Andaba yo arrancando las últimas migajas a mis horas de sueño cuando ha sonado el timbre de la puerta. El portero, que acababa de llegar a casa (como veis, los lunes me levanto bastante tarde), nos informaba de que una avería en el primer piso estaba haciendo que cayera agua a chorros sobre los trasteros. El dueño del primero (un cargo directivo de una empresa automovilística) estaba ilocalizable (evidentemente, había salido ya de su casa y todavía no había llegado al despacho que tiene en nuestro edificio), por lo cual el portero había cortado el agua. Conclusión: mi higiene se ha limitado al lavado de dientes (¡y manos!) con un vaso de agua. Luego me he vuelto a lavar en el trabajo (la ducha la dejo para esta tarde, y respecto del afeitado, ya veremos).
Pasado el susto, veo el informe gráfico de daños que me presenta mi madre en formato de fotos digitales. Ciertamente, a mi vecino del séptimo, millonario consorte por profesión y coleccionista de arte por vocación, le fastidiará bastante que se le hayan mojado sus cuadros. A mi primo Julio es posible que se le haya mojado alguno de los materiales que pensaba enviar a su ONG de Bolivia. Y por doquier aparecen cajas mojadas en diversos trasteros de otros vecinos.
Todo, al parecer, por un latiguillo flojo en el calentador de agua. Pero no hay que preocuparse: el seguro pagará los daños.
Lo peor en estos casos es pensar que te puede pasar a ti. En mi caso, el seguro no cubriría ningún daño, porque el agua está expresamente excluida en mi seguro del hogar (lo que me causó gran indignación cuando leí la póliza, y ahora, visto lo visto, me causa un pánico espantoso). Así que, en cuanto mi agente en el banco vuelva de su baja, negociaré la inclusión del agua en la póliza (y, ya de paso, haré una valoración del contenido para incluirlo en el seguro).
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