Salgo del trabajo después de un día no más horrible que el próximo. Me acerco al banco a dejar unos papeles en el buzón: el pequeño desvío implica hacer transbordo en la estación anterior a la que lleva a mi casa. Desfallecido de hambre y cansancio, me dispongo a recorrer el camino más corto a mi casa subiendo una pronunciada cuesta. No hay mal que por bien no venga: en la cima, ocupada por una plazoleta con un extraño pilón de diseño, se respira el inconfundible aroma del pan recién hecho. Descubro una panadería con muy buena pinta (normalmente voy por este camino a horas demasiado tempranas como para fijarse en esos detalles), y compro una barra de pan de la que quedarán tres cuartas partes cuando llegue a mi casa.
En casa lavo y corto pimientos verdes y rojos y unas zanahorias mientras voy reduciendo el volumen de la barra de pan; lo rehogo junto a un poco de cebolla congelada a la vez que descongelo la carne en el micro; añado un poco de agua y una gotita de ron y cierro la olla, olvidando, como siempre, la sal. Friego los cuchillos y la tabla y pelo unas patatas, que haré en dados al microondas. Pongo la mesa, espero impacientemente que transcurra el tiempo de cocción. Pero no paro un momento: me lavo las manos, saco el fregaplatos, limpio la encimera, me lavo por enésima vez las manos. Como a toda prisa. Recojo. Friego los platos y la olla. Arrincono la mesa. Paso el aspirador...
De repente, un dolor en mi pecho. El pulmón derecho me duele enormemente al respirar. Me encojo. Tengo que permanecer tranquilo. Venga, ya pasó. Miro la hora. Hay que salir pitando.
De nuevo al metro. Igual que ayer, el torniquete se resiste a aceptar mi billete. Sin embargo, en Laguna, el de la Renfe lo acepta. Salgo en Atocha. Llamo a mi hermana: no hay tanta prisa. De todos modos, voy andando a buen paso los 15 minutos hasta casa de mis padres. Cuando llego, estoy sudando. Y los pies, resentidos del cansancio.
Pero, por lo menos, puedo tirarme un cuarto de hora en un sillón. Después, esperar el autobús y llegar a la consulta del veterinario. Nos atienden relativamente rápido, pero cuando volvemos a casa de mis padres casi son las siete. Eso quiere decir que cuando, cargado con mi disco duro portátil y otro puñado de trastos suba corriendo las escaleras de Carpetana, serán casi las ocho. Y no tendré ya ánimos para corregir 20 exámenes.
¡Dios mío, si ni siquiera consigo hacer un resumen coherente que entregar mañana a los alumnos de pendientes! Y ya, conseguir la creatividad suficiente como para elegir 3 textos para que los trabajen en clase...
En fin, que mañana, para más inri, comienzo 45 minutos antes de la hora de entrada normal de los alumnos, y creo que me voy a ir ya a dormir, porque, en caso contrario, nunca conseguiré librarme de este insidioso resfriado.
Ni de ese cansancio que corroe mis huesos...
1 comentario:
Argggg... En fin, de lo que me quedo de todo el post es que veo que te has animado con lo de las patatas en el micro ;-)
En fin, siempre podemos decir que mañana será otro día (vale, no digas de qué...)
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