarraba la mano fuerte, sentada frente a ti en la cafetería, y te decía que vagaba desnuda por los bosques, o que el perro del vecino se alimentaba de carne humana. Todo con aquellos ojos azules clavados en los tuyos y aquellos labios carnosos hablando en susurros, solo para tu oído. Y claro, no podías sino creerla por unos momentos, con absoluta confianza, sin sorpresa ni horror. Luego, esbozaba esa sonrisilla en que mostraba sus dientecillos ligeramente desalineados y se iba a la barra a pedir otro smoothie, libre de culpa o remordimientos.

Yo soñaba con ella (oh, sí, soñaba tórridamente con ella aunque no tuviera ninguna esperanza) y me hubiera gustado ser la protagonista en alguno de sus aquelarres. Pero mi amiga no podía compartir su vida con nadie, a pesar de tantos que se le arrimaban como moscones en la discoteca y de tantas que suspirábamos al verla. Pasaba largas temporadas aislada del mundo, sin ver a las amigas ni coger el teléfono; cuando decidía dejarse ver, siempre era ella la que llamaba y, por alguna razón, resultaba inevitable acudir a las citas: las estudiantes olvidaban sus exámenes, los enfermos sanaban, las casadas colocaban a sus maridos y a sus hijos. Se hacía tan escasa, tan necesaria, que llegué a plantar a Sandra el día de nuestro aniversario por un solo cuarto de hora con Diana en un local infecto. Pero mi novia es tan despistada, que no creo que se apercibiera.

A pesar de que en ocasiones Diana se comportaba de manera huraña, hay que reconocer que era extremadamente generosa en los intervalos en que se le hacía grata la compañía de los seres humanos. A veces, nos invitaba a la cabaña del bosque. Amaba la caza. Yo tengo muy mal pulso, pero a Sandra se le daba muy bien. Se había criado en un pueblo donde cazar era el único entretenimiento en el largo invierno. A mí me hacía sentir orgullosa. A otras amigas (Leonor, que dejaba a su marido en Madrid; Alba, que se traía a su hija de trece años) les daba reparo acabar con la vida de los animales. Pero yo hubiera participado en la cacería, de tener puntería. Diana nos enseñaba a respetar las piezas, a matar con el menor dolor, a aprovechar toda la carne, pero dejando siempre su parte a los buitres y los lobos. Sandra siempre dijo que era una tontería, que al hacerlo propagábamos enfermedades, pero para nosotras dos era importantísimo mantener el ritual, presentar nuestros respetos al animal y ofrecer sus entrañas en sacrificio antes de desollarlo. Diana, supongo que lo ya dije, se creía un poco bruja.

Tampoco penséis que cazásemos de manera compulsiva: un venado, como mucho dos si nos quedábamos quince días de vacaciones y se juntaba un grupo más grande —siempre sin hombres; ella decía que eran demasiado haraganes y que invitarlos era condenarse a pasar horas recogiendo colillas y latas de cerveza del suelo—. La diversión estaba en rastrear, en acechar, en elegir la presa más débil para asegurar la continuidad de la manada. Elsa, la hija de Alba, decía que estábamos enfermas: ella prefería practicar con el arco (un arco tradicional, sin resortes ni contrapesos) y disparar sobre animalitos de poliestireno expandido, bajo la atenta mirada de su madre. Solo salía con nosotras si le prometíamos que aquel día no cazaríamos ni una simple paloma.

En realidad, nos encantaba seguir los rastros de los animales aunque no llevásemos ni escopeta ni cámara. Sandra rastreaba muy bien, pero Diana conocía criaturas que las demás ni siquiera sospechábamos las demás: pequeñas orugas, insectos que anidaban en los troncos de las hayas, pequeños tritones en la cabecera de los arroyos… Y, por supuesto, numerosas especies de aves y de mamíferos.

Una vez vimos una escena terrible. Uno de los venados, un magnífico macho de doce puntas, era perseguido por una jauría de mastines. Nos mantuvimos a distancia, pensando que habría un cazador cerca; pero cuando el ciervo quedó atrapado en el cañón del río, no se oyó ninguna escopeta: los perros se lanzaron sobre él y lo devoraron. La escena siguió en mi cabeza por días y me produjo pesadillas durante semanas. Diana lo sabía (Diana siempre sabía esas cosas) y hurgaba en la herida con la malevolencia de un dentista de película de terror.

El caso es que no hace mucho he pensado en algo que sucedió antes de aquello, algo que el horror de los hocicos hurgando en las entrañas del venado —ese animal que todavía palpitaba de dolor bajo sus fauces— había conseguido hacerme olvidar hasta hace poco. Fue un suceso de esa misma mañana, quizá. Por lo menos, no más lejano que el día anterior, pues aquella vez nuestro viaje había durado un simple fin de semana, y no un puente entero.

Hacía un calor poco habitual para la época. Habíamos estado practicando con el arco, pues Elsa había leído en alguna parte que las flechas silenciosas y afiladísimas producían el desangramiento del animal sin sufrimiento alguno. Como solamente la niña, que se negaba a matar animales, sabía tensar el arco, le pedimos que nos diera unas clases. La verdad es que aquella arma me dio miedo; no tanto por la posibilidad de disparar involuntariamente a alguien (mi miopía es notoria; la gente que me conoce huye cuando me ve disparar cualquier arma), como por la fuerza con que disparaba la flecha. Algo asombroso, pues no disponía de resortes de ningún tipo; era un arco largo de tejo que podrían haber disparado los normandos en Crécy, o Ulises en Troya. Nuestros tríceps braquiales y deltoides trabajaban sin descanso y acabamos empapadas en sudor. Cerca corría un arroyo que formaba pozas con toboganes y cascadas; un lugar que solíamos visitar en verano. Bajamos hacia allá y nos remojamos la cabeza.

Entonces, a Leonor se le ocurrió salpicarnos con agua. ¿Quién se atrevía a darse un chapuzón rápido? Al final, nos animamos todas; para no pasar tanto frío al salir, alguien propuso que nos quitásemos toda la ropa: al fin y al cabo, no había ningún hombre en el grupo. Fue entrar y salir; el agua, que corría desde las montañas, estaba helada. Estábamos vistiéndonos cuando vimos algo a lo lejos. Era el brillo de unos prismáticos. Algún degenerado se había dedicado a mirarnos. A pesar de su habitual pacifismo, la hija de Alba tomó el pesado arco y lanzó hacia el mirón una flecha que quedó corta. Sandra comenzó a gritar. Diana, en cambio, se limitó a coger una de las afiladas saetas de punta cerámica y, haciendo un pequeño corte en su dedo, dibujó en el suelo la figura de un ciervo.

—¿Qué haces? —preguntamos, mientras.

—Una vieja maldición. El macho astado. Estoy segura de que quien nos ha estado mirando es el ex de Alba. Lo he visto rondar alguna otra vez que habéis venido, acechando desde lejos. Pero nunca creí que nos fuera a espiar mientras nos bañábamos…

—El muy cerdo…

—No os preocupéis. No volverá a mirarnos aquí —se rio Diana—. Y aunque lo hiciera, ya no hablará con nadie.

—¿Y si nos ha grabado? —dijo Elsa.

—No creo que lo haya hecho, cariño. Al fin y al cabo, es tu padre.

Después subimos hacia el lugar donde habíamos visto el brillo de los binoculares. Allí había huellas de zapatillas deportivas que seguimos hasta llegar a la entrada de una caverna. Sobre el suelo rocoso se amontonaba ropa entre la que Alba reconoció una horrible camisa de flores perteneciente a su ex. También estaban las zapatillas. Manolo debía estar dentro de la cueva, pues un venado había borrado ya algunas de las huellas que entraban.

—¡Manolo! ¡Si tienes lo que hay que tener, sal, cobarde!

Manolo no salía de la cueva. Diana no recordaba si se trataba de una oquedad pequeña o de una gruta profunda, así que preferimos no pasar a su interior.

Nos acercamos al arroyo para recoger arco y flechas; Elsa vio el dibujo del ciervo que había trazado Diana y añadió, pintándolos con unas gotas de su sangre, unos depredadores que acorralaban al animal. Por alguna, extraña razón, Diana se enfadó y gritó:

—¡No!

Borró los trazos y murmuró unas palabras sobre chiquillas que juegan con fuego. De verdad creía que su hechizo era efectivo. Cuando se tranquilizó, propuso que regresáramos a la casa. Eran casi las tres, convenía comer y por la tarde podríamos dar una vuelta por el bosque, para fotografiar los animales. Pero nuestro plan, como ya he dicho, se torció cuando, siguiendo las huellas de los ciervos, nos dimos de bruces con el venado atacado por los perros, lo que hizo que olvidásemos todas las peripecias que habían sucedido antes. De hecho, Alba y Elsa no volvieron a mencionar a Manolo, ni siquiera para quejarse.

Ahora que Diana no está, ha venido esa vieja historia a mi memoria. ¿Qué suceso haría que me acordase de ella? Esta mañana me puse a ordenar los recuerdos de aquella época en que Sandra y yo, a pesar de haber cumplido los treinta, nos sentíamos aún jóvenes y alocadas. En mis manos, la última postal que aquella amiga nos envió desde Nápoles, En el reverso una despedida anunciándonos que ella, que siempre quiso hacerse misionera, ha decidido abandonar el siglo e ingresar como novicia en un convento de la Campania. En el anverso, un paisaje del palacio de Caserta. Bajo una cascada, unas ninfas de mármol se acicalan, ligeras de ropa. A su izquierda, acorralado por sus perros, el cazador Acteón es víctima de su curiosidad y su osadía.

Relato escrito originalmente para la Antología Mitológica de Hela Ediciones y no seleccionado en la convocatoria.

jueves, 4 de abril de 2019

Se duchan de madrugada...

En la junta de comunidad, se habla del nuevo propietario. Dos hechos a destacar: que es chino, como sus inquilinos, y que estos se duchan de madrugada, lo que parece enfadar al vecino de debajo. Por discreción, y porque creo que se trata de otro propietario ausente, callo el concierto de duchas, jadeos, gemidos y nuevas duchas que constituían el concierto que escuchaba a las tres de la mañana en mis primeros años como vecino, hasta que tantos jadeos y gemidos dieron por fruto una niña que ahora tendrá diez.

En mi caso, el único hecho que me molesta en las costumbres del nuevo propietario es que, como no habla bien el idioma, me tocará asumir la presidencia. Pero tampoco es una molestia tan grande en un bloque pequeño como el mío. Mañana no madrugo, así que prolongo la vela hasta la una de la madrugada y luego me duermo acunado por la lectura de un cuento de marcianos. Cuando por fin he dado una cabezada, me despierta el relé del teléfono.

Supongo que ustedes no tendrán un teléfono Teide. Ese obsoleto cacharro —yo lo conservo por una mezcla de vicio y nostalgia— hace un clac, clac cuando la línea conecta y empieza a recibir su corriente de doce voltios. Al tercer clac, suena la campanilla. Pues bien: escucho una pareja de chasquidos, y al rato otra, como si alguien estuviera intentando llamarme. ¿Qué ocurrirá? Me asalta el terror: quizá haya ladrones desconectando las líneas en el cuarto de telecomunicaciones. Pero en ese caso, dice mi parte racional, no debería verse afectado mi teléfono, pues el hilo de cobre se corta en el registro donde debiera estar el punto de terminación de red que no puso el constructor de mi edificio, ni han puesto después los sucesivos técnicos de telefonía que me han ido visitando. Desde hace un par de años, la línea del interior de la casa (donde tengo un Teide y a veces enchufo un Góndola) sale del router de fibra. Así que el clac, clac ha de proceder de mi router. Estará actualizando.

En todo caso, ya me he desvelado. Salgo al baño, me aseguro de tener bien cerrados llaves, cerrojos y cadena, vuelvo a la cama y entonces lo escucho: el fragor de la ducha, su canturreante chillido en las tuberías ascendentes y el inconfundible gorgoteo en las descendentes. Debe de ser cierto eso de que el vecino se ducha a altas horas de la madrugada, pero, por lo que se ve, suele coincidir con mi horario de sueño profundo.

martes, 2 de abril de 2019

El cuento del miércoles: pena

No le pasa nada, pero llora. Llora silenciosamente, sin lágrimas. Solo en ocasiones un suspiro o un gemido brotan de esa boca en que hace meses no se ve la sonrisa.
¿Qué le ocurrirá? Mi pudor me ha estado impidiendo preguntárselo todo este tiempo, pero ya no aguanto más; mi curiosidad es más fuerte...
—¿Qué te ocurre?
—Nada, profe...
Nunca le ocurre nada, pero esos ojos que sonreían el año pasado, esa voz que antaño poseía ese matiz agudo que da la sonrisa, ha desaparecido.
Las amigas tampoco parecen saber nada. No la ha dejado el novio, no la han castigado sus padres, no ha habido problemas en la familia...
Entonces, un día, deja de venir. Y es en ese momento cuando al final sonsacamos la razón de su tristeza. No son las amigas, ni el novio, ni los padres... Es un terror irracional a los demás, un terror que viaja por las redes y se aferra a nosotros. Un terror a lo que de social hay en las personas.
¿ Habéis sentido alguna vez ese miedo?¿Cómo se cura?¿Quizá al terminar la adolescencia?
Sea cual sea la respuesta, lo importante es que en la clase seguirá habiendo un asiento vacío, esperándola.

domingo, 17 de marzo de 2019

Leif GW Persson: Otro tiempo, otra vida

PERSSON, Leif GW: Otro tiempo, otra vida. Barcelona, Paidós, 2010. 512 págs., 19cm.
ISBN:
978-84-08-09318-3
Descriptores:
Novela negra. Caída del bloque comunista. Novela de espías. Novela policiíaca.

Leif Persson mezcla en esta novela los géneros de terror y policíaco a través de dos casos que se entrecruzan en la vida de unos agentes de policía: el asalto a la embajada de la República Federal Alemana en Estocolmo en los años 70 y un homicidio sin móvil aparente en 1989. Usando como leit motif la expresión sueca En annan tid, ett annat liv ("Otro tiempo, otra vida", aparentemente equivalente al español "Eran otros tiempos"), se van contraponiendo los otros tiempos (el pasado, en letra palo seco) y las otras vidas (el presente del momento de la narración, en letra con remates).

La trama es trepidante, pero como lector me ha llamado más la atención el uso de distintas perspectivas de narración (el narrador del primer bloque, sin ningún tipo de diálogo, tiene cierto carácter de periodismo que, sin embargo se rompe por la falta de objetividad del final) y por la aparición de ese humor negro que, sin embargo, es bastante habitual en la novela negra española y europea, aunque solemos echarlo en falta en la norteamericana.

Otro aspecto interesante es el final de la trama, que plantea un dilema ético: ¿debemos buscar, 10 años después, al culpable, cuando su vida ya es totalmente distinta? La decisión que se toma también es contraria a la que aparecería en una novela norteamericana. De ahí el título del libro: eran otros tiempos, era otra vida.

lunes, 4 de marzo de 2019

Creó su víctima... (microcuento enviado a concurso en 2013)

Creó su víctima con un goteo de olvidos, desprecios, insultos, amenazas. Esperaba haber conseguido la completa docilidad, el dominio que mostrara ante toda la vecindad quién mandaba allí. Pero olvidó que en la vecindad también hay buenas personas, gente que tiene una palabra de apoyo, tiende su mano y, después de ayudar a escapar a quien sufre, procura que se haga justicia.

Siempre van de la mano, y la gente piensa que son felices. Él sonríe. Ella sonríe. Hay algo oscuro en su sonrisa. En la de él, cierta superioridad. En la de ella, cierta impostura. La dulzura de su voz se vuelve trueno por las noches, cuando vuelve a casa tras horas en la taberna. La dulzura de su voz se quiebra en llanto por las noches, cuando lo ve llegar a casa, tras horas temiendo que llegue el momento. Si solo tuviera el valor de irse... Pero no es fácil escapar de una cárcel que se nos ha metido dentro.


Este microcuento se creó para el concurso "relatos (des)generados" de 2013, donde no resultó seleccionado. Está registrado en safe creative con el código 1309045715801

miércoles, 16 de enero de 2019

Vamos a volver al cuento del miércoles... Paredes.

Busco en las profundidades de mi blog algo que grabar en mi voz para enviar a un reto de Twitter. Y veo, con una mezcla de añoranza y tristeza, que hacia 2004 este blog tenía mucha vida debido, sobre todo, a una serie de secciones semanales que me me obligaban a actualizar con cierta frecuencia.
Pues bien, he decidido que tiene que volver a haber cuentos semanales. Es absurdo que publique cuentecillos de 200 palabras en twitter y que no escriba ya aquí.



Salió de allá donde acaba el pasillo, de esa pared mohosa que tantas veces nos hemos propuesto limpiar. Allá estaba la mancha. Tenía, claramente, las facciones distintivas de una persona; es más, se parecía bastante a la difunta tía Enrica. Y la verdad es que la pobre Enrica tendría motivos para aparecerse, tan mal la trató la abuela. Hay que ver, toda la vida sacrificada cuidándola —renunció a estudiar, a casarse, a formar una familia propia— y morir solo meses después de la más que centenaria madre.
Al principio, nos asustamos. Pero luego, reflexionando, llegamos a la conclusión de que Enrica no tenía nada contra nosotros. Siempre le prodigamos palabras de afecto a las que ella respondía con reciprocidad. Mamá le pasaba, secretamente, las últimas novedades literarias que ella devoraba en el secreto de su alcoba. Luego, cuando mamá ya no estuvo, seguimos llevándole libros hasta que perdió la vista.
Por eso, ni mis hermanos ni yo nos molestamos en repintar sobre aquella mancha de la casa del pueblo.
En cambio, a los hijos del primer matrimonio de Elsa, la mujer de Esteban, les horrorizaba. Y un fin de semana que, con veinte años ya cumplidos, fueron solos con los amigos a la casa, pintaron todo el pasillo sin decirnos nada.
De nada valió. Aquel rostro volvió a aparecer en el pasillo, quizá con cierto gesto de reproche en sus ojos. Elías y Eduardo, racionales como todos los universitarios, llegaron a la conclusión de que se trataba de un moho que hundía sus raíces en el interior del tabique. Su padre, por el contrario, pensaba que a las cosas del otro mundo hay que tenerles un respeto. Sin embargo, acabó por ceder y llamó a un especialista en impermeabilización de humedades.
El hombre dio a la pared varias capas de productos específicos; también del lado del muro que pegaba a la casa vecina, porque si no, nos dijo, el problema se reproduciría. Así que había que pintarle una habitación a Eleuterio, que, en lugar de agradecérnoslo, se dedicó a ponernos pegas hasta que le garantizamos no solo que le saldría gratis, sino que, además, le bajaríamos la renta en la finca buena. En fin, que la cosa nos salió por un pico.
Y a los tres años, ya ve usted, la cara que vuelve a salir. A mí, la verdad, me da lo mismo, pero mi hermano Esteba, el calzonazo de él, ha insistido, y me ha tocado a mi recibirle. Así que, si le parece bien, le voy enseñando la mancha mientras el monaguillo va subiendo sus cosas...

lunes, 14 de enero de 2019

Siguiendo las sugerencias de Pennac...

Entró en aquella cuadra, y, sin inmutarse por el desorden reinante, abrió el grueso volumen y comenzó a leer en alta voz. No tenía mucha confianza en ello, pero el consejo de Pennac surtió efecto. Al principio, los pocos que oían su voz modulada tenían que pedir silencio. Después, presa del asombro, fueron callando uno tras otro. Aquello era tan sorprendente... ¿Cómo no les habían hablado nunca de ello? Sus infantiles almas, atrapadas por la ilusión, se estremecían oyendo las palabras que el sonriente profesor seguía dirigiendo a aquel ser amorfo y hambriento que había invocado de entre las sombras.
(Rescatado de mi google Drive. Escrito 11 Mayo 2012).