Quirino vuelve del campo con el tractor. Las pacas de paja rebosan del remolque, y quizá por eso avanza, pasito a pasito, por la carretera, orillándose con cuidado para dejar paso a los automovilistas que bajan a tomar sus cubatas en la capital.
Al pasar bajo los castaños que adornan la entrada al pueblo, uno de los fardos choca con las ramas y cae. El labriego, al verlo por el retrovisor, desciende del tractor y lo recoge. Es entonces cuando observa algo clavado en la paja. Parece una horquilla.
Quirino extrae la horquilla y se la echa al bolsillo. No olvida comentar el extraño hecho a sus compadres del bar.
—No he encontrado una aguja en un pajar, pero sí una horquilla en una paca de paja.
—Lo que me gustaría saber es de quién es. A ver, ¿quién de vosotros se ha llevado a una moza a Las Vistas? Aunque yo me iría a una huerta, que está más cerca...
Toda la parroquia ríe a carcajadas. La horquilla, a decir verdad, no es sino un trozo de hierro doblado, adorno efímero de una cabellera de mujer quién sabe cuánto tiempo atrás. Pero, con todo y con eso, el hombre de cara rugosa que ríe con los demás mientras toma su chato de vino ha visto en esa chuchería una señal de que su suerte ha cambiado. Así que distraídamente la toma y la vuelve a guardar en su bolsillo, como un secreto amuleto.
Páginas especiales
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martes, 10 de abril de 2012
lunes, 9 de abril de 2012
Terror de la A a la Z: Paula
Paula está tumbada sobre la cama. El televisor suena a todo volumen, tapando los gritos de los niños. Sobre la mesilla, en un vaso, un sobre de ibuprofeno se deshace en una efervescencia sucia.
La ventana está abierta, a pesar del relente frío de esta noche de verano. Entran ráfagas que hacen que el cuerpo se estremezca. Paula se echa por encima el faldón de la colcha.
Se abre la puerta y deja ver un rayo de luz que la fuerza a abrir los ojos. Poniéndose la mano delante, se acerca a cerrarla. Duda un momento. En el suelo, hay una mancha oscura abriéndose paso hacia la habitación. Apaga la tele y, con un grito, llama a la criada.
—¡Jacinta!
Después de un momento de espera, Paula camina hacia la cocina. Será que busca la fregona. Pero el mocho, las bayetas y la lejía las está usando Jacinta, agachada entre un montón de tarros de conservas.
Aunque, a decir verdad, Jacinta está demasiado quieta.
La ventana está abierta, a pesar del relente frío de esta noche de verano. Entran ráfagas que hacen que el cuerpo se estremezca. Paula se echa por encima el faldón de la colcha.
Se abre la puerta y deja ver un rayo de luz que la fuerza a abrir los ojos. Poniéndose la mano delante, se acerca a cerrarla. Duda un momento. En el suelo, hay una mancha oscura abriéndose paso hacia la habitación. Apaga la tele y, con un grito, llama a la criada.
—¡Jacinta!
Después de un momento de espera, Paula camina hacia la cocina. Será que busca la fregona. Pero el mocho, las bayetas y la lejía las está usando Jacinta, agachada entre un montón de tarros de conservas.
Aunque, a decir verdad, Jacinta está demasiado quieta.
domingo, 8 de abril de 2012
Terror de la A a la Z: Olga
Olga está esperando que le sirvan la merienda en la mesa camilla, en compañía de sus dos primos. La habitación está llena de juguetes esparcidos sin ton ni son sobre el parquet: el Lego de uno de los chicos se mezcla con los soldaditos del otro y la Barbie de la niña. Volcado en el suelo hay un coche rosa.
Olga ha debido de tener un mal día, y está impaciente por que la niñera, que hace un momento ha detenido una incipiente pelea diciéndoles que se sienten, vuelva con la merienda. Raúl grita:
—¡Jacinta, la merienda!
Pero Jacinta no llega. Así que Raúl se levanta y coge uno de sus tanques. Olga le recrimina, marisabidilla:
—¡En la mesa no se juega!
Con toda seguridad, Olga está deseando coger su muñeco Ken y utilizarlo para atacar a los soldados de Raúl, pero su conciencia de que —como mayor del grupo— debe dar ejemplo se lo impide. Teo, el más pequeño de los tres, no duda en agarrar el cochecito que ha construido hace un rato.
—Pues tú tienes un tanque, pero yo tengo un coche de carreras más rápido que tu tanque.
—Pues mi tanque es más lento, pero tiene un cañón.
De repente, les interrumpe la voz de Olga.
—¡Está vivo!
—¿Qué está vivo?
—¡Ken! ¡Mira...!
Pero los chicos no ven nada raro en ese muñeco que, paralizado de terror, se hace el muerto junto a su coche.
Olga ha debido de tener un mal día, y está impaciente por que la niñera, que hace un momento ha detenido una incipiente pelea diciéndoles que se sienten, vuelva con la merienda. Raúl grita:
—¡Jacinta, la merienda!
Pero Jacinta no llega. Así que Raúl se levanta y coge uno de sus tanques. Olga le recrimina, marisabidilla:
—¡En la mesa no se juega!
Con toda seguridad, Olga está deseando coger su muñeco Ken y utilizarlo para atacar a los soldados de Raúl, pero su conciencia de que —como mayor del grupo— debe dar ejemplo se lo impide. Teo, el más pequeño de los tres, no duda en agarrar el cochecito que ha construido hace un rato.
—Pues tú tienes un tanque, pero yo tengo un coche de carreras más rápido que tu tanque.
—Pues mi tanque es más lento, pero tiene un cañón.
De repente, les interrumpe la voz de Olga.
—¡Está vivo!
—¿Qué está vivo?
—¡Ken! ¡Mira...!
Pero los chicos no ven nada raro en ese muñeco que, paralizado de terror, se hace el muerto junto a su coche.
sábado, 7 de abril de 2012
Terror de la A a la Z: Nuria
Nuria vuelve del pueblo en su coche y llama a los niños para que la ayuden a descargarlo. Trae la compra de la semana: leche, tarritos para el niño, yogures, paquetes de pasta, fiambres, carne...
Su madre la recrimina: no era necesario que comprase nada, pues la casa ya está bien abastecida. Nuria insiste en que no van a bajar todos los días a comer al piso de su madre, porque los niños dan mucha lata. Pero doña Dolores no quiere ni oír hablar del tema.
Una pequeña procesión de niños y mayores con bolsas entre el coche y el zaguán se demora unos momentos. Luego, Nuria decide llevar su vehículo a la cochera, relativamente apartada de la puerta principal, mientras la abuela vigila a los nietos que van subiendo poco a poco la compra al primer piso de la casa.
Después de pelearse con la cerradura, abre la puerta de la cochera, vuelve a montarse en su auto y lo aparca dentro. Se ve una luz a la izquierda, en ese retrete que hace años que nadie usa, si no es para enchufar la manguera de lavar el coche. Nuria abre la puerta y descubre, colgando de una tubería, el cadáver de un perro que se balancea sobre la mugrienta taza.
Sobreponiéndose a la primera impresión, Nuria lo descuelga y comprueba si está vivo. Entonces, el perro se retuerce y muerde su mano. Después se aleja, tan asustado como ella.
Su madre la recrimina: no era necesario que comprase nada, pues la casa ya está bien abastecida. Nuria insiste en que no van a bajar todos los días a comer al piso de su madre, porque los niños dan mucha lata. Pero doña Dolores no quiere ni oír hablar del tema.
Una pequeña procesión de niños y mayores con bolsas entre el coche y el zaguán se demora unos momentos. Luego, Nuria decide llevar su vehículo a la cochera, relativamente apartada de la puerta principal, mientras la abuela vigila a los nietos que van subiendo poco a poco la compra al primer piso de la casa.
Después de pelearse con la cerradura, abre la puerta de la cochera, vuelve a montarse en su auto y lo aparca dentro. Se ve una luz a la izquierda, en ese retrete que hace años que nadie usa, si no es para enchufar la manguera de lavar el coche. Nuria abre la puerta y descubre, colgando de una tubería, el cadáver de un perro que se balancea sobre la mugrienta taza.
Sobreponiéndose a la primera impresión, Nuria lo descuelga y comprueba si está vivo. Entonces, el perro se retuerce y muerde su mano. Después se aleja, tan asustado como ella.
viernes, 6 de abril de 2012
Terror de la A a la Z: Marcial
Marcial camina, como cada mañana, hacia la acequia. Atraviesa rápidamente la huerta de doña Dolores. Abre la compuerta que permite que pase agua hacia su finca, se echa un pitillo y, cuando estima que ya ha llegado suficiente agua a sus lechugas, tira el cigarrillo al suelo y se vuelve hacia su propiedad.
Hoy no está Doña Dolores en su balcón. Si lo estuviera, podemos sospechar que se quejaría amargamente del hortelano que no sólo abusa de su derecho de paso hacia la acequia, sino que además llena su jardín de colillas. Pero eso es sólo una suposición, así que lo único que sabemos es que Marcial mira los tomates de su vecina y, con un gesto de satisfacción, dice:
—Están llenos de pulgones. Se le van a echar a perder.
Después, ya en su huerto, comienza a quitar malas hierbas de una tabla en que tiene unos calabacines. Poco a poco, va cortando los tallos en que se han enredado los zarcillos del calabacín, y arrancando las campanillas o correhuelas que se han abrazado a ellos.
Un limaco se desliza lentamente sobre las anchas hojas del calabacín. El hortelano lo mata de un golpe certero de azada y aparta los restos. Entonces advierte que junto a la hoja luce algo dorado. Un medallón, parece. Lo limpia de tierra contra su mono y se lo guarda en el bolsillo.
Sobre la tierra sigue fluyendo, viscosa, la sangre del limaco.
Hoy no está Doña Dolores en su balcón. Si lo estuviera, podemos sospechar que se quejaría amargamente del hortelano que no sólo abusa de su derecho de paso hacia la acequia, sino que además llena su jardín de colillas. Pero eso es sólo una suposición, así que lo único que sabemos es que Marcial mira los tomates de su vecina y, con un gesto de satisfacción, dice:
—Están llenos de pulgones. Se le van a echar a perder.
Después, ya en su huerto, comienza a quitar malas hierbas de una tabla en que tiene unos calabacines. Poco a poco, va cortando los tallos en que se han enredado los zarcillos del calabacín, y arrancando las campanillas o correhuelas que se han abrazado a ellos.
Un limaco se desliza lentamente sobre las anchas hojas del calabacín. El hortelano lo mata de un golpe certero de azada y aparta los restos. Entonces advierte que junto a la hoja luce algo dorado. Un medallón, parece. Lo limpia de tierra contra su mono y se lo guarda en el bolsillo.
Sobre la tierra sigue fluyendo, viscosa, la sangre del limaco.
jueves, 5 de abril de 2012
Terror de la A a la Z: Luna
Luna, un podenco pequeño de color negro con una mancha blanca en el ojo izquierdo, corretea alrededor del jardín perseguido por una manada de niños. Baja al huerto, cruza el césped del campo de futbito y salta entre los macizos de flores, esquivando hábilmente los rosales de aceradas espinas. Después, vuelve a bajar hacia el huerto.
Los muchachos le persiguen, le gritan, llaman su atención con palos y perucos que le muestran y lanzan luego lejos, para que vuelva con ellos en la boca. Después le acarician y se sientan —sólo por un momento— junto a la vieja Jacinta, que está contándole un cuento a la hermana más pequeña, casi tan pequeña como la prima Gema.
Así que Luna, que en alguna de sus carreras ha aventado un olor peculiar, se vuelve hacia el huerto y comienza a excavar. Truena Jacinta:
—¡Las tomateras!
Los niños corren al huerto, espantando al perro pero pisando las matas que Jacinta quería preservar, y vuelven a retomar su juego.
Luna persigue ramitas y frutas verdes, hasta que una de ellas la lleva de nuevo a la fuente del olor misterioso. Comprueba que Jacinta no está mirando y agita la arena con sus patitas, hasta encontrar un hueso reseco.
—¿De quién será? —dice uno de los niños.
—Seguro que es de un animal —dice su hermano mayor.
—¿Habrá más?
— ¡Quién sabe! Pero vamos a tapar el hoyo... Si mamá ve que Luna ha estado cavando en el sembrado...
Mirando con atención, bajo las hojas de la tomatera, se diría que algunas piedrecillas tienen el nacarado brillo de unos dientes.
Los muchachos le persiguen, le gritan, llaman su atención con palos y perucos que le muestran y lanzan luego lejos, para que vuelva con ellos en la boca. Después le acarician y se sientan —sólo por un momento— junto a la vieja Jacinta, que está contándole un cuento a la hermana más pequeña, casi tan pequeña como la prima Gema.
Así que Luna, que en alguna de sus carreras ha aventado un olor peculiar, se vuelve hacia el huerto y comienza a excavar. Truena Jacinta:
—¡Las tomateras!
Los niños corren al huerto, espantando al perro pero pisando las matas que Jacinta quería preservar, y vuelven a retomar su juego.
Luna persigue ramitas y frutas verdes, hasta que una de ellas la lleva de nuevo a la fuente del olor misterioso. Comprueba que Jacinta no está mirando y agita la arena con sus patitas, hasta encontrar un hueso reseco.
—¿De quién será? —dice uno de los niños.
—Seguro que es de un animal —dice su hermano mayor.
—¿Habrá más?
— ¡Quién sabe! Pero vamos a tapar el hoyo... Si mamá ve que Luna ha estado cavando en el sembrado...
Mirando con atención, bajo las hojas de la tomatera, se diría que algunas piedrecillas tienen el nacarado brillo de unos dientes.
miércoles, 4 de abril de 2012
Terror de la A a la Z: Ken
Ken avanza por la carretera en su deportivo rosa, gozando del espléndido día de primavera. La carretera, ancha y extensa, está pavimentada elegantemente en madera encerada que permite que las ruedas se deslicen con suavidad. Al acercarse a la autocaravana de su amada, Ken derrapa y hace un trompo. Abre la puerta y ella sube grácilmente. De ahí parten hacia nuevas aventuras.
Un ejército de pequeños tanques parece querer cortarles el camino. A pesar de la ventaja de tamaño, Ken recurre, como siempre, a la diplomacia. Su voz suena, curiosamente, como la de una niña.
—Aparta de ahí. Estás estorbando mi camino.
Pero el ejército minúsculo no se aparta, y Ken se ve obligado a salir del coche. Aprovechando el despiste, su novia es secuestrada a traición.
—¡Devuélvemela, es mía!
Alrededor de Ken comienza a resonar un auténtico terremoto. Los tanques, su coche, la autocaravana y el paisaje saltan y vuelan en diversas direcciones. Pero a Ken no le preocupa, porque algo ha despertado su curiosidad. En un resquicio del parquet brilla algo nacarado y esférico.
Ken tiene que cavar con sus propias manos, pues la pala rosa se ha quedado en el descapotable que yace volcado a una distancia considerable. Sus uñas de manicura perfecta se hunden en la oscuridad y extraen el fantástico botín: un pendiente.
Ken vuelve lentamente a su auto y, por el camino, se da cuenta de que todo yace muerto a su alrededor.
Aunque no mueve los labios, escucha en algún lugar su propia voz, que dice:
—¡Está vivo!
Un ejército de pequeños tanques parece querer cortarles el camino. A pesar de la ventaja de tamaño, Ken recurre, como siempre, a la diplomacia. Su voz suena, curiosamente, como la de una niña.
—Aparta de ahí. Estás estorbando mi camino.
Pero el ejército minúsculo no se aparta, y Ken se ve obligado a salir del coche. Aprovechando el despiste, su novia es secuestrada a traición.
—¡Devuélvemela, es mía!
Alrededor de Ken comienza a resonar un auténtico terremoto. Los tanques, su coche, la autocaravana y el paisaje saltan y vuelan en diversas direcciones. Pero a Ken no le preocupa, porque algo ha despertado su curiosidad. En un resquicio del parquet brilla algo nacarado y esférico.
Ken tiene que cavar con sus propias manos, pues la pala rosa se ha quedado en el descapotable que yace volcado a una distancia considerable. Sus uñas de manicura perfecta se hunden en la oscuridad y extraen el fantástico botín: un pendiente.
Ken vuelve lentamente a su auto y, por el camino, se da cuenta de que todo yace muerto a su alrededor.
Aunque no mueve los labios, escucha en algún lugar su propia voz, que dice:
—¡Está vivo!
martes, 3 de abril de 2012
Terror de la A a la Z: Jacinta
Jacinta camina por el corredor con su vieja bata azul y sus zapatillas de felpa. Entra en la cocina —una habitación estrecha para cocina de pueblo pero amplia para cocina de ciudad, con la mesa de los desayunos, la cocina de butano con sus cuatro fogones, la pila de mármol en que se podría bañar un niño de tres años y las encimeras de obra con sus visillos de cuadros— y coloca al fuego un cazo de hervir leche, con su tubo al medio para que no se sobre. Después, busca en la despensa el Cola-Cao.
Pero en la despensa sólo hay un maremágnum de latas volcadas, tarros destrozados y cristales por el suelo. Jacinta sale de la cocina y vuelve a entrar armada de una escoba y una pala que hace las veces de recogedor. Va barriendo los cristales y colocando las latas, cajas de galletas, cartones de leche, tarros de vidrio, botes de plastico sobre una mesa cercana.
La leche comienza a sobrarse, a pesar del cazo de diseño específico.
—¡Rediós!
Tras apagar el fuego, Jacinta mira hacia uno y otro lado, como preguntándose si alguien la ha escuchado pronunciar tal blasfemia. Después, pasa una bayeta, la enjuaga en la pila y vuelve a su tarea.
—¡Jacinta, la merienda! — truena a lo lejos una voz infantil.
Pero Jacinta no le responde. Símplemente se echa la mano al pecho y boquea tratando de tomar aire, ahogándose como un pez fuera del agua.
En el desastre de la despensa, bajo los víveres que hacen escombro, asoma una mano humana.
Pero en la despensa sólo hay un maremágnum de latas volcadas, tarros destrozados y cristales por el suelo. Jacinta sale de la cocina y vuelve a entrar armada de una escoba y una pala que hace las veces de recogedor. Va barriendo los cristales y colocando las latas, cajas de galletas, cartones de leche, tarros de vidrio, botes de plastico sobre una mesa cercana.
La leche comienza a sobrarse, a pesar del cazo de diseño específico.
—¡Rediós!
Tras apagar el fuego, Jacinta mira hacia uno y otro lado, como preguntándose si alguien la ha escuchado pronunciar tal blasfemia. Después, pasa una bayeta, la enjuaga en la pila y vuelve a su tarea.
—¡Jacinta, la merienda! — truena a lo lejos una voz infantil.
Pero Jacinta no le responde. Símplemente se echa la mano al pecho y boquea tratando de tomar aire, ahogándose como un pez fuera del agua.
En el desastre de la despensa, bajo los víveres que hacen escombro, asoma una mano humana.
lunes, 2 de abril de 2012
Terror de la A a la Z: Isidro
Isidro sale de su coche, aparcado de cualquier manera en la entrada del caserón, y se dirige hacia la puerta. Sube los tres escaloncitos que la elevan sobre el suelo y busca el timbre, un botoncito discreto situado a su derecha, a la altura de los ojos —Isidro mide un metro y sesenta y ocho centímetros, así que la altura de los ojos vienen a ser unos 160 centímetros sobre el suelo—. Mientras espera a poder pasar, abraza la cartera con gesto impaciente. Por fin se abre la puerta. Isidro da unos pasos hacia el interior, oscuro y misterioso. Nadie ha salido a recibirle, lo que quiere decir que la puerta se ha abierto sola. Así que ha de buscar a tientas el interruptor de la luz, que esta vez está 40 centímetros a la izquierda del marco de la puerta —a la derecha, según se sale— y 120 de altura.
Al pulsarlo suena un par de veces el péndulo relé del temporizador, hasta que por fin hace su trabajo y se ilumina el filamento de la bombilla —suspendida de un simple cable, el casquillo al aire— que alumbra la estancia. Se trata de una sala cuadrangular de unos 3 metros de lado, el suelo decorado con baldosas de gres que tratan de imitar un dibujo de gravilla. Una puerta en la esquina del fondo de la pared derecha y una escalera que asciende al frente le hacen dudar sobre el camino a seguir.
Abre su cartera. Extrae la carpetilla de cartulina. En la primera página, una dirección: Carretera de Rincón a Laguna, kilómetro 3, 1º.
Guarda los papeles en la carpetilla y almacena ésta en la cartera, que rodea con su brazo izquierdo. Con paso firme, se encamina hacia la escalera. Se ve subir al hombre, la parte superior de cuya figura comienza a recortarse cuando la escalera tuerce hacia la derecha. Finalmente desaparecen sus piernas, pero todavía se escuchan sus cansinos pasos.
La luz del zaguán se apaga. Se oyen el tantear de alguien que busca un interruptor. Se ilumina con luz débil la escalera. Otra vez los pasos de Isidro subiendo los escalones. Se vuelve a apagar la luz.
Alguien baja corriendo las escaleras, y otras pisadas parecen acompañarlas como un eco de las suyas. Resuena un par de portazos. Ruge el motor de un coche que después se aleja en la distancia.
Algo respira lentamente en la oscuridad.
Al pulsarlo suena un par de veces el péndulo relé del temporizador, hasta que por fin hace su trabajo y se ilumina el filamento de la bombilla —suspendida de un simple cable, el casquillo al aire— que alumbra la estancia. Se trata de una sala cuadrangular de unos 3 metros de lado, el suelo decorado con baldosas de gres que tratan de imitar un dibujo de gravilla. Una puerta en la esquina del fondo de la pared derecha y una escalera que asciende al frente le hacen dudar sobre el camino a seguir.
Abre su cartera. Extrae la carpetilla de cartulina. En la primera página, una dirección: Carretera de Rincón a Laguna, kilómetro 3, 1º.
Guarda los papeles en la carpetilla y almacena ésta en la cartera, que rodea con su brazo izquierdo. Con paso firme, se encamina hacia la escalera. Se ve subir al hombre, la parte superior de cuya figura comienza a recortarse cuando la escalera tuerce hacia la derecha. Finalmente desaparecen sus piernas, pero todavía se escuchan sus cansinos pasos.
La luz del zaguán se apaga. Se oyen el tantear de alguien que busca un interruptor. Se ilumina con luz débil la escalera. Otra vez los pasos de Isidro subiendo los escalones. Se vuelve a apagar la luz.
Alguien baja corriendo las escaleras, y otras pisadas parecen acompañarlas como un eco de las suyas. Resuena un par de portazos. Ruge el motor de un coche que después se aleja en la distancia.
Algo respira lentamente en la oscuridad.
domingo, 1 de abril de 2012
Terror de la A a la Z: Gema
Tumbada boca arriba, Gema probablemente observa el cielo azul y los aviones que revolotean piando junto a los aleros de la casa. También se encuentra en su campo visual el mirador, desde el que la abuela la vigila.
En cambio, le es más difícil ver a sus hermanos y primos, por más que correteen a su alrededor gritando y persiguiéndose.
Los niños, de repente, dejan de oírse. Contra el balcón se estrellan piedrecitas. La abuela deja un momento la costura.
—Guau, guau.
Una cara infantil mira a Gema.
—Ella también lo ha visto.
Pronto vuelven a sus juegos.
En el balcón, junto a la abuela, una joven vestida de negro contempla a los nietos de su hermana.
En cambio, le es más difícil ver a sus hermanos y primos, por más que correteen a su alrededor gritando y persiguiéndose.
Los niños, de repente, dejan de oírse. Contra el balcón se estrellan piedrecitas. La abuela deja un momento la costura.
—Guau, guau.
Una cara infantil mira a Gema.
—Ella también lo ha visto.
Pronto vuelven a sus juegos.
En el balcón, junto a la abuela, una joven vestida de negro contempla a los nietos de su hermana.