Cuando salí de la universidad, recién acabada la licenciatura, y decidí ponerme a preparar oposiciones para profesor de instituto, descubrí de repente que existía un siglo entero de la literatura del que apenas sabía nada: el siglo XVIII. Tan grande fue mi conciencia de la ignorancia que el primer curso para profesores que hice por voluntad propia versó sobre el siglo XVIII. Además, en aquella época devoré cuanta obra de aquel siglo cayó en mis manos, desde el delicioso Villarroel hasta el divertido padre Isla.
Quizá por cuestiones de tiempo, al siglo XVIII no se le prestaba atención en la carrera de filología Española de la Autónoma, donde no se impartía una especialidad en literatura. Tampoco se le había prestado atención en las clases que cursé en mi adolescencia. La literatura de segundo curso de BUP fue, ante todo, una introducción a conceptos literarios usando como campo de batalla textos que se extendían hasta el Siglo de Oro; al curso siguiente, en lugar de la aburrida historia de la literatura que prescribían los temarios, mi profesor prefirió concentrarse en analizar obras del realismo hasta la generación del 98, saltándose el Quijote, sí, pero llevando a la práctica el espíritu del currículo según el cual la literatura ha de servir principalmente como modelo para ejercitar la comprensión y expresión.
Pero no puedo decir que nunca hubiera visitado el siglo XVIII en mi recorrido educativo, ya que en la escuela leí fragmentos de «El sí de las niñas» e incluso me obligaron a memorizar (ya lo olvidé) algún fragmento de la «Sátira a Arnesto». Iriarte, Samaniego, Jovellanos, Moratín eran clásicos habituales en los manualitos de la EGB en los primeros años 80.
¿De dónde viene el odio al siglo XVIII, entonces? En mis primeros años de profesor siempre pensé que el Romanticismo había acabado volando por los aires los valores de aquella generación, y más o menos eso es lo que enseño a mis alumnos, pero en realidad los valores de unos y otros no están tan enfrentados. A Larra le gustaba Moratín. El tomo "las cien mejores poesías de la lengua castellana", compilado —creo— a finales del siglo XIX, cede amplio espacio a poetas del neoclásico, entre los que asoman autores de poemas patrióticos que seguramente inflamaban el pecho de nuestros románticos. De hecho, las redes sociales han hecho pasar poemas de aquella generación por poemas de Espronceda. ¡Nuestro dieciocho es tan contradictorio! Por un lado, los tardobarrocos como Villarroel. Por otro, los clérigos reformistas como Feijóo e Isla. Feijóo no cree en vampiros, pero habla de ellos. Isla parodia la escolástica, y al hacerlo recurre con maestría a sus métodos. Samaniego es el modelo de autor preocupado por la moral que escribe fábulas para los alumnos del seminario, pero también cae bajo su pluma el pornográfico Jardín de Venus. Cadalso es neoclásico y prerromántico; no se conforma con lo viejo ni con lo nuevo; pide moderación, pero sus personajes desentierran cadáveres, presa de las pasiones. Me gustaría saber más sobre el heterodoxo Blanco-White y sobre los poetas clérigos de su Sevilla natal.
Quizá el problema está en que ninguna generación literaria es homogénea ni coherente consigo misma. Del mismo modo que los neoclásicos defienden las ideas ilustradas (entre las que están, no lo olvidemos, la libertad y abolición de la nobleza de sangre) pero se aferran como un clavo ardiendo al respeto de las normas, los románticos hacen alarde de la libertad pero se refugian en ese pasado feudal de campesinos atados al terruño y no rechazarán, como Martínez de la Rosa, una cartera de Gobernación, si llega el caso.
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