No está muerto todo lo que yace bajo el cielo y, con el paso de eones, hasta la muerte puede morir.HPL
Durante las pasadas semanas, los medios han especulado con las causas del repentino fallecimiento del doctor Mendoza. El estado de salud del eminente herpetólogo se había ido deteriorando desde su vuelta de la expedición herpetológica del Amazonas. Un informante anónimo nos ha permitido identificar un perfil de blogger que el doctor activó en los últimos meses. Para su mejor comprensión, nos hemos tomado la libertad de organizar todas estas notas.
Todos se preguntan el origen de mi enfermedad. La medicina tropical no parece haber topado hasta la fecha con síntomas parecidos a los que me afectan. Y, mientras tanto, contemplo, cada día, como mi rostro se desfigura y mi piel se torna gris y apergaminada. Los médicos me preguntan por qué lugares he pasado, qué alimentos he probado, si he consumido agua de origen sospechoso. ¿Cómo, Dios bendito, voy a poder responder a sus insensatas preguntas? ¿Podrá mi cordura soportar sus inquisiciones?
El objeto de la expedición herpetológica del Amazonas fue localizar ejemplares de una nueva especie de reptil avistada por los garimpeiros de la cuenca alta. Las descripciones de nuestros informantes diferían en muchos puntos, pero coincidían en un par de aspectos fundamentales. Se trataba de un lagarto de gran tamaño, similar (algunos afirmaban que mayor) al dragón de Komodo. y sus hábitos eran, al parecer, nocturnos.
Guiados por un grupo de gentes del lugar, llegamos a la zona donde había tenido lugar la mayor parte de los avistamientos. Se trataba de un antiguo poblado que sus habitantes habían abandonado ante la invasión de los buscadores de oro. Muchas de las chozas albergaban todavía utensilios indígenas. Uno de los garimpeiros me dio, como un trofeo, el esqueleto de una pequeña mano, como de simio. Puesto que dichos animales quedan lejos de mi especialidad, pregunté la especie:
—É a mão de um macaco?
Los garimpeiros rieron.
—não, mas uma criança!
Horrorizado, dejé caer la manita infantil al suelo, y salí de la cabaña sin querer indagar el contenido de los recipientes de barro que se veían en un rincón.
Junto al poblado indígena existía una balsa maloliente, que en un principio supuse creada por los propios garimpeiros. Los mineros nos dijeron, sin embargo, que formaba parte del poblado y estaba destinada a almacenar sus aguas residuales. Me sorprendió que no empleasen el río como cloaca, pero no quise tomarme el trabajo de traducir las pormenorizadas explicaciones del guía.
A pesar de lo que piensan los médicos, en todo momento cuidamos de beber exclusivamente el agua embotellada que traíamos con nosotros. Habíamos previsto la posibilidad de que se agotase, y por ello nos habíamos provisto de un alambique. Más que al cólera o a la disentería, habituales en la zona, temíamos a la alta concentración de metales pesados en el río. También habíamos preparado un abundante suministro de víveres en conserva, pero he de reconocer que en ciertas ocasiones cedimos a la tentación de la caza.
La primera noche, colocamos nuestras cámaras en los puntos de paso habituales de la fauna del lugar. Dado el gran tamaño del lagarto supusimos que sería terrestre, pero tuvimos la previsión de montar un par de plataformas de observación para criaturas arborícolas. Las modernas técnicas de detección de movimiento, unidas a la transmisión inalámbrica de imágenes, nos permitieron establecer un puesto único de control en una tienda habilitada al efecto. A lo largo de la noche, haríamos turnos de guardia para avisar a los demás si alguna de las cámaras avistaba la criatura que buscábamos.
No fue hasta la semana siguiente que nos dimos cuenta de que faltaba José. Era el más anciano de los garimpeiros, y el patrón no había puesto ninguna objeción a que se nos uniera, pues su vista ya no le permitía trabajar en los lavaderos. A pesar de su sangre mezclada, tenía la piel inexplicablemente pálida, pero siempre lo achacamos a su elevada edad. Después, cuando faltó, sus compañeros nos dijeron que apenas tenía 35 años. Tampoco nos extrañó demasiado: 35 años son muchos para pasarlos entre la asfixiante atmósfera húmeda de la selva y los nocivos vapores del azogue. Después, a lo largo de la ruta de vuelta, pude comprobar que muchos de los trabajadores tenían el aspecto de José.
Con un perro que nos prestó el patrón, seguimos el rastro de José hasta el tronco de un árbol. Allí vimos, por primera vez, las huellas del gran lagarto que íbamos buscando. Seguramente el garimpeiro, tras encontrar casualmente al animal en el transcurso de una salida en busca de leña, había trepado al árbol para refugiarse, quizá con resultado mortal: en las copas, a mas de diez metros de altura, acechaban horrores mucho peores. Aunque no pudimos hallar su cadáver, celebramos un pequeño responso. Después, volvimos a la base de aquel árbol para tomar un molde de las huellas.
A los dos días desapareció otro de nuestros guías, Simão. Era un hombre duro, uno de los capataces del patrón: el resto de los garimpeiros sentían auténtico pavor cuando se les aproximaba. Las cámaras registraban cómo había salido del campamento de noche, quizá para cazar: nos aterró la idea de que incluso uno de los más rudos guías locales pudiera ser presa de un depredador.
Como en la ocasión anterior, perdimos su rastro al pie de un enorme árbol.
Las dos semanas siguientes transcurrieron sin problemas, pero también sin resultados productivos. Los diversos miembros de la expedición aprovechamos para tomar muestras de varias especies, pero no apareció por ningún lado aquel enorme lagarto cuyas huellas habíamos visto. Finalmente, decidimos volver a Manaos para, desde allí, emprender el regreso a la costa.
La última noche, el patrón nos invitó a una fiesta en su casa. Acudimos por puro compromiso, y obsequiamos a nuestro patrón con unas botellas de brandy de Jerez cuyos principales consumidores fuimos nosotros mismos, pues sabíamos que la ingestión de cualquier bebida podía afectarnos, especialmente si la acompañábamos con hielo. Después de la cena nos hicimos unas fotografías. Creo que fue durante el viaje de vuelta, al ver en el ordenador todas las fotografías del viaje, cuando nos dimos cuenta de cómo se había diluido nuestro color de piel.
(CONTINUARÁ)
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