Pero yo, pobre novelista a destajo, no puedo evitar la tentación de sustituir los elegantes y anticuados ferrocarriles por un casposo y mugriento autobús que va de una ciudad sin nombre (pongamos, Almería) a un pueblo anónimo y costero donde se toma el transbordador que conduce a una isla abandonada, más grande que Perejil, pero menos que las Cíes.
Me llamo Pepe Sánchez, y comienzo esta novela en el asiento del autobús, leyendo una carta en que se cifran mis esperanzas de futuro.
Estimado Señor Sánchez:
Agradecemos que nos haya enviado su currículum. Actualmente, no disponemos de ningún puesto que se ajuste a su perfil, así que lo almacenaremos en nuestra base de datos a fin de considerarlo para futuras vacantes.
No, no era esa carta.
Tomé el papel arrugado que llevaba en el otro bolsillo, ese con el que había considerado envolver el bocadillo antes de subir al autobús. Allí estaba. La misiva, enviada por una tal Mediterráneo Productions (nombre no por hortera menos susceptible de existir en la realidad) era una invitación para participar en un "experimento social", como decían ellos. Y lo era, porque iban a tratar de demostrar que se podía desbancar del primer lugar de la parrilla a Gran Hermano, nada menos.
Mientras pensaba estas cosas, miré a la chica que viajaba a mi lado. Pensé que, si por lo menos fuera un personaje de doña Agatha, podría iniciar una conversación con mi compañera de viaje, con todo el glamour que aportan guantes, sombrero hongo, un buen equipo de viaje (con sus ungüentos en bote de porcelana, sus peines de concha de tortuga, sus cubiertos de plata y su petaca) y otros complementos imprescindibles sesenta años atrás. Pero, resignado a vivir en el hoy, me dije que sólo había presenciado en mi vida dos conversaciones tales: una vez, un sudamericano (no recuerdo si porteño, caribeño o andino) que debía de pensar que queda algo de carácter mediterráneo acá en la Madre Patria se dirigió a mí y estuvimos conversando formalmente sobre temas sin importancia (no sé ya si Chomsky o el psicoanálisis). Otra vez, estupefacto, contemplé cómo un muchacho de unos dieciséis le echaba los tejos a una chica que hacía las prácticas de magisterio, o incluso ejercía ya la profesión, a juzgar por el cúmulo de exámenes que estaba corrigiendo. Pero en el mundo real, nadie iniciaría una conversación.
—¿También vas a la Isla?
—¿Quién, yo? —respondí, sorprendido.
—Te he visto abrir la carta de Mediterráneo Productions. Así que supongo que vas a la Isla, ¿no?
—Bueno, sí. ¿Tú también?
—Soy una de las concursantes. Ágata. Y tú, ¿concursas o eres del equipo?
Tuve la tentación de decir que era del equipo, pero tarde o temprano acabaría por descubir que era concursante. Así que hice lo que cualquier chico haría en una situación similar: mentir.
—Bueno, soy periodista. Me envían para que escriba cuatro cosas sobre el programa. Pero —y esto es un secreto— quiero convencer a los de la productora para que me metan como si fuera un concursante, para hacer una especie de crónica que se publicará en una revista del corazón.
Elegí presentarme como periodista por dos razones. La primera de ellas, porque realmente lo soy, aunque las fluctuaciones del mercado laboral han impedido mi acceso a un puesto de trabajo acorde a mis expectativas. La segunda, porque los periodistas tenemos en nuestras manos un inmenso poder que utilizamos para denunciar el mal y proteger el bien, y ese poder suele impresionar a quienes nos escuchan. Así que no estaba preparado para la respuesta que me dio Ágata.
* * *
Si esto fuera una novela de Agatha Christie, la historia comenzaría en casa de Miss Marple, entre porcelana fina y cubiertos de plata sobre manteles de hilo. Pero algo me dice que esta novela no la escribe la anciana británica, ya que nunca he visto en sus novelas manteles de papel estampados con fotografías de hamburguesas. Alguna vez ha de ser la primera, claro, pero me da a mí que a mi ídolo no le gustaban antros como este. Por Dios: ¡ese niño está metiéndose las patatas fritas por la nariz! ¿Es que su madre no va a decirle nada?
En fin, ya me veis aquí, en el restaurante de comida rápida de un lugar perdido en medio de la nada (en medio de la nada, no: creo que todavía seguimos en Andalucía), tomando una hamburguesa mientras espero a que baje la temperatura del motor de mi R-12 de segunda (es un decir) mano. Sería soportable, incluso para mí, si no fuera porque ahí enfrente está un chaval que, indudablemente, es el cabrón del mini que ha estado gritándome obscenidades por la ventanilla.
Creo que está mirándome.
Horror: ¡viene hacia aquí!
—¡Hooola, guaaapa!
—¿Nos han presentado? —mi arqueo de cejas suele ser infalible.
—Bueno, creo que no —será imbécil: ¡no ha cogido la indirecta!—, pero hemos compartido ya unos cuantos kilómetros. Tú ibas en un R-12, ¿verdad?
—Pues la verdad es que sí. Tengo el Jaguar en el taller, así que Bautista tuvo la gentileza de prestarme su coche particular.
—¡Qué graciosa eres! ¿Te tomas una copa con nosotros? —no, si encima querrá presentarme a su amigo. ¿Será en plan trofeo, o estará haciendo de Celestina?
—No bebo cuando conduzco, gracias. —esto le corta al más pintado—. Además, tengo prisa.
—Ya veo, ya. ¿Cuánto llevas aquí, leyendo el libro de la Agatha esa? ¿Media hora? El libro no merece la pena: el asesino es ese hombre que muere en el capítulo 1. Estaba vivo, el cabrón de él.
—Gracias por informarme. Pero, visto que no te lo crees, te diré que estoy esperando a que se me enfríe el coche. Tiene la aguja muy alta. Pero en cuanto baje, acelero a fondo. Tengo que coger un barco en... y creo que llego tarde.
—Huy, ¿tú también vas a la Isla? Así que leías el libro de la Agatha... ¿Y vas de concursante o eres de la productora?
—¿Y eso qué importa?
—Bueno, si eres de la productora, llamo al Jordi, que sabe un huevo de mecánica, y te hace un apaño para que no llegues a última hora. Pero si eres concursante... Bueno, comprenderás si te digo que no me gusta la competencia.
—Claro, es lógico. Gema Pérez, asesora legal de Mediterráneo Films. ¿Firmaste ya los contratos? No sabes lo que nos costó redactarlos.
Elegí presentarme como abogada por dos razones: la primera, porque los abogados somos respetados por nuestra función social de defensa de los débiles contra la injusticia, y la segunda, porque es la carrera que estudio, y con buenas notas. Aunque lo que me gustaría ser es detective. Pero eso ya lo habíais deducido, ¿verdad? Elemental, querido Watson.
2 comentarios:
Notable de momento, profesor.
Espero ávido.
Me adhiero al comentario de Monroe :-)
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