En su artículo de hoy en El País ("Un hombre, un país" https://elpais.com/espana/2024-04-28/un-hombre-un-pais.html, de pago y con cookies), Martín Caparrós se pregunta, entre otras cosas, si no existen soluciones alternativas a que el destino de un país dependa de una sola persona. Una vez conocida la decisión de Pedro Sánchez, podríamos decir: "nada más viejo que un artículo de esta mañana", pero la pregunta tiene su enjundia.
La democracia representativa en tres suposiciones:
En primer lugar, que el poder judicial debe ser función de especialistas; por eso, incluso en los países en que los juicios con jurado se extienden a todo tipo de casos, un juez (o varios) debe guiar las decisiones de ese jurado, limitando su abanico de opciones y orientándole sobre lo que debe o no debe tener en cuenta.
En segundo lugar, que el poder ejecutivo conferido al gobierno de un país es más expeditivo si está concentrado en pocas personas, lo que además favorece que el gobierno pueda tomar decisiones secretas sobre asuntos que puedan ser sensibles para la seguridad nacional, sea en las relaciones exteriores, el control interior, el comercio o las finanzas.
Y en tercer lugar, que las leyes, aunque partan de proyectos públicos, también deben ser debatidas por unos pocos que representen la variedad de tendencias políticas del país; es decir, el censo de las distintas provincias eligen delegados ("diputados") que lo representan en las cortes de la lejana capital.
Como alternativa para esto último, se ha probado sin éxito el modelo asambleario, en que asambleas de asambleas deciden cada asunto. Los sóviets ganaron con justicia su mala fama, pues son terrenos donde el miedo a ser señalado y la demagogia sirven de amplificador para toda clase de mixtificaciones. Y, al fin y al cabo, en un estado asambleario, aunque todos los ciudadanos decidan, cada asamblea sigue nombrando delegados ante otra superior. Y puestos a tener delegados de delegados de delegados (sóviets supremos que representan a sóviets de provincia que representan a sóviets locales), mejor es que cada ciudadano elija por si mismo (y no a través de una asamblea) a su diputado.
Pero en el estado actual, en que los miembros de las cortes pueden televotar, resulta chocante que siga existiendo esa delegación del voto. Puestos a televotar, podría televotar la propia ciudadanía. ¿Qué objeciones impiden que se dé ese paso? Vamos a irlos desgranando.
El televoto ciudadano requiere que todo el censo tengan acceso a un equipo propio (de manera que se preserve la confidencialidad de voto y certificado digital), sencillo de usar, con conectividad (no asegurada en ciertos núcleos de población). Por otro lado, supone que la ciudadanía comprenda aquello sobre lo que va a votar. Y finalmente exige tiempo libre a quien vota, para poder dedicarlo al proceso de toma de decisiones.
En cuanto a los requisitos técnicos, creo que no hay mucho que decir, fuera de la dificultad de garantizar que el voto sea efectivamente secreto (y que todo el mundo posea un equipo conectado).
En cuanto a la alfabetización ciudadana, legal y digital, al fin y al cabo es el viejo argumento de las élites contra el sufragio universal (a finales del XIX y comienzos del XX), contra el voto femenino (a principios del siglo XX) o contra el voto de las minorías raciales (a mediados del siglo XX).
¿No supondría un avance dar a las personas la responsabilidad de su voto? Es decir, la gente ya no votaría "con el corazón" (o con las tripas) a unas siglas, sino que votaría con conocimiento de causa. Sin embargo, lo sucedido en el proceso constituyente chileno, donde la gente influida por mensajes mediáticos votó "no", y el hecho de que a los españoles se nos ha acostumbrado a no ser consultados en ningun referéndum (tres en casi cincuenta años de democracia) me hacen ser pesimista. Pero realmente tampoco debemos tomarnos muy en serio el voto informado de nuestros representantes, ya que en el pasado algunos diputados no se enteraron del sentido de voto propuesto po su propio partido. Entre eso y que alguna vez (2020, si no recuerdo mal) se han aprobado unos Presupuestos Generales del Estado en que una misma tasa tenía dos montos diferentes, sin corregirse el error hasta meses después, la idea de que los diputados son agentes expertos cae por su propio peso.
En cuanto a la disponibilidad de ocio, es un asunto serio. Los atenienses no tenían diputados: los señoritos ociosos que componían el demos iban al ágora y votaban, mientras metecos, esclavos y algún campesino levantaban el país. Los españoles pagamos ingentes cantidades de dinero a nuestros diputados para que dispongan de ocio y decidan. Que esas horas de otium se dediquen realmente a reflexionar y tomar decisiones (eso era el ocio para los romanos, que no tenían Netflix ni TikTok), ya es otra cosa. En una democracia directa, ¿sería el voto patrimonio de una amalgama de clases ociosas, pensionistas y desempleados? La verdad es que habría que verlo, y que, por otro lado, ¿por qué no?
Otra democracia es posible. Y espero que sea directa.
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