Marcial camina, como cada mañana, hacia la acequia. Atraviesa rápidamente la huerta de doña Dolores. Abre la compuerta que permite que pase agua hacia su finca, se echa un pitillo y, cuando estima que ya ha llegado suficiente agua a sus lechugas, tira el cigarrillo al suelo y se vuelve hacia su propiedad.
Hoy no está Doña Dolores en su balcón. Si lo estuviera, podemos sospechar que se quejaría amargamente del hortelano que no sólo abusa de su derecho de paso hacia la acequia, sino que además llena su jardín de colillas. Pero eso es sólo una suposición, así que lo único que sabemos es que Marcial mira los tomates de su vecina y, con un gesto de satisfacción, dice:
—Están llenos de pulgones. Se le van a echar a perder.
Después, ya en su huerto, comienza a quitar malas hierbas de una tabla en que tiene unos calabacines. Poco a poco, va cortando los tallos en que se han enredado los zarcillos del calabacín, y arrancando las campanillas o correhuelas que se han abrazado a ellos.
Un limaco se desliza lentamente sobre las anchas hojas del calabacín. El hortelano lo mata de un golpe certero de azada y aparta los restos. Entonces advierte que junto a la hoja luce algo dorado. Un medallón, parece. Lo limpia de tierra contra su mono y se lo guarda en el bolsillo.
Sobre la tierra sigue fluyendo, viscosa, la sangre del limaco.
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