Páginas especiales

domingo, 29 de diciembre de 2019

Petrucha: Destripador

PETRUCHA, Stefan: Destripador. León, Everest, 2012. 501 págs., 21cm
ISBN:
978-84-441-4825-0
Descriptores:
Literatura juvenil. Novela negra. Steampunk.

Recibí este libro en mi cumpleaños, o quizá en las navidades pasadas, como regalo de mi padre, incansable fatigador de traperías y librerías de lance. Como no soy muy amigo de novelas negras, el libro permaneció durante meses en el salón de mis padres, mientras yo me dedicaba a leer los libros que mi padre había comprado para sí o para el resto de la familia. Finalmente, le llegó el turno. Lo empecé un poco antes de Navidad y a ratos perdidos he ido leyendo capítulos hasta que anoche me di un atracón. Porque Destripador es uno de esos libros que enganchan, pero no en el primer ni en el segundo capítulo.

La trama parece simple, al menos lo que se puede contar sin destriparlo. Comienza con un asesinato en un museo de Nueva York, tras el cual el criminal deja una carta con el estilo inconfundible de Jack el Destripador. A continuación, la acción pasa a un orfanato, donde un jovencito busca detalles sobre su padre, hasta dar una carta con el mismo estilo (creo que al decir esto no destripo el libro: el protagonista no asociará a ambos autores hasta que disponga de la información en el capítulo 56, pero el lector medianamente perspicaz habrá captado la idea al leer el capítulo 1 y el 2 y relacionarlos con el título de la novela). Poco después, el joven es adoptado por un detective jubilado, que lo prepara para incorporarse a una agencia de detectives que tiene un evidente toque steampunk. El primer caso que deberá solucionar es la identidad de su padre, lo que le llevará a enfrentarse contra un asesino en serie. Cuando, después de solucionarse ese caso (hacia el capítulo 77) vemos que quedan cincuenta páginas más, poco a poco nos damos cuenta de que la obra acabará... (a continuación spoiler en rot13:) pba ry ivrwb tveb ra dhr ry ohrab l ry znyb fba yn zvfzn crefban.

La estructura sigue el «viaje del héroe» —o, si se prefiere, la estructura general del cuento de hadas— con el huérfano afectado por la pérdida, la prueba que le lleva a encontrar un ayudante, el objeto mágico (en este caso las maravillas tecnológicas imaginadas por el autor) necesario para posteriores pruebas... Incluso diría yo que está ese segundo ciclo propio de todo cuento de hadas, el del retorno del héroe, si bien un poco desdibujado. Pero, como en toda novela actual que se precie, hay una trama secundaria que se imbrica en los sucesos de la trama principal. En este caso son las relaciones de enemistad-amistad con sus antiguos compañeros de orfanato y su amor por Delia, también una antigua compañera de orfanato. La importancia de estas relaciones sociales entre adolescentes es realmente la que da un aire de novela juvenil a esta obra, a pesar de lo truculento de sus escenas.

Los personajes están bien dibujados a través de sus acciones, pero en general se comportan como «tipos» que no evolucionan, más que como «caracteres». Los más profundos son Carver Young (el protagonista), que se debate, por una parte, entre su deseo de conocer a su padre y su deseo de no parecerse a él, y, por otra, entre su deseo de hacer el bien y su inevitable tendencia a comportarse como un pícaro; el detective jubilado Hawking, un personaje que es a la vez paternal y bestial, paciente e impulsivo, marcado por el fracaso en su carrera profesional y (lo sabremos al final) en su vida familiar; Delia, la heroína, no está tan bien dibujada como ninguno de los, pero aun así posee cierta libertad de acción y decide por sí misma. En cambio, Finn, si bien acaba evolucionando al final, actúa durante casi todo el libro como el tipo del compañero abusón. También Theodore Roosevelt actúa como una caricatura de sí mismo (el autor dice que fue el visionado de Noche en el museo lo que le animó a meterlo en la novela).

Respecto del estilo, está razonablemente bien escrito. La narración es rápida, con capítulos muy breves (85 capítulos en 491 páginas de narración, lo que hace una media de 6 páginas por capítulo, alrededor de 1500 palabras por capítulo). Hay algún término de argot obsoleto que supongo se ha introducido para dar sabor antiguo, y solo he visto una errata execrable: el uso de «sobre todo» [separado] para 'impermeable' (me hizo gracia porque el error ortográfico habitual es el contrario, «sobretodo» [unido] para 'principalmente'). En clubes de escritura suele surgir la pregunta sobre la variedad en verba dicendi es necesaria. Como sucede con tantos autores de juvenil, Petrucha parece partidario de la variación (espetó, gritó, siseó...), aunque podría ser cosa de los traductores.

Que podía haber literatura juvenil de calidad ya lo sabía, pero me ha resultado interesante descubrir que existe una literatura noir para jóvenes que no renuncia a lo truculento. Si les gustan los juegos de espías, las novelas con giro final a lo Clancy o simplemente la novela policial clásica, disfrutarán con esta obra.

viernes, 27 de diciembre de 2019

La «reciente» revolución digital

En su mensaje de Navidad, el rey Felipe VI volvió a uno de los más manidos tópicos actuales: el de la reciente revolución digital y sus efectos sobre el empleo.

Llama la atención que su majestad siga llamando «reciente» a algo que tiene casi su misma edad. Hemos celebrado este año los 50 de internet; Apple I se introdujo en 1976; Jobs está ya muerto, y Gates hace tiempo retirado; nadie recuerda ya la «crisis de las “puntocom”», que tuvo lugar más o menos en 2001, mi último año de interino; doce meses después, el concepto «wearable» aparecía ya en la prensa especializada, si bien dirigido a artilugios caseros de bricoleurs que hoy llamaríamos makers; el primer smartphone de mi hermana, aunque comprado hacia 2010, usaba windows 2002; entusiasmada al ver sus funciones, la compañera de piso compró el primer modelo de Iphone (que por aquel entonces ofrecía una experiencia inferior). El mismo año, se empezaban a popularizar entre los geek o frikis las impresoras 3D, cuya explosión definitiva en España —con la connivencia de autoridades educativas— tuvo lugar más o menos en 2014, cuando me incorporé a mi anterior destino. Dado que el abaratamiento de esta tecnología se debió a la expiración de su patente, debemos situar su invención antes de 2000, es decir, hace 20 años.

Más importante que la revolución digital ha sido la fe ciega que inspira. Es curioso que estemos dispuestos a que no se nos dé un recibo por nuestras compras, o a que las facturas y contratos se envíen a una dirección de internet sin que el proveedor verifique que realmente nos corresponda (en mi buzón electrónico recibo diariamente facturas, recibos, reclamaciones de cobro, contratos y billetes de avión dirigidos a Josés de todo lo ancho y largo del mundo, desde Filipinas hasta Chile). Es curioso que admitamos comunicados como el de la EMT en que se nos advierte que al pagar con tarjeta (sin firma ni pin) no se generará ningún justificante, y que, además, se nos podría cobrar un billete por el solo hecho de acercarnos demasiado a una maquinita situada a la altura a la que muchos hombres llevan sus tarjetas de crédito. Es curioso que estemos dispuestos a manifestarnos por las pensiones, pero permitamos que las empresas de nuestro alrededor no tengan empleados, sino colaboradores que contribuyen con una exigua cuota a la seguridad social, que conocen el inicio de su turno unas horas antes y que son avisados de su «despido» (entre muchas comillas: ya se dijo que no son empleados) con solo unas horas, frente  los 15 días estipulados por la normativa laboral. Es curioso que estemos dispuestos a que las leyes ordinarias tarden años en tramitarse y días en publicarse, pero que ciertos decretos se publiquen instantáneamente en un BOE de domingo.

El papel del gobierno de España y de los gobiernos de la Unión Europea en la aceptación de estas reglas del juego no ha sido inocente. Sin el abrazo del neoliberalismo como credo oficial de la Unión Europea en el tratado de Lisboa, sin una ley de administración electrónica que dejaba en papel mojado muchas de las garantías y plazos que se daban a los ciudadanos, nada de esto hubiera sido posible. De siempre a los católicos se nos ha prohibido leer la Biblia, no fuera a ser que nos diera por interpretarla. Y algo de eso hay en esta fe del carbonero con que muchos han adorado la sacrosanta Cibernética sin entenderla demasiado, o sin llegar a ninguna conclusión sobre sus implicaciones últimas. La revolución no está tanto en las máquinas como en la forma de pensar de la gente.

miércoles, 25 de diciembre de 2019

El cuento del miércoles: La bella durmiente tiene sueños lúcidos

Philip K. Dick lo describió hace tiempo. También Amenábar, aunque no polemizaré sobre si fue poligénesis o plagio, influencia o despiste. Yo, con talento menor pero no necesariamente inferior vanidad, podría igualmente comentar los síntomas. Solíamos ser dos, uno y una, eso creo. Dos suena más coherente, y es un número sencillo. “Diecisiete” es grande; “uno” parece pequeño. Pero cada vez que nos cuento parece que faltan dedos. El caso es que ella tenía nombre, y una melena negra, y dos ojos marrones en el rostro. Pero vista de lejos, yaciendo junto a mi serenamente, se diría que es otra, anónima y sin rasgos. Solo volviendo al lecho, donde un extraño ocupa mi lugar y mi cuerpo, vuelvo a oler los oscuros cabellos de su nuca.

Abro los ojos en sueños, y sé que sigo dormido porque la luz no ha cambiado. El despertador marca las seis de la mañana. Me levanto, me ducho, tomo un tranquilo desayuno. Estoy mirando las noticias —esas noticias absurdas del telediario matinal— cuando suena por fin la alarma. Vuelvo a levantarme, vuelvo a ducharme, desayuno a toda prisa. Apenas cierro la puerta —chaqueta mal cerrada, bufanda puesta de cualquier manera, el maletín en la diestra, las llaves en la zurda— cuando se enciende la radio y sé que es hora de levantarse. Y a pesar de que esta vez no me ducho, no me afeito, me pongo cualquier cosa y enjuago mi boca a toda prisa, tampoco logro salir antes de que el despertador cierre el bucle. De creer a Freud pensaríais que ha de ser muy puntual quien tales pesadillas sufre. No podría asegurarlo: no recuerdo ya si alguna vez he llegado al trabajo. Y conozco las pruebas, sí, claro que las conozco. Sé que si me acosté rubio y me despierto moreno, si pulsé el interruptor y la luz sigue en su sitio, si el reloj marcaba las seis y ahora son las cinco y media, si atravesé la puerta y aun no estoy al otro lado, lo más probable es que esté sufriendo un sueño. Lo que no puedo saber es si me acosté rubio, si pulsé el interruptor, si el reloj marcaba las seis, si llegué a pasar la puerta.

Al principio anotaba todo en una libreta. De vez en cuando, me daba cuenta de que faltaban datos. Así, me miraba al espejo y apuntaba: caucásico, pelo castaño e incipiente calvicie, nariz larga pero roma, labios carnosos perfilados de rouge, pechos pequeños y firmes. Y luego cogía el cuaderno y lo metía en el bolso. Entonces, en algún momento, empezaba a dudar. Y ante otro espejo tomaba el cuaderno del armarito de los medicamentos y apuntaba: alta para ser mujer, pelo rubio rizado, ojos azules —pueden ser las lentes de contacto—, una boca pequeña sobre una breve mosca, perilla. Y quedaba la libreta entre el yodo y las tiritas.

Luego descubrí que en el recibidor había unas fotos. Yo tenía que aparecer en alguna de ellas. Me acercaba con un marco al espejo y, si era mi foto, lo volvía a dejar en su sitio. En caso contrario, llevaba el marco a otro lugar donde lo fuera a reconocer como extraño: al fondo de la nevera, a un cajón de la cómoda, al armario escobero.

Y cuando me agitaba a mitad de la noche y me costaba sentir el aliento de Julia, buscaba en la mesilla de noche, entre las zapatillas, su foto. Y mirándola ante el espejo decía: “soy yo, soy Julia”. Y volvía a acostarme junto a ese hombre extraño cuya respiración —el ronquido angustioso de la apnea— me había despertado. Le daba la espalda, pues no quería ver su rostro decrépito y su canoso cabello que quizá fuera el mío.

Escrito originalmente el 15 de septiembre de 2014. La misma idea la usé posteriormente para un cuento presentado al concurso de la UNED.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Javier Cercas: Soldados de Salamina

CERCAS, Javier: Soldados de Salamina. Barcelona, Tusquets (colección Andanzas), 2002. 216 págs., 21cm
ISBN:
978-84-8310-161-2
ISBN 10:
84-8310-161-0
Descriptores:
Novela histórica. Guerra civil española.

No había leído aún Soldados de Salamina. Ni siquiera había visto la película, a pesar de que me tomé la molestia de grabarla una vez que la programaron en televisión. Conocía, eso sí, el argumento.

La novela es fingidamente autobiográfica. El protagonista, que se llama a sí mismo con el nombre del autor, sería un periodista relegado a la sección de cultura de un diario gerundense (si leemos las solapas, veremos que el auténtico Cercas ejerce una profesión distinta). Durante una entrevista, Sánchez Ferlosio le cuenta una anécdota de su propio padre, Rafael Sánchez-Mazas: su milagrosa salvacion cuando fue fusilado al final de la guerra. La publica años después en el periódico y, de repente, una carta le avisa de que la historieta que todos juzgaban batallita inventada podría ser real.

Tras una laboriosa investigación que se nos relata en la primera parte del libro, se dedica la segunda a reconstruir la vida de Sánchez-Mazas, centrándose, de un lado, en el episodio del fusilamiento y, de otro, en la implicacion del escritor en el ascenso de Falange, y su paso a segundo plano cuando Franco decidió unificar los partidos afines al régimen bajo la figura del Movimiento.

En la tercera parte, gracias de nuevo a una entrevista, el autor sigue la pista de un anónimo soldado republicano que podría ser el salvador de Sánchez-Mazas, y se relata su doloroso camino desde la guerra de España hasta la liberación de París.

El libro se lee de un tirón; pero la credulidad en la anécdota personal se rompe cuando se detectan ciertos truquillos de autor literario obsesionado con la simetría y la estructura perfecta: las dos entrevistas, el leit motif del pasodoble que une las tres partes de la narración. Los personajes están tratados con humanidad, hasta tal punto que nos encariñamos con ese número cuatro de Falange a pesar de que se nos repita, una y otra vez, que fue una de las personas que más conspiraron para incitar a los militares a sublevarse. La estructura tripartita de la narración hace que, sin embargo, al final del libro nos sintamos más cerca del comunista que pudo haberlo fusilado y que quién sabe (ahí está la gracia: no se asegura nunca) si lo salvo.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

El cuento del miércoles: Floppy

Estoy en casa escuchando el vaivén del brazo de la impresora. El chirrido de los servos me traslada a los tiempos en que ese sonido (pararí para, pararí para...) era el de la unidad de 5¼" tratando de leer un sector defectuoso. ¡Cuánto tiempo de mi vida habré malgastado por culpa de discos defectuosos! Casi tanto como el que ahora malgasto mirando tonterías en internet o intentando instalar programas demasiado antiguos para mi sistema operativo actual. La cosa es perder el tiempo. Pero sí, hubo un momento en que mi vida giraba alrededor de los floppy, y en que la desmagnetización de uno de ellos (al pasar por arcos de seguridad, dejarlo en lugares inadecuados o simplemente de modo completamente casual) era un auténtico drama, similar al que años después me supuso el descubrir que los CD de copia de seguridad de un disco duro estropeado tampoco se podían leer, o a los trastornos que producen esos USB de baja calidad que se estropean cuando se graban demasiados datos encima.

Voy a la sala de ordenadores de la universidad y llevo el floppy dentro de un libro para que no se estropee. Me conecto al proyecto gutenberg y descargo la Celestina. A continuación, compruebo si en los ordenadores de la universidad está instalado Wordperfect. Maldición, solo hay word 2.0. Tendré que editarlo en casa.

De nuevo en mi hogar, inicio el WordPerfect, dispuesto a ejecutar mi macro de esiloestadística sobre los archivos. Pero he aquí que el disco no funciona. Pruebo el consabido chkdsk; pruebo con el doctor disco Norton; pruebo, incluso, el antivirus. Pero nada, el archivo no aparece por ningún lado. Solo recibo errores de sector no encontrado y similares.

Recuerdo entonces una utilidad más antigua, programada en BASIC, que no funciona con los discos de 3½" pero obra maravillas con los de 5¼". Parece encontrar rastros de algo. Lo guardo en el disco duro, pero no parece ser lo que busco. ¿Qué demonios hace el código fuente de un programa en C dentro de los sectores vacíos de este disco? Yo nunca he programado esto; es más, hace solo un par de meses que sé identificar el C; hasta entonces, constituía un misterio para mí.

Vuelvo a dejar el disquete dentro del libro y entonces descubro que había dos discos en él. El mío sigue dentro. Me puede la curiosidad y vuelvo a examinar ese código en lenguaje C. ¿Qué dice ahí sobre ICBM? ¿Y sobre claves de lanzamiento? Estaría bien poder compilar esto, a ver qué pasa, pero ni tengo compilador ni conozco a nadie que lo tenga, así que hago lo más sensato: dejar el disquete en la sala de ordenadores de la facultad, para que lo encuentre quien lo haya perdido.

Dos días después, un hongo nuclear ilumina el horizonte.

domingo, 15 de diciembre de 2019

Nieves Mories: Asuntos de Muertos

MORIES, Nieves: Asuntos de Muertos. Cádiz, Cerbero, 2019. 288 págs. 2,85€ (ebook) / 15€ (papel)
ISBN:
978-84-120202-3-6 (no recogido en la base de datos del ISBN español, ni en la BNE, ni en REBECA)
Descriptores:
Terror. Terror psicológico. Maltrato infantil. Enfermedad mental.

Se suele pensar que las novelas de terror, fantasía o ciencia ficción son obras escapistas que permiten que el lector huya de su realidad cotidiana. Nada más lejos de la realidad.

Asuntos de Muertos es una de las muchas obras que muestran que el terror más auténtico es el que las propias personas reales provocamos sobre los demás y en nosotros mismos. El que se produce cuando, gota a gota, el maltrato va calando en nosotros y nos priva de la capacidad de amar o, peor aún, nos enseña que solo se puede amar haciendo daño. Hay fantasmas en esta novela, pero los que dan más miedo son los que solo están en la mente de la protagonista.

La trama de esta obra es confusa. Decididamente confusa. Continuamente se nos van anticipando hechos que solo se contarán con detalle mucho después, lo que da una impresión de hechos vividos. Vividos por una mujer que comienza el libro hablando de unos muertos que la rodean. Y hasta el final no nos damos cuenta de que esta novela es el relato de las vidas de esos muertos.

Empezando por la propia protagonista, una auténtica muerta en vida. Su infancia ha sido robada por el abandono psicológico en que la dejó su padre y por el sutil pero crónico maltrato a que la sometió su hermana. Ella misma se define como "la persona de Pavlov": ¿no es esta metáfora metáfora un hallazgo fantástico? El caso es que, en un momento de apuro económico, ella le da a la familia la idea de obtener unos ingresos extras montando un gabinete parapsicológico. Pero la cosa, lo sabremos después, se va de madre. Hasta ahí puedo leer.

Lo mejor de este libro es la profundización psicológica en los personajes, unos personajes que duelen, que hacen sufrir al lector: el principal horror del lector es su propio temor a la locura. Nos puede ocurrir a todos. O a nuestros amigos. ¿A qué gente no hemos tratado así? El lema familiar es que nunca se perdona ni se olvida. Hermoso lema, ¿verdad?

miércoles, 11 de diciembre de 2019

El cuento del miércoles: Yo soy la Baba Yaga.

Nota: Este cuento se escribió originalmente para la Antología Witch World, una antología propuesta por la escritora Lana Fry que pedía cuentos que retratasen las distintas tradiciones de brujería a lo largo y ancho del mundo. Finalmente, la antología se suspendió antes de fallarse los ganadores. Podría haberlo guardado para otra antología, pero quería publicarlo cuanto antes, así que os lo ofrezco en el blog. Hice en su día una versión en audio, pero mi mala pronunciación de la r arruina el resultado.

Yo soy la Baba Yaga que perturba tus sueños infantiles. Encontrarás mi cabaña en el claro del bosque, una noche de luna llena, pero yo no estaré en ella. Estaré surcando los cielos dentro de un gran mortero, remando con el majo para impulsarme. Mientras tú te preguntas si entrar o no entrar a la humilde cabaña en busca de refugio —a lo lejos, los aullidos terroríficos; a tu alrededor, los crujidos de las ramas que parecen tratar de agarrarte; bajo tus pies, el croar del sapo y el silbido de la serpiente—, yo estoy buscando tiernos niñitos perdidos. Niños que me digan: «bábushka, díganos cómo llegar a nuestra aldea».

Abrirás la puerta. Un escalofrío recorrerá tu espalda cuando el cálido ambiente haga volver a correr por tus venas la sangre que se ha enfriado en tus mejillas coloradas. Te quitarás las botas embarradas, o las madreñas, y correrás hacia el hogar donde bulle la marmita. Sentado ante el fuego, te sentirás como Vania o como el pequeño Sacha, a la par reconfortado por el aroma del guiso que se cuece lentamente —ese aroma a mejorana, a malagueta, a eneldo— y alarmado por el extraño olor a tocino rancio. Te acercarás a la olla; contemplarás extasiado las vetas blancas de la crema flotando sobre las verduras y no podrás evitar la tentación de probar un poquito de sopa con el cazo. Qué calentito está el borsch cuando uno llega del frío de la noche invernal.

Se acercará hacia ti el gato con esa mirada suplicante que el muy taimado pone para atraer la compasión de los niños. Buscarás entonces un cuenco y le pondrás una ración mayor —incluso— que la que te atreviste a servirte a ti mismo. El minino te lo agradecerá con un ronroneo, y poco a poco, acurrucado en torno a él, te quedarás dormido. Para entonces, yo estaré pensando en volver a casa, pero será muy larga la distancia y mi brazo estará cansado de tanto empujar el majo. Tanto tardaré, que el gato, olvidando a quién debe lealtad, te avisará para que escapes. Saldrás por la puerta pensando en desandar tu camino, pero no encontrarás huella alguna: mientras dormías, la casa habrá despertado y, echando a andar sobre sus enormes patas de gallina, habrá buscado el mejor lugar donde confundirte.

Aunque olvidó avisarte de tal circunstancia, mi familiar te habrá dado unas semillas y unas fórmulas, pensando que con ello lograrás despistarme.

Cuando llegue a mi humilde cabaña observaré con avaricia que falta un cacito de sopa. Veré también que está sucio el cuenco donde desayuna el gato. Y sentiré, sobre el olor del eneldo, de la malagueta y la mejorana, el acre pero dulzón olor de la tierna carne de niño. Justo el ingrediente necesario para añadir proteínas y sabor al guiso. Interrogaré al gato; amenazaré con echarlo a la sopa; suplicaré, rogaré, maldeciré y, finalmente, rendida, recordaré que mi casa es mucho más leal que cualquier animal de cuatro patas. Será cosa, pues, de pedirle que me indique el camino. Así sabré hacia dónde debo ir. Volveré a meterme en el mortero volador; obligaré al gato a ayudarme a remar entre la pálida luna y las oscuras nubes; daré un grito de alegría cuando te vea allá abajo, corriendo por los tortuosos senderos hacia lo más profundo del bosque.

Mi grito golpeará tu cuerpo como el martillo golpea el yunque, como la fusta golpea al potro. Se aflojarán se aflojarán; sentirás que tus dientes repiquetean como castañuelas. Sin embargo, conseguirás sacar fuerzas para arrojar tras tu hombro una semilla de piedra. De la dura semilla brotará un alto monte que tendré que majar en mi mortero; con ello, perderé toda la noche, y tendré que silbar para que venga mi casa a recogerme antes del amanecer.

Al día siguiente tú también estarás cansado, pero hallarás la manera de llegar al río, robar una barcaza y dejarte llevar a la deriva mientras el sol lucha por despertarte de la siesta. Desembarcarás ante un palacio. Una zarevna de rostro ovalado y rubios bucles vivirá en él, custodiada por una corte de comadres y dueñas ante las cuáles el adusto emperador de mirada ceñuda te parecerá el más simpático de los vejetes. Preguntarás a los aldeanos. Dirán que la princesita lleva años presa de una profunda tristeza, y que los cuatro heraldos del zar, enviados a las cuatro esquinas del mundo, han ofrecido su mano a quien la haga reír.

El gran duque Carol, de Polonia, le habrá traído un dragón amaestrado encontrado en los montes Tatra. Alexis, hijo del zar de Ucrania, tendrá para ella un oso danzarín que baila al ritmo de las canciones cosacas. El hijo del rey de Armenia habrá ofrecido un laúd que toca solo, fabricado con la madera del arca de Noé, embarrancada desde el fin del diluvio en la alta cumbre del Ararat. Un siberiano de piel amarillenta, que se dice descendiente de Kublai Kan, portará en su hatillo una cajita de jade con una danzarina minúscula que baila al son del trinar del pequeño ruiseñor posado en su dedo índice. La robó —dice— en la lejana Samarcanda. Pero ninguna de estas maravillas hará feliz a la princesa, que sin duda es una de esas zarevnas caprichosas y malcriadas que pueblan los cuentos de hadas.

Tú serás demasiado inocente como para pensar tal cosa, y mirando a la niña de rostro ovalado que pasa las tardes oteando por la ventana para tratar de alcanzar con su vista y sus suspiros a algún caballero andante, te darás cuenta de que está muy delgada y de que también lo están las dueñas malencaradas que la guardan y el padre de ceño adusto y los famélicos siervos y los terratenientes cuyas fincas cultivan. Por eso lanzarás sobre tu hombro la segunda semilla, una semilla dorada de maíz, de la que brotarán enormes extensiones de maíz y de mijo y de sorgo y de centeno y de cebada y escanda e incluso de trigo candeal que brotarán en unas horas como en el milagro del villancico.

La zarevna, que no es una niña caprichosa y malcriada ni suspiraba de amores y melancolía, sino que simplemente languidecía de hambre y de vergüenza de confesar que hasta la despensa real estaba vacía, comenzará a reír y a aplaudir y el viejo zar y las comadres no tendrán más remedio que preguntar quién ha sembrado los campos, para que la zarevna contraiga matrimonio, cumpliendo la promesa que proclamaron los cuatro heraldos. Un kulak de sonrosadas mejillas y un duque vestido de seda se disputarán tal honor contigo; pero tú dirás:

—Como prueba de que yo planté los campos, os traeré el gran majo de hierro de Baba-Yaga.

El anciano zar estallará en carcajadas; el kulak será presa de un ataque de tos; el duque sonreirá, malicioso. Solo la pequeña zarevna de rostro ovalado te mirará con ojos tiernos bajo sus bucles rizados, preguntándose cómo es posible que tan joven muchacho desee la muerte. Tú, en cambio, a esas alturas ya habrás calculado que solo es cuestión de tiempo que acabe de majar la montaña en mi mortero, y que cuando lo haga saldré de nuevo en tu busca, así que conseguir arrebatarme la mano del almirez no es solo prueba de tu valor, sino requisito indispensable para tu supervivencia.

Mientras tanto, el kulak habrá salido a pedir a su herrero que le forje un gran majo de hierro, largo como la pierna de una bailarina, pero fuerte como la pezuña de un buey. Y el duque habrá ido a Moscú a comprar un majo tallado en una piedra que cayó de las estrellas, duro como la cabeza de un campesino y extenso como la estepa rusa. Tú esperarás, cortejando a la princesa, paseando con una espiga en la boca y tus ojos en los de ella, hasta ablandar poco a poco los corazones de las duras guardianas y el adusto padre.

En esto, llegará el kulak con una gran cachiporra llena de óxido y dirá que es el majo de Baba Yaga. Pero tú, aunque nunca me has visto volar sabes, como todo el mundo, que Baba Yaga vuela montada en su mortero, agitando el majo. Por tanto, pedirás al rey que coloque al kulak en un gran mortero de moler trigo, en lo alto de las almenas, y que lo empuje al vacío, de forma que se compruebe si el kulak puede volar agitando el mazo. Y cuando el zar vea con sus ojos —con toda alegría, hay que decirlo: en toda la historia de los zares, ningún zar gustó de casar a su hija con un terrateniente sin títulos— que el mortero se estrella contra el suelo —no sin antes aplastar a su ocupante—, admitirá que sin duda el kulak era un pillo y un impostor, y lo tenía merecido.

Pero dos días después llegará a palacio el duque con su gran maza tallada en una sola pieza de aerolito. Y, aunque casi toda la corte estará de acuerdo en que un artefacto tan prodigioso no puede haber salido sino de la casa de patas de gallina que hay en el centro del bosque, tú sembrarás la duda sobre si es o no es una mano de mortero, dado que no se ven restos de harina pegados en su parte más gruesa. Será fácil resolver la cuestión: aunque el único almirez de palacio se rompió en no sé qué locura protagonizada por un kulak, si la gruesa vara metálica pudiera impulsar un mortero por los aires, con más facilidad impulsaría una barca por el ancho Moscova. El duque embarcará confiado —habrá elegido un tramo con bancos de arena— pero, aun así, el zar contemplará con resignación —qué mejor para una zarina que emparentar con un título, y si zares, kanes, reyes y grandes duques no han podido enamorarla, es deseable que por lo menos sea un pequeño duque quien se lleve su mano— cómo las aguas se tragan barca y ocupante.

Al día siguiente, el zar dará un ultimátum al candidato restante, al que habrá visto muy risueño estos días, como si fuera a salir corriendo, el calzón bajado y la princesa burlada, jactándose de su victoria.

—Pequeño niño de padres desconocidos: tus rivales nos han abandonado en tristes circunstancias, pero aún queda por probar que puedas traer el majo de Baba-Yaga. Dos días más te doy para traerlo. Al tercero, te echaré como alimento al foso del oso danzarín (el dragón murió de saudade añorando su lejana patria polaca).

A esto replicarás que no necesitas ir a buscar el majo, pues esta noche tu bábushka lo traerá. Y efectivamente, esa noche se escucharán truenos en lo alto del cielo, que adquirirá una consistencia espesa y oscura, como si una anciana desdentada estuviese machacando guisantes para hacer puré, sin haberlos cocido primero. Tú habrás salido del palacio —no deseas atraer atención sobre la zarevna— y estarás tumbado en el campo, mascando una espiga, disfrutando de una agradable noche de verano —pues habrán pasado meses desde que comencé a demoler la montaña—, impertérrito bajo los cumulonimbos y los truenos.

¡Ay, con qué gusto miraré tu carne tierna! ¡Ay, cómo disfrutaré al saber que voy a matarte antes de que goces de tu primer amor! ¡Ay, qué sabor dulce tendrá tu corazón, y cómo se teñirá de rojo mi borsch de remolacha al son de sus latidos!

Taimado, el gato se escurrirá de entre mis piernas, escapará del mortero volador y se internará en los campos de cereales. No es de reprochar: para entonces, llevará meses alimentándose de pura harina de roca montañesa y sin duda preferirá probar suerte en las bodegas del zar, quien dicen que alimenta a su oso bailarín con los pilluelos rollizos que le guiñan el ojo a la zarevna.

Es el gato quien te recordará finalmente que estoy al caer, y de hecho aterrizaré ante ti —en una nube de humo y puré de guisantes— instantes después de que te dé su último consejo.

—Bábushka —susurrarás con cara de susto—, ¿me cocinará con mejorana y ajo, o con eneldo y cebolleta?

—Con pepinillos y zanahoria encurtida —responderé, consultando mi viejo libro de cocina—, chucrut, patatas y salsa holandesa, en una ensaladilla manjar de zares.

Pero mientras me pongo las lentes y abro el grueso recetario y busco en el índice las mejores recetas ligeras para el verano, aprovecharás para lanzar sobre tu hombro izquierdo la última semilla, que hará crecer lianas y enredaderas, zarzas y lúpulo, parras y hiedra y toda suerte de plantas trepadoras que atraparán a esta pobre vieja mientras los soldados del zar salen de sus escondites y acuden, valientes y aguerridos, a descargar su furia a bayonetazos.

Tú, mientras tanto, habrás cogido subrepticiamente el majo; con gran pompa lo presentarás al sorprendido rey y le dirás que, para no ser menos que tus oponentes, también tú te aprestarás a probarlo. Arrastrarás ante el trono mi mortero (el único, ya, que queda en el reino). Tomarás prestado un momento el majo que acababas de ofrecer al monarca. En ese momento darás un silbido, señal para que la tímida zarevna salte al mortero, y tú tras ella, de modo que tu (de facto) suegro compruebe con sus propios y atónitos ojos cómo es verdad que el mortero de Baba-Yaga vuela si se toma uno la molestia de impulsarlo con el majo adecuado.

Celoso de su honor —más que del de su desvergonzada hija— el anciano autócrata enviará tras tu rastro un batallón de cosacos a caballo, un ejército de siervos reclutados a la fuerza, una legión de comadres ansiosas por cuchichear, bisbisear y murmurar al oído.

¡Ay! ¿Qué será de ti? ¿Cómo escaparás a la justa ira del enfurecido soberano? Mal cariz va tomando este cuento; pero he aquí que, lamiendo unos restos de guisante que restaban adheridos al fondo, el gato quedó de inesperado pasajero en el mortero y aun te habrá de dar otras tres semillas, a condición —claro está— de vivir en tu casa el resto de su vida a mesa y mantel, disfrutando —por lo menos— de tres comidas diarias.

Así que —amante de la simetría, como todo aficionado a los cuentos tradicionales— permitirás que sea la zarevna quien arroje tras su hombro las tres semillas que te entregó el minino.

Surgirá de la primera un verde prado donde el trébol y la alfalfa crecen hasta la altura de un hombre; tanto, que los jinetes cosacos demorarán un mes entero dejando pastar sus caballerías —poco a poco, pues es sabido que los caballos nunca están ahítos y podrían morir de indigestión si no se reprime su insaciable apetito—, hasta que la hierba esté segada, el campo libre y la senda expedita.

De la segunda saldrá un enorme campo de escanda, que crece tan alta que no candeal, sino maíz parece. Los siervos, recordando su previa condición de campesinos, demorarán un mes segando el trigo, trillando, aventando la paja, atando el heno y, sobre todo, moliendo el grano, haciendo pan y comiéndoselo —poco a poco, pues es sabido que los siervos nunca están ahítos y podrían morir de indigestión si no se reprime su insaciable apetito—, hasta que la escanda esté cosechada, molida, amasada, cocida y comida, el heno segado, apilado, seco y devorado por los caballos de los cosacos, el campo libre y la senda expedita.

De la tercera semilla saldrá un jardín romántico con sus parterres, su ría con puentecillos semicirculares, su gruta de rocalla y sus altos setos de aligustres. Las comadres, recordando su condición, se adentrarán entre los macizos de flores y cuchichearán, bisbisearán y murmurarán en los oídos de siervos y cosacos, y en cuchicheos y amores trazarán tal laberinto que nunca será el jardín podado ni el campo libre ni mucho menos la senda expedita, salvo para la lúbrica pasión de unas y otros.

Y, en fin, cuando —generaciones después— hijos mezclados de dueñas de alta alcurnia, campesinos, comadres y cosacos recuerden la obligación que sus antepasados contrajeron —perseguir a un sinvergüenza que le había levantado su hija al calzonazos del zar, usando un medio de transporte que parece sacado de los cuentos de Afanasiev—, pensarán sin duda que a esas alturas la zarevna y el pillo estarán ya muy lejos, y puede que incluso les haya dado por tener hijos; es más: pudiera ser acaso que ya tengan nietos.

Y es cierto que la zarevna y tú habréis llegado entonces a ese lugar de finales felices donde las perdices son tan abundantes que hay que escabecharlas para que no se estropeen y den olor de mesón manchego a la casa; allí, ofreceréis un plato de leche al gato —que morirá intoxicado, pues, como todos los gatos, es intolerante a la lactosa— y os dispondréis a disfrutar de la vida, no sin antes pasar por el aro que se inserta en el dedo anular, pues la zarevna es muy tradicional —y aun diría más: un poco estrecha— y se resiste a compartir el lecho conyugal sin la bendición previa del primer pope que pase por allí.

Será durante la ceremonia nupcial cuando, de repente, te darás cuenta de que yo que te cuento la historia soy la Baba Yaga que perturba tus sueños infantiles, y que no puedo contar la historia si estoy muerta. Y por eso te despertarás aterrorizado en medio de la noche y buscarás a tu lado a la zarevna de bucles rubios y rostro ovalado y, comprendiendo la razón de su ausencia, te dirás que todo fue producto de tu imaginación, de los blinis de arenque y del último de los cincuenta chupitos de vodka que trajinaste anoche, Y puede que algo haya de cierto en ello.

viernes, 6 de diciembre de 2019

La lengua como api

Soy programador ocasional. El fin de semana que no tengo visita familiar ni correcciones suelo dedicarme a programar tonterías en distintos lenguajes de programación para novatos: VBA, javascript, processing. Usar tantos lenguajes distintos y tan poco a menudo hace que progresar en cualquiera de ellos se me haga cuesta arriba. Y, cuando he llegado a arreglármelas, cambian el lenguaje... o por lo menos la api, ese conjunto de métodos que, sin formar parte de ningún lenguaje específico, son necesarios para hacer cualquier cosa útil.

Esta frustración de no poder aprender algo nunca del todo bien se da también en la lengua. Cuando yo entré a la universidad a principios de los 90, la ortografía que regía era anterior a la entrada de Fidel en la Habana (la famosa regla del acento en las mayúsculas no se metió en los ochenta: nunca se dijo que no tuvieran que llevarlo). La gramática era más antigua aún, pero existía un breve esbozo de los años 70 que funcionaba (contra la recomendación de sus autores) como base normativa. Treinta años después, ha habido un par de reformas ortográficas y gramaticales que se han materializado en la publicación de diccionarios de dudas, ortografías razonadas, gramáticas y otras obras de oneroso precio periclitadas antes de amortizarse.

Es cierto que la lengua cambia, y más en un período en que lo joven y lo nuevo han adquirido la autoridad que en tiempos anteriores pertenecía a la edad y la tradición. Pero como profesor de lengua, no puedo dejar de sentir que estoy transmitiendo a mis propios alumnos que es inútil tratar de conocer completamente la norma, pues la norma es inestable y líquida, sujeta a caprichosos destinos como las api de android, y que cualquier cosa que escriban o lean tiene ya fecha de caducidad como los chistes del WhatsApp, y que quizá por ello no merezca la pena dedicarle más atención que a tales divertimentos.

miércoles, 4 de diciembre de 2019

El cuento del miércoles. Conflicto de intereses

Primero abandoné el blog para leer tonterías en facebook. Luego, para escribir microcuentos en twitter. Pero, aunque los microcuentos de twitter son una buena forma de practicar la escritura mínima, al final uno olvida cómo se escribe la ficción un poco más larga, de tres o cuatro líneas. Os acompaño el micro que preparé para el certamen de cuentos "Cuarto y mitad" de las bibliotecas de Madrid.

Quedé con ella en el mercado. Aprovecharía para comprar los ingredientes de unas berenjenas gratinadas cuya receta había leído en Vázquez Montalbán. No contaba con que encontraría puestos de sushi y algas, de cupcakes y cervezas artesanas, de tapas y burritos, pero ninguna pescadería donde comprar las quisquillas que la receta exigía. Buscando el puesto del pescado se me hicieron las doce y salí corriendo hacia la cafetería del mercado. “Nada más subir las escaleras”, me había dicho. Allí estaba, tomándose un expreso en claro desafío a los carteles que ofrecían batidos y smoothies. Musité una excusa y me acomodé junto a ella en la barra.

—No conocía este lugar —le dije—. ¿Viene mucho por aquí?

—De vez en cuando. ¿Ha conseguido las fotos?

Le pasé un sobre de papel Manila. Sacó de dentro unas instantáneas y las fue pasando sin que su mirada lánguida se detuviera demasiado tiempo en ninguna.

—Son buenas, pero esperaba encontrar algo más comprometedor. De todos modos, se las pasaré a mi abogado. Sabrá aprovecharlas.

—En cuanto a la minuta…

—Descuide. Extenderé un cheque. De la cuenta conjunta. Todavía estamos en gananciales.

—¿No sospechará?

—Prefiero que sospeche.

—Muchas gracias. ¿Sería mucho atrevimiento invitarla a cenar, ahora que su divorcio está más cercano?

Me miró de arriba abajo, como evaluando un cuerpo que nunca hubiera considerado digno de su interés. Torció el gesto por un momento, pero luego se iluminaron sus ojos y esbozó una sonrisa burlona:

—¿Por qué no?

Había sido una suerte no encontrar quisquillas. Una mujer como ella preferiría un solomillo al Oporto. O un chuletón tostado por fuera y crudo por dentro. Pasé por la carnicería y después paseé —el paquete sangrante en un brazo, ella en el otro— hasta el loft que me servía de oficina y vivienda. Jugueteó con la ensalada de rúcula y pasas; cambió su gesto cuando llegó a la mesa el solomillo. Aplicándose en el manejo del cuchillo, cortaba pedacitos que hacía desaparecer entre sus caninos, masticándolos después lentamente en un éxtasis de glotonería. Usó de la misma mezcla de minuciosidad y gula cuando me devoró sobre la mesa de la cocina. Se vistió y dijo que salía a fumar un cigarrillo. No había razones para que nos volviéramos a ver. Fregué los cacharros; recogí los restos que nuestra precipitación había estrellado contra el suelo; limpié la cocina y me dispuse a echar una cabezada en el sillón del despacho. Fue entonces cuando sonó el teléfono.

—Ha bordado el papel. Las fotos son estupendas. El abogado se ha entusiasmado cuando ha visto esa en que están los dos en la cocina.

—¿Y qué hay del cheque?

—Se lo envío por mensajero. Por cierto: no cobre el de mi mujer. Podrían acusarle de comportamiento antiético.