No sé si habréis visto la película Cuando el destino nos alcance, una de mis favoritas de los 80. En esa película, los alimentos naturales son muy, muy escasos, y la mayor parte de la gente ha de conformarse con una bazofia llamada SoyLent Green. Se supone que procede de soja cultivada de alguna extraña manera —quizá en cultivos hidropónicos— para sobrevivir a la contaminación. Pero en cierto momento el protagonista se entera de la cruda realidad, que primero se nos ha dejado leer en un grafiti: «SoyLent Green are people». SoyLent Green está hecha con gente, con muertos.
Pues bien, no sé vosotros, pero yo hace tiempo que tengo la sensación de comer SoyLent Green. Y no solo porque me haya acostumbrado a comer productos totalmente industriales como el surimi o las gulas, sino también porque, cada vez que en el super miro los ingredientes de los productos encuentro más cosas extrañas. Y lo peor es que son legales.
Supongo que muchos de vosotros habréis visto en el pasado (todavía se ve en algún producto que no ha actualizado su etiqueta) un cartelito que habla de una norma BOE de 1981. Aquella norma (que entre otras cosas prohibía llamar fuagrás al paté de cerdo, para satisfacción de francoparlantes) especificaba la cantidad máxima de féculas y otros elementos de relleno que podía llevar un producto cárnico. Y os juro que cuando hace un par de años la consulté, no encontré hueco en ella para ese jamón york, 50% de carne, que se ve últimamente en los supermercados
No sé si la actual tolerancia se debe a que por aquel entonces la soja fuera producto de lujo en Europa, no limitada por tanto legalmente, o si la intolerancia de entonces buscaba imponer una legislación protectora de la salud que no compitiera con esa Comunidad Europea a cuya membresía aspirábamos. Pero lo cierto es que la legislación europea ha aprovechado la crisis para arremeter contra la salud nutricional de los consumidores, ayudando enormemente a las grandes empresas cárnicas y cargándose, de paso, a muchos ganaderos y agricultores.
Un último giro es el cambio del concepto de fecha de caducidad. Cuando empezamos a no vender colza desnaturalizada (mis respetos a las familias destrozadas por aquellos canallas) se empezaban a ver fechas de caducidad en productos perecederos, y de consumo preferente en los de larga conservación. Pero poco a poco, empezó el segundo término a ser utilizado eufemísticamente también en productos que realmente caducaban. Bajo su cuenta y riesgo, «espigadores» y consumidores con bajo nivel adquisitivo comenzaron a consumirlos cuando el supermercado los retiraba.
Hace poco, la Unión Europea tuvo una gran idea: permitir la venta, a bajo precio, de esos productos. La retórica oficial oculta que el cambio no consiste en permitir su consumo (cosa que ya se hacía), sino su venta, es decir, cobrar por ellos. Cierto que la rebusca de los «espigadores» producía suciedad y otros problemas, pero, como consumidor que unas veces he tomado latas caducadas hace años y otras he tirado productos estropeados antes de su fecha, me llama la atención que se publicite como segura una decisión que elimina los márgenes temporales de seguridad, y se muestre com bueno para los pobres un cambio que solo les producirá costes económicos.
Sobre otras grandes ideas de la UE, aunque no sé si suficientemente relacionadas con las elecciones que se avecinan, espero hablar la próxima semana.
Buenas noches.
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