Cuando yo era pequeño, había muy pocos géneros. Borges era fantástico, como lo era El señor de los anillos, aunque no hubiera relación entre ambos. Ahora, merced a la necesidad de compartimentar los gustos de los lectores, cada género popular se multiplica en decenas de subgéneros.
Gracias a una convocatoria he descubierto que existe el género fosco. Ellos lo definen como "ambiente y elementos del género de terror sin terror". Parece que se refieren a una ambientación gótica (aunque esa ambientación tampoco requiere terror: véanse Batman o El Cuervo). Pero no me queda claro. Así que aquí va un intento.
La noche había caído hacía un par de horas. Los focos en la estatua del Santo creaban una extraña sombra en la ermita, bajo la cual nos refugiábamos de miradas indiscretas. Sentados en los huecos que a tientas habíamos detectado entre cardos, espinos, piedras afiladas y bostas de vaca removíamos el caldero en que habíamos vertido la vieja receta de vino barato, limonada y azúcar heredada de nuestros hermanos mayores. A falta de melocotón, el viento se había encargado de espolvorear mosquitos que aderezasen aquel mejunje que consumíamos con fruición insana.
En la penumbra de aquel yermo, algunas manos cobraban vida propia. Los ojos se dejaban llevar por las alucinaciones y los oídos, atentos a los extraños sonidos que las aves nocturnas y las ratas producen en su juego de vida y muerte, estaban prestos a escuchar una buena historia.
Ya nos habían contado las andanzas del Profeta al otro lado del océano; ya habíamos sabido de los viajes de los Druidas en su afán recolector de misteriosas hierbas que hacían soñar extraños sueños; no tenía a mano el Bardo su guitarra para recordarnos su viejo repertorio. El hastío, ese terrible fantasma del que nacen el horror del esplín y el demonio de la travesura, estaba comenzando a hacer mella en nosotros. Fue por eso por lo que, recordando tiempos mejores, propuse contar una historia de miedo.
—Recordáis mi colegio, ¿verdad? Allá, junto a los muros de adobe horadados por las balas de los fusilamientos, se alza un edificio neomudéjar con dos altas torres. Para entrar al edificio desde el patio hay que subir una escalinata en cuya cima se apostan los profesores a vigilar alumnos díscolos. Pues un profundo semisótano se extiende bajo la escuela. Allí el oscuro pasillo por el que se accede al comedor y al gimnasio, salpicado de anacrónicos objetos —un podio que nunca se ha empleado, sillas desvencijadas, objetos de laboratorio...— y recorrido por las tuberías de la calefacción. El olor a desinfectante se mezcla con el tufillo del repollo y las judías verdes, que el hambre hace apetecibles. Mientras esperamos, alguien habla sobre el fantasma de la enfermera que murió allí durante la guerra, cuando aquello era un hospital.
»Ortiz y Manada ríen, pero entonces Navarro propone hurtar un vaso del comedor y llevarlo a la capilla. Allí, donde nadie nos buscará, podremos preparar nuestra ouija. Saben que yo siempre llevo un bolígrafo encima, y cuentan con él para dibujar el alfabeto sobre la tarima.
La sesión se programa para comenzar inmediatamente después del postre. Cuando llegamos a la capilla, Ortiz saca de su jersey el vaso de la comida; yo hago entrega del bolígrafo a Navarro, pero ella me pide que dibuje yo el alfabeto. Me niego; tengo mala letra; los otros tres insisten. Acepto a regañadientes. Pero mi mano, de alguna manera, se niega a obedecer la intención y las letras acaban formando extraños y laberínticos caminos que se entrecruzan. Algunos caracteres se repiten. Otros son vecinos de símbolos nunca vistos ni pronunciados por boca humana. Estoy como en trance. Pero mis amigos parecen contentos con el resultado. Colocan el vaso. Posamos los dedos encima. El cristal comienza a vibrar y se dirige rápidamente hasta un símbolo con forma espiral. Al principio creo que es una broma de Ortiz, pero entonces el vaso empuja hacia arriba nuestros dedos. Hay que desembocar. Ninguno tiene muy claro cómo hacerlo. Manada, venciendo su habitual timidez, se ofrece a tapar el vaso, llevarlo al lavabo y vaciarlo allá de lo que sea que esté dentro. Pero entonces vemos la pila de agua bendita en la puerta de la capilla. Ninguno de nosotros se pregunta qué hace llena de agua, diez años después de que el último cura dejase el colegio. Manada cubre con su manaza el vaso hasta llegar a la pileta; entonces, hunde el vaso en el agua bendita, retira su mano y lo inclina para que entre el agua bendita dentro. El vaso comienza a vibrar. Manada sale corriendo, a tiempo de evitar el estallido del vaso. Afortunadamente, a esa hora los profesores están vigilando el patio y el conserje echando una mano con la limpieza, así que nadie ha oído el estruendo. Usamos las cortinas para recoger los cristales sin cortarnos y los escondemos en una bola de folios, para tirarlos en las papeleras del baño. Pero nos olvidamos de tapar el alfabeto de la tarima. Menos mal que nadie entraba en aquella capilla, que al año siguiente fue reformada para construir un salón de actos.
Alrededor del caldero, el aquelarre discutió las bondades de aquella historia. A la Guerrera le parecía una patraña; el Profeta consideraba que la tensión producida por el hecho sobrenatural se diluía ante las consideraciones de tipo disciplinario. La Viajera propuso contar otra historia diferente, pero el frío de la noche estaba calando ya nuestros huesos y el brebaje se estaba terminando. Así que recogimos los vasos, la botella vacía y los cartones de vino y descendimos tambaleantes el sendero, discutiendo si refugiarnos en la Última Taberna o huir prudentemente hacia nuestros catres.
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