Siempre impresionan las noticias acerca de la muerte de aquellos a quienes has conocido, aunque no los hayas tratado mucho. Ayer por la noche, a la hora a la que suelo leer el periódico del día (el serio, quiero decir), leí en la página de obituarios que acababa de fallecer, en accidente de tráfico, Juan Ramón Lodares. Lodares había sido mi profesor de morfosintaxis histórica en cuarto curso de Filología Hispánica (entonces una carrera de cinco años, hoy de cuatro), y hasta que no salí de la facultad no supe que había publicado curiosos libros divulgativos en los que, a partir de cuestiones de historia de la lengua, hacía comentarios sobre la sociedad actual. Como ejemplo de ello, puede leerse esta entrevista a J. R. Lodares en Baobab a propósito de la publicación de "El paraíso políglota".
Sólo ahora me doy cuenta de que quizá me habría gustado tratar más a ese extraño personaje (lo son todos los historiadores de la lengua) que pasó un poco desapercibido entre Diego Catalán, profesor exigentísimo pero a la vez el mejor comunicador que conozco; Polo, un gramático anclado a la tradición pero que, quizá por ello, consiguió que aprendiéramos a escribir (lástima que lo voy olvidando) y el fallecido Ynduráin, coco de todos los aprendices literarios, del que conservo dos o tres ideas fundamentales sobre el teatro clásico, y el remordimiento de que podríamos haber aprendido mucho más si nos lo hubiéramos propuesto.
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