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domingo, 27 de septiembre de 2009

La droga como excusa

Q. Mr. Brenneke, are you saying that the CIA was in the business of bringing drugs into the United States?

A. Yes, sir. That's exactly what I'm saying.

Richard Brenneke declarando ante el fiscal general de Arkansas.



Uno de los temas secundarios más interesantes de El miedo a la democracia (ver artículo anterior) es la relación de la CIA con el tráfico de la droga. Del tráfico de armas y del entrenamiento de escuadrones de la muerte se había oído hablar, y mucho, por estas latitudes (así que pocos de los crímenes que recoge Chomsky nos pillan desprevenidos). La droga ha sido siempre, al parecer, una buena moneda de cambio para contratar matones: desde la Mafia con que coqueteó Kennedy, a los muyaidines afganos de los ochenta.
La cita que abre este artículo se relaciona con el tráfico de cocaína a través de Centroamérica, intensificado precisamente en la época en que Reagan declaraba la "guerra a la droga" e intensificaba las operaciones de la DEA en el extranjero.

Pero esta "guerra", al parecer, era meramente cosmética. Dejando aparte el tráfico de la CIA con "hombres de paja" como el general Noriega (dictador de Panamá después arrestado en medio de una operación militar: Roma no paga traidores), se citan numerosos casos en que la "guerra a la droga" era, simplemente, una excusa para enmascarar las operaciones de contrainsurgencia. Chomsky alude, por ejemplo, a la construcción de radares destinados aparentemente a controlar el tráfico aéreo de los narcos hacia EEUU, pero situados completamente fuera de la ruta de los narcos... en una isla situada junto a la costa nicaragüense.

Y esto me llama la atención, porque últimamente, he leído la noticia de la construcción de nuevos radares de la DEA en Colombia. Y, después de leer la noticia, me pregunto si querrán controlar a los cárteles, a las FARC... o a Bolivia y Venezuela.

Chomsky: El miedo a la democracia

CHOMSKY, Noam: El miedo a la democracia, Barcelona, Grijalbo, 1997 (traducción recortada de Deterring Democracy, Verso, Londres / Nueva York, 1991).

No sé si os podréis creer que, siendo filólogo, prácticamente no hubiera leído nada del famoso lingüista Noam Chomsky. En mis años de facultad no pasé de un par de capitulitos de un libro suyo, y, ya más crecido y conocedor, por tanto, de la vertiente política de su obra, tampoco hice mucho por leerlo. Por eso, al ver en casa de un familiar una de sus obras, la agarré y comencé a leerla.



El miedo a la democracia es una recapitulación sobre las relaciones exteriores de los Estados Unidos entre la segunda guerra mundial y la primera guerra de Iraq. La tesis defendida por el autor, y recogida en el título, es que la oligarquía estadounidense ha luchado siempre por establecer una forma de 'democracia' en la que no haya lugar para el pueblo, de forma que los patricios puedan defender sus intereses sin obstáculos. Según Chomsky, esta peculiar visión de la democracia se puede percibir en la simpatía con que diversos presidentes Estadounidenses han visto los regímenes de Mussolini, Hitler, y, modernamente, diversos dictadores del mundo árabe, África y, sobre todo, Centroamérica. A un lector norteamericano le podrían sorprender dichas afirmaciones, sobre todo teniendo en cuenta los baños de sangre que han tenido que sufrir las fuerzas estadounidenses en operaciones justificadas por la "defensa de la democracia". Sin embargo, Chomsky justifica cada afirmación, incluyendo constantes citas a pie de página y llegando a mencionar los juicios perdidos por quienes pretendían acallar ciertas bocas molestas.

El problema es, según Chomsky, que tanto los medios de comunicación de masas como la literatura académica han ocultado sistemáticamente las violaciones de la ley y de los derechos humanos cuando eran cometidas en defensa de los intereses de la elite occidental. Así, no han tenido recato en caer en flagrantes contradicciones (como se muestra en el caso de la violación de los acuerdos de paz de Esquipulas, presentada como cumplimiento de dichos acuerdos, o en la coincidencia de las campañas antitabaco con la presión para reducir sus aranceles en países del sudeste asiático).

El guión es simple: cuando son ellos los que mantienen un ejército insurgente, son terroristas. Cuando nosotros inundamos de paramilitares otra nación, estamos defendiendo la democracia. Si nosotros vemos un riesgo de seguridad remoto, podemos invadir o bombardear una nación extranjera e invocar el derecho a la legítima defensa. Si ellos lo hacen, deben pagar las consecuencias. La norma se aplica también a la política interior, como en las asimétricas condenas para el crack, droga de negros, y la cocaína esnifada por los blancos (respecto de este punto, conviene recordar que la eliminación de esta asimetría era uno de los puntos del programa de Obama).

Aparte de esta reflexión sobre la hipocresía occidental, el libro está cuajado de reflexiones curiosas. Por ejemplo, una amplia reflexión sobre el colonialismo y los estados satélites, a raíz del problema centroamericano. La hipótesis es sugerente: el colonialismo Japonés preparó el terreno a los "dragones asiáticos" de los 80, mientras que el colonialismo europeo y norteamericano arruinó las naciones de África y América. La Unión Soviética dilapidó su presupuesto en mantener la viabilidad de sus estados satélites, mientras que los Estados Unidos dilapidaron el presupuesto de sus estados satélites en mantenerse a sí mismos. Se podría objetar que, durante mucho tiempo, el árbitro mundial invirtió en la ruinosa economía de Europa occidental y Japón: según el autor, se hizo solamente en aquellos casos en los que se veían oportunidades de negocio y la necesidad de combatir la influencia comunista.

La última sección del libro, "fuerza y opinión", trata de los mecanismos para el control de la masa. Llama la atención que para Chomsky la autoridad no sea, como para otros anarquistas, un asunto meramente psicológico. La autoridad se defiende con la fuerza. Sólo en las sociedades más avanzadas necesitamos recurrir a la propaganda para darnos un barniz de civilización. Pero ni siquiera en ellas: se citan muchos casos del recurso a la fuerza (normalmente la amenaza del hambre o el corte de suministros, pero sin renunciar a las armas) en Europa Occidental y Japón.

El libro se cierra, sin embargo, con una concesión al optimismo. Aunque los medios estén saturados con desinformación suficiente como para sorprender a un Orwell, los Estados unidos tienen, sorprendentemente, una de las legislaciones sobre libertad de expresión más amplias del mundo. "En cuanto a la libertad de expresión, existen claramente dos posturas: o bien uno la defiende enérgicamente, favoreciendo puntos de vista que odia, o bien la rechaza en favor de criterios estalinistas o fascistas".

lunes, 21 de septiembre de 2009

Los derechos del anunciante de internet

Como usuario de internet, siempre he pensado en los anuncios como algo molesto e irritante que se fundía mi ancho de banda (onerosamente pagado cuando lo utilizo a través de un móvil o una línea convencional) y llenaba mi pantalla de grotescas imágenes. Sólo más recientemente he comenzado a pensar en ellos como algo que podría reportar dinero a alguna de mis páginas web (¡no! Por Dios, ¿dónde están los principios?) o incluso atraer tráfico hacia ellas.

Si no he puesto anuncios en mi blog (y reflexioné sobre ello recientemente, al rellenar una encuesta sobre usuarios de blogs) es porque no tengo tráfico suficiente como para que un anuncio produzca una cantidad de dinero capaz de minar mis reparos morales (que nunca son definitivos: como dijo Groucho, «soy un hombre de principios, si no le gustan estos, tengo otros»).

Y si no me anuncio en otros blogs es porque tráfico, lo que se dice tráfico, tengo bastante: lo que me falta, y eso no se consigue con anuncios, es que ese tráfico se detenga en mi blog: que las vistas de página se transformen en visitas largas. No quiero ser como la gasolinera por la que pasan todos los coches, sino como el restaurante en que se detienen largo rato los camioneros.

Lo que nunca me había planteado es la indefensión en que se encuentra el anunciante frente a la empresa anunciadora. Y es eso de lo que trata un artículo (en inglés) de Benjamin Edelman, experto en publicidad en internet, llamado Towards a Bill of Rights for Online Advertisers (el artículo, todo hay que decirlo, lo hubiera pasado por alto si no fuera porque Edelman ha vuelto momentáneamente a las notificaciones por email, llegando así a los que, como yo, somos perezosos a la hora de emplear el RSS).

Los derechos que propone Edelman son los siguientes:

  1. Derecho a que el anunciante sepa dónde se muestran sus anuncios. No sólo para que pueda evitar que lo anuncien mediante prácticas intrusivas (popups, adware encubierto, etc.) sino también para poder elegir dónde se muestra (por ejemplo, cuando se anuncia una bebida alcohólica en un sitio «para todos los públicos», no siempre es por deseo del fabricante). Además, siempre está el problema del fraude mediante «anuncios invisibles», que el consumidor no ve pero se cobran igual.

  2. Derecho a que las cuentas estén claras. Por lo que parece, muchos anunciantes no proporcionan facturas detalladas, lo que permite cobrar varias veces el mismo clic.

  3. Derecho del anunciante a emplear sus datos como le convenga. Puesto que ha sido el anunciante (y no el anunciador) quien ha configurado sus palabras clave y su «target», se ha de permitir que el anunciante pueda exportar en un formato abierto el análisis de los clics reportados por dichas palabras clave, de manera que no quede cautivo de un anunciante en concreto.

  4. Derecho a que el anunciante se beneficie del fruto de su propia campaña, y que éste no sea disfrutado, en cambio, por la empresa anunciadora. Pone Edelman el ejemplo de un usuario que hace clics en un anuncio de una aerolínea, y a continuación es bombardeado (por el mismo anunciador) con toneladas de anuncios de aerolíneas pertenecientes a otros anunciantes: aplicado al mundo offline, viene a ser como si en un Stand de demostración de Coca-Cola (pagado por dicha marca), se invitara a un trago de Pepsi.

  5. Derecho a que las disputas sean resueltas de manera justa y limpia. Este derecho es incompatible con los contratos draconianos y cerrados que imponen muchas de las empresas de marketing online.


Me parece una lista interesante, no sólo por los derechos en sí (que parecen obviedades) sino por lo que revela sobre lo pantanoso, selvático y pútrido del mundo de la publicidad online, no solo entre empresas de reputación sospechosa, sino incluso en algunas de las más prestigiosas empresas de Internet.