Que el otro día yo pudiera escuchar con nitidez, a un kilómetro de distancia, el himno de la Champions que sonaba en el Calderón no se debía tanto a los excesos decibélicos de la instalación (que también), como al hecho de que estuviera atravesando una calle totalmente desierta, descampado a un lado y talleres cerrados al otro. Que pueda oír ahora, a dos kilómetros de distancia, las ovaciones del estadio desde mi casa se debe, igualmente, al práctico silencio que reina en mi casa, turbado solo por el rumor del frigorífico y el mecánico sonido de las teclas aporreadas por mis dedos. Sospecho que hoy los vecinos no están en casa (quizá han ido al estadio), porque, de lo contrario, lo que estaría oyendo serían sus imprecaciones hacia el árbitro, el entrenador y, por supuesto, los jugadores.
¡Qué lejos llega el sonido cuando otro mayor no se interpone en su camino!
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