Páginas especiales

sábado, 30 de enero de 2010

Kevin O'Donnel: ORA:CLE

O'DONNELL, Kevin: ORA:CLE, Barcelona, Ultramar, 1987
456 páginas

ISBN: 84-7386-462-X
Género: Ciencia Ficción / Cyberpunk.
Precio: 3 EUR (saldo de Ultramar en los Vips, 2002) o 300 pesetas (saldo de Ultramar en los Vips, 2001. Con el Euro, "los precios no cambian", sólo suben un 66.386%)


No hay nada que haya envejecido tanto en los últimos años como la literatura de ciencia ficción basada en computadoras. Algo de ello hay en esta novela, en que sorprende que su autor ignorase líneas de investigación de los años ochenta, como las pantallas de plasma (si bien es cierto que el público en general no pudo ver los primeros prototipos en exhibiciones hasta finales de la década), y que al hablar de ordenadores no haya sospechado ni por un momento que el enfoque visual de los Apple Macintosh pudiera generalizarse (en su novela, los ordenadores mejores tienen más teclas). Tampoco queda muy claro si hay interconexión entre los distintos medios: todos parecen unidos a una misma red, pero la pantalla del ordenador no sirve para ver la holovisión, y viceversa. Ah, la holovisión. Otro resto de la cultura de los setenta y primeros ochenta, cuando pensábamos que las 3D abandonarían de una maldita vez las gafas y se popularizarían los hologramas, no como un juego, sino como una industria de entretenimiento narrativo.

Pero, dejando todo eso a un lado, no hay nada más actual que esta vieja novela. La tierra contaminada por... ¿radiación? ¿lluvia ácida? ¿CFCs destructores de la capa de ozono? ¡No! Contaminada por ese CO2 que ahora tanto nos obsesiona, y tan contaminada que se ha creado una Coalición internacional para resolver los problemas. Dicha coalición, poco a poco se ha convertido en el gobierno mundial, propone una solución sencilla: que todos los seres humanos se encierren en sus domicilios, para permitir que las plantas invadan las antiguas calles y absorban el dióxido de carbono.

En este mundo demencial, todo el mundo se ve obligado a trabajar en su propio edificio o "teletrabajar"; hasta tal punto, que las reparaciones domésticas e incluso las urgencias sanitarias o policiales son atendidas por "carritos", robots autopropulsados que pueden controlarse a distancia o trabajar en modo automático, según la carga de trabajo de su operador lo requiera.

Nuestro protagonista también trabaja en su casa. Es un CLE (pronunciado seeleey), o "consultor por lazo electrónico". Recibe una paga a cambio de resolver las dudas de sus clientes acerca de un hiperespecializado campo de interés: la historia de China a finales del siglo XIX (como diría un experto actual en cibercomercio, los productos especializados pueden venderse fácilmente si el mercado es mundial). A lo largo de una semana comienzan a ocurrirle accidentes y, a la vez, comprueba sorprendido que el gobierno está censurando sus respuestas. ¿Qué puede haber tan importante en ese período de la historia para que la poderosa Coalición tenga miedo de alguien que, recluido en su casa, se limita a satisfacer la curiosidad académica de un público minoritario?

El libro, originalmente un relato corto, está muy bien trabado. Cuajado de detalles que parecen insignificantes pero luego revelan su importancia, no hay un solo mcguffin en toda la trama. Se presta también una gran atención al estilo, y se juega con los diversos registros de la lengua, así como con el lenguaje administrativo y periodístico. Pero, como en toda obra de ciencia ficción que se precie, el mayor logro está en la descripción de los personajes y la sociedad en que habitan, definida por el enclaustramiento y la añoranza de esa naturaleza que sólo pueden ver a través de los cristales de sus ventanas.

jueves, 28 de enero de 2010

De trabajos, jubilaciones y otros

Pertenezco a un gremio en que existe una reducción de jornada a partir de los 55 años que se extingue a los 60. Y es que aunque nuestro "contrato" nos permite jubilarnos a los 70, casi todo el personal se prejubila anticipadamente (y en condiciones ventajosas) a los 60. Podríamos pensar que se debe a que trabajo para la administración pública, pero condiciones semejantes no son extrañas en el sector privado, donde un trabajador de 60 (¿qué digo 60?: ¡55!) años es indeseable. Indeseable porque no conoce las nuevas tecnologías ni quiere adaptarse a ellas (ah, Toffler, qué mal hiciste con tu Shock del Futuro!), o eso es lo que se supone, aunque trabaje en Xerox y nada más ser despedido monte una empresa de venta de ordenadores. Indeseable porque lleva muchos años en la misma empresa, y eso le ha hecho merecedor de unos derechos consolidados que son demasiado caros. Indeseable porque, como el gobierno tiene barra libre en estos casos, resulta mucho más barata una prejubilación que un contrato de relevo.

En los últimos 630 días nos hemos acostumbrado a escuchar la palabra ERE, y asociada a ésta la palabra "prejubilación". Hemos oído también algún aviso (vaya usted a saber si del Banco de España o de alguna institución poco informada) que nos prevenía contra el abuso de las prejubilaciones, pero, a fin de cuentas, las mismas fuentes nos decían que estallaría la burbuja inmobiliaria, y ¿qué quiere usted? al final estalló, pero no me salpicó a mi, sino a mis vecinos. Así que, con la conciencia tranquila, hemos mandado a jugar al dominó a cientos de sexagenarios, que recibirán una exigua paga de nuestra empresa complementada por papá estado.

Es una política evidentemente lógica en un momento en que la Administración, que quizá no supo ahorrar en tiempos del superávit, ve menguados sus ingresos y ampliados sus gastos. Una política evidentmente lógica cuando se ha ido ampliando la percepción de quienes no cotizaron, pagando esta percepción con un alargamiento del período mínimo de cotización, aun a sabiendas de que las nuevas generaciones se han incorporado de forma tardía a trabajos con "salarios mínimos por debajo del umbral de pobreza" (Petras dixit), o como becarios sin cotización social.

Una política evidentemente lógica para, después de jubilar a miles de personas a los sesenta, anunciar una subida de la edad de jubilación.

En un libro suyo que reseñé en cierta ocasión, Gilbraith se mofaba de los empresarios que aseguraban que podía trabajarse perfectamente tras los sesenta y cinco años. Se puede, sí, si te has levantado todos los días a las nueve de la mañana (o a las siete para satisfacer tu vicio de ir a la misa matinal) y te traslada un chófer al trabajo. Se puede, si no tienes que realizar ninguna tarea física, y si todas las tareas mentales puedes realizarlas sin sentir la presión fiscalizadora de un superior. Se puede, sí, si sabes que la remuneración que vas a recibir a cambio merece la pena. Pero como dice Gilbraith, muchos de los que alaban el trabajo no han pasado nunca una cinta de montaje, ni, podríamos añadir nosotros, han montado en el metro a hora punta. Se puede seguir trabajando cuando el trabajo tiene un incentivo que no es solamente el económico, del mismo modo que se puede hablar en favor de los fondos de pensiones cuando uno les transfiere 500 euros al mes, en lugar de los cincuenta que puede tratar de ahorrar un trabajador.

Pero mientras hablaban de alargar la edad de jubilación y de fomentar las pensiones privadas, los empresarios, incluso los informados banqueros, seguían prejubilando y ofreciendo planes de jubilación ruinosos. En fin, que tendré que agradecer a Zapatero que me jubile a los 67, en lugar de los 70 que me sospechaba.




(... En realidad, lo ideal, incluso para el empresario, es un mundo de no-trabajo. La vida nos lo muestra día a día: se perdieron los ascensoristas y los telefonistas, se olvidaron el lechero y el portero, se están eliminando incluso nuevos oficios como el de teleoperador. Cualquier día (la justicia poética nos hace desear que pronto), el consejo de administración será sustituido ventajosamente por una computadora. El problema es: ¿cómo dividir la riqueza en un mundo de ociosos? ...)



Para más información:
  • Petras, J.: Padres-Hijos: Dos generaciones de trabajadores españoles (comúnmente conocido como «Informe Petras»)
  • Gilbraith, J. K.: La economía del fraude inocente.

miércoles, 27 de enero de 2010

Mampara-invernadero


Mampara-invernadero (DSC00106)
Originally uploaded by jose_m0ya.
Señor Alcalde de Villa y Corte: Es cierto que según el refrán hay nueve meses de invierno en Madrid, pero también lo es que los tres de infierno se están prolongando últimamente hasta bien entrado octubre.

Por eso ruego a S.E. que se plantee si, dejando aparte la estética, son convenientes para el agosto matritense unas mamparas trasparentes cual pecera cuyo techo translúcido apenas proyecta sombra.
Suyo afmo.,
Su seguro servidor,
José G. Moya

jueves, 21 de enero de 2010

Aquí y allí

Cabizbajo, con gesto compungido, el presidente de una aerolínea pide perdón a los accionistas ante la inminente bancarrota. No es Díaz Ferrán, claro está. Tampoco sucede la escena en España, sino en Japón, donde llorar parece que sí es cosa de hombres. Por estos lares, donde incluso los columnistas de la oposición reconocen que hay que ser tonto (es decir, honrado) para dimitir, es otra pose la que se lleva.
No sólo entre la derecha. Vean a nuestro presidente, galleando en Europa, cuando arrecian las críticas a su gestión. Unamuno erró su afirmación: el pecado nacional no es la envidia, sino el orgullo. Que se disculpen ellos.