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—Dígame: ¿ha oído usted hablar de la hermandad negra?
—¿La hermandad negra? ¿Ese grupo terrorista? Vagamente. Decían que se dedicaban a asesinar cruelmente a la gente respetable. Pero no recuerdo que hayan reivindicado ningún atentado en los últimos años.
—Eso es porque ya no se dedican a cometer atentados. Ahora, realizan sus acciones en la más perfecta legalidad.
—¡Dios mío! ¿No estará usted tratando de asustarme?
—No, claro que no. Verá: usted tiene ya unos setenta años, ¿verdad?
—Setenta y dos, para ser exactos.
—Y a lo largo de estos años no ha necesitado hacer uso de su derecho constitucional a utilizar las armas.
—Digamos que estaba reservándome para una ocasión especial.
—¿Quizá para ajustarle las cuentas a Mario, que le robó su novia en el instituto?
—Mario... El pobre murió hace quince años, en un accidente de tráfico.
—¿O a su rival, el señor Mauro?
—Ya sabe que hace cinco años compré la mayor parte de sus empresas.
—¿Quizá a Julio, su yerno, que nunca le ha caído simpático?
—Se llevó a mi hija, es cierto... Pero ha sufrido lo suyo. Y ha terminado siendo un ejecutivo valioso. Cualquier día de estos le haré un hueco en el consejo de administración.
—Se habrá dado cuenta, entonces, de que es probable que ya nunca tenga ocasión de ejercer un derecho que miles de ciudadanos invocan a diario. Ahí es donde entra en juego la hermandad, es decir, yo.
—¡Cielo santo! ¿Pertenece a la hermandad, Bonilla? Nunca lo hubiera esperado de usted.
—No es ningún desdoro. La hermandad ya no está constituida por cuatro desharrapados vengativos, como en el momento en que se fundó. Hoy en día es una organización filantrópica. Se sorprendería si supiera los nombres de nuestra cúpula. Está representada la flor y nata de nuestra nación y, a título honorífico, algunos miembros extranjeros.
—¿Cómo es eso posible?
—A la entrada en vigor de la ley reguladora del derecho al homicidio, una serie de personajes creyeron oportuno establecer una organización que asistiera a las personas en la práctica de éste. No aprovechar la infraestructura creada por la Hermandad Negra hubiera sido un desperdicio de medios humanos y materiales. Así que dieron un nuevo sentido al personal de la organización.
—¿Me quiere decir que los convencieron así, sin más?
—Un generoso donativo ayudó, por supuesto. Pero ello no viene al caso. Nuestra organización no concibe el derecho al homicidio como una simple oportunidad, sino como una responsabilidad e incluso un deber. Fíjese en su caso: espera durante años, evitando vengarse de sus enemigos, para, llegado el caso, poder defenderse de ellos, y ¿qué pasa al final? que se ha quedado sin enemigos. Si los acontecimientos siguieran su curso, usted fallecería sin haber aprovechado la ocasión de mejorar el mundo que nuestro legislador —en su sabiduría— le ofrece.
—Y, concretamente, ¿cómo ha de asistirme su organización?
—Es muy sencillo. Someteremos a su consideración una serie de fichas de personajes que están amparados por la ley pero, objetivamente, deberían morir: pederastas, violadores, usureros, guardias de tráfico, cantantes de ópera. Hemos estudiado previamente sus gustos y sabemos que no sentiría ningún remordimiento en matar a las personas que componen nuestra selección, pero preferimos que sea usted quien elija el objetivo concreto.
—¿Sólo eso? ¿Me dan una lista de personas por si no sé a quien matar? No tiene mucho sentido: para eso, puedo disparar a alguien al azar.
—Se trata de una lista de calidad. Contiene direcciones, teléfonos, horarios, planos de sus barrios y sus domicilios... Todos los candidatos han desperdiciado ya su derecho; por tanto, no ha de esperar que opongan demasiada resistencia. Además, con el equipo que le proporcionaremos, usted se asegura de matarlos bien muertos. No quiere usted enfrentarse a demandas por lesiones, ¿verdad?
—Entiendo... me parece muy interesante. Dígame, ¿no tendrá usted algo de ese equipo, para que pueda examinarlo?
—Claro que sí. Mire esta Santa Bárbara Electro Especial. Pequeña, ligera... —¿a que no ha notado que la llevaba en mi bolsillo?— y, sin embargo, mortífera. 400 Kilovoltios recorriendo el cuerpo de su víctima. Diseño ergonómico. Ya sabemos que comienza a tener temblores en la mano...
—Dicen que, aunque son muy pequeñas, resultan incómodas... ¿Me permite que compruebe el peso?
—Claro, tómela. La traía para usted. Pero si prefiere algo más grande, tengo un MK5 en el coche. ¿Quiere que vaya por él?
Bonilla se levanta de la mesa y se dirige hacia la puerta. Entonces, repentinamente, se queda rígido. Después, su cuerpo cae, el cabello erizado y cubierto de humo, al suelo de la cafetería. En su silla de siempre, el Presidente juguetea con la pistola. Gracias a Dios, ya no tendrá más dudas. La espera valió la pena.
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1 comentario:
Buffff que alivio, me estaban entrando unas ganas de meter a unos cuantos en la lista del tal Bonilla jejeje.
Le sigo Sr. Máster.
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