Bajo desde mi barrio hacia el río. Elijo como siempre el lado del cementerio. Al otro lado de la carretera, la acera del parque, barrida diariamente por los barrenderos o quizá cuidada por los viandantes. A este lado, tierra y gravilla sembrada de bolsas de plástico, botellas de agua, latas de cerveza y octavillas. Animalillos que no llego a ver corren bajo la hojarasca ocultándose de mí, sabandijas temerosas del depredador más peligroso. De repente ante mis pies aparece una rosa amarillenta marchita y fúnebre caída de algún ramo o traída por el aire desde un jardín silencioso y definitivo.
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Perdon por las posibles faltas, escribo desde un móvil...
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