Este relato corresponde a la propuesta «52 retos de escritura para 2020» del blog de Literup.com. Concretamente, este relato desarrolla la propuesta «3. La aracnofobia es un miedo muy común. Haz que tu protagonista la padezca.».
—Dice usted que tiene problemas con los arácnidos. Es un miedo muy común. ¿Hasta qué punto es grave? ¿Le causa problemas con su familia? ¿Con sus amigos?
—Bueno, no tengo mucha familia. Soy soltero; mis padres murieron; mi hermano está en el hospital desde hace años. Tampoco tengo muchos amigos.
—Ya veo. Está solo, solo con sus miedos. Quizá eso los haya agravado, ¿no cree usted?
—Puede ser.
—Mencione alguna situación concreta donde experimente su miedo.
—Temo bajar a sótanos oscuros llenos de polvo y telarañas.
—¿Puede ser una reacción contra la suciedad?
—No... Yo creo que... en algún lugar puede haber oculta una viuda negra, una migala, una tarántula.
—Ya sabrá que, de esas tres especies, solo la tarántula vive en Europa, aunque hay arañas emparentadas con la familia de la viuda negra. Pero en cualquier caso, prefieren lugares secos, no sótanos.
—¿De veras?
—Lo dice la Wikipedia, así que no sé si fiarme del todo. Lo de no poder entrar a sótanos tampoco parece un gran problema. ¿Tiene sótano su casa?
—No, pero... Soy agente de la propiedad inmobiliaria. A los clientes... les parece mal que lleve guantes y máscara de protección en los ojos. Ya sabe, por si una tarántula me lanza sus pelos.
—Theraposidae. Hablemos con propiedad. La Lycosa Tarantula no lanza sus pelos. Otra cosa es que los norteamericanos, que son muy suyos, llamen «tarántulas» a las Theraposidae.
—Claro, sí. Está muy informada, doctora. Se nota que es usted un especialista en aracnofobia.
—Y dejando aparte el miedo que siente a bajar a sótanos, ¿no le causa más problemas su aracnofobia?
—Hay más cosas. Por ejemplo, las lámparas de brazos.
—¿Las arañas?
—¡No las llame usted así! Ahí en el techo, pienso que van a venir a buscarme.
—¿Solo siente ese terror en la oscuridad, o también cuando están encendidas?
—En todos los casos. Imagine qué horror, enseñar una casa y descubrir que sus lámparas son... ya me entiende. Menos mal que últimamente la gente se deshace de las lámparas antiguas.
—Pero podría usar ese temor de manera positiva, para ver que su miedo es irracional. Por ejemplo, la palabra web significa, en inglés, telaraña; y sin embargo, usted navegará por internet...
—A partir de ahora dejaré de hacerlo.
—¿De veras? ¿No se da cuenta de que no puede salir ninguna araña de la pantalla de su ordenador?
—Lo siento, soy muy sugestivo.
—Desde luego, parece que lo suyo es un caso más grave de lo que me temía. Aunque soy especialista en el tema, supondrá un reto profesional. ¿De dónde cree que viene su miedo a las arañas?
—A los dieciocho años, visitando la central nuclear con el grupo del instituto, mi hermano sufrió la mordedura de una araña radiactiva. Fue una experiencia horrible. Durante días estuvo en cama, conectado a un respirador. Saturaron su cuerpo de yodo para eliminar la radiación y de antihistamínicos para aliviar la inflamación. A pesar de todo, no pudieron hacer mucho por él. Desde entonces, tengo un pavor horrible a las arañas.
—Es curioso que sea un trauma tan tardío. Normalmente, estas cosas surgen en la infancia más temprana. ¿No recuerda algún episodio en sus primeros años?
—Bueno, ahora que lo dice... Recuerdo que una vez, en la bodega de los vecinos, apareció una araña grande como un cangrejo. Del tamaño de mi mano. Claro que yo tendría entre siete y nueve años, y mi mano no podía ser muy grande. Con horror vi cómo el abuelo del vecino cogía la araña, arrancaba las patas una tras otra y nos las alargaba: «Para que perdáis el miedo». Aquella noche, antes de dormir, cogí el insecticida de la mesa del pasillo y fumigué abundantemente bajo las altas camas y en los rincones del cuarto.
—La araña es un símbolo de la madre colérica. ¿De niño tenía usted miedo a su madre?
—Mi familia es del norte; mi madre siempre fue la que se ocupó de criarnos y de imponer las normas de la casa. Pero nunca fue cruel, ni le tuve miedo.
—También puede ser un símbolo del pánico a las mujeres. ¿Qué tal sus relaciones sentimentales?
—La verdad es que no muy bien. Siempre se estropean por detalles aparentemente sin importancia. Por ejemplo, mi primera novia, Nina. Cuando por fin me decidí a llevarla a un hotel, estaba bajándole la cremallera de su top de cuero cuando encontré en su espalda... Un tatuaje de una araña. Nunca me había hablado de él. Y bueno... No pude continuar. Ella me dejó a los pocos días.
—¿Usted le comentó algo sobre el tatuaje?
—No, no le dije nada. Me avergonzaba tanto...
—Comprendo. ¿Algún otro caso que pueda comentar?
—Elsa. Nos conocimos en la finca de un amigo. Había organizado una fiesta monumental, de varios días de duración, con mucha gente. Era una finca enorme, con casitas de huéspedes que normalmente se alquilaban, pero que cerró para alojar a las diversas pandillas que amigos que no nos conocíamos entre nosotros. Habíamos estado bebiendo toda la tarde, así que después de cenar..., bueno, lo normal: cada quien estaba buscando compañía para pasar la noche. Me puse a bailar con una amiga mía pero luego ella se acercó y la reemplazó. La llevé al sofá a tomar una copa y luego... buscamos un lugar más discreto, ya lo puede imaginar. Pero entonces un gato entró en la habitación.
—¿También teme a los gatos?
—Oh, ya sabe. Es gato y araña. Por eso no podía estar desnudo junto a un gato.
—Ya veo. Ahora comienzo a comprender la magnitud de su terror. Pero no se preocupe, porque acabará hoy.
—¿Ah, sí?
—Creo que lo más conveniente es la hipnosis. Lo inmovilizaré para evitar que se haga daño.
—¿No serán correas de cuero? Me causan sarpullidos.
—Tranquilo. Suelo usar pañuelos de seda para este propósito.
—Bien. Siempre me atrajo el bondage.
—Ahora siga atentamente el movimiento de mi mano. Cuando diga tres, se dormirá. Uno... dos... tres.
Ariadna Santos comprobó que aquel paciente, inmóvil sobre la camilla, permanecía en trance. Desde que había aprendido a usar la hipnosis, había dejado de emplear veneno. Atrapado en su red, su paciente seguiría dormido hasta que pudiera alimentarse de él. Después de enrollarlo en un largo obi de seda y hacerle un hueco en el gran archivador metálico que ocupaba la parte trasera de la consulta, pulsó el intercomunicador y dijo con voz neutra:
—El siguiente.
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