Para mí, Madrid siempre será el invierno. Quizá porque, aunque viví en lugares más fríos, fue en esta ciudad donde, de pequeño, me hundí hasta la cintura en la nieve, en el alcorque de un árbol de la chopera del Retiro. Cuando vivía en la Rioja, siempre pensaba en la nieve de Madrid; pero al volver aquí vi poca nieve: mucha menos que en el Valle del Ebro. Y es que uno puede comprender que las piernas de un niño de cuatro años son muchísimo más cortas que las de uno de seis, pero otra cosa es conseguir que esa información racional se integre en el recuerdo. Y también es cierto que ese patio de gravilla, fragmentos de uralita y pararrayos radiactivos del Bretón solía amanecer cuajado de hielos, pero no de nieve.
Mi siguiente recuerdo me devuelve a la capital, ya cumplidos los once. Encerrados en la antigua capilla —en aquel tiempo ya sala de vídeo— del colegio, veíamos caer los copos de aguanieve (allí aprendí la palabra), suspirando por que cuajasen en el suelo. Pocas veces lo hacían. Pero, allá por mis trece años, una gran nevada convirtió las calles, y especialmente las resbaladizas losas del Paseo del Prado, en un granizado de barro: una gran pista de nieve sucia. Llegamos empapados al colegio, y empapados volvimos de allí. Mi padre nos prometió que, si en otra ocasión caía una nevada igual, nos quedaríamos en casa. Supongo que olvidó esa promesa, pero, como creo haber comentado alguna vez en esta bitácora, nosotros la recordamos fielmente. Sólo que no nevó.
El invierno de Madrid es, a pesar del refrán, benévolo. Cuento en los inviernos de mi infancia más días de sol que de lluvia o nubes, y a ese sol agradezco el haber hecho de mí un niño gordezuelo, lector y escritor, pues sentado al sol y escribiendo pasaba todos los recreos que seguían a la hora del comedor escolar. Luego adelgazaría, dejaría de escribir y por último de leer, pero esa ya es otra historia.
A pesar de todo, he sido siempre muy friolero, por eso mi obsesión con la nieve.
Por ejemplo, a mis dieciocho, yendo de Atocha a Plaza de Castilla para coger el autobús a Cantoblanco, pues el tren se detenía al llegar a los helados cambios de Chamartín. Los compañeros jugando en la nieve —yo no me atreví, y ahora lo lamento—. Al llegar cierta hora, los escasos asistentes nos enfrentamos con la pereza de atravesar el manto helado en autobús. Maria Luisa Cerrón, nuestra profesora de Literatura Medieval, se ofreció gentilmente a llevarnos. No sé por qué, pero me sentí especial, de alguna manera.
O por ejemplo, en ese período vago que se extiende entre los veinticinco y los treinta, saliendo a la calle el fin de semana de la Constitución para comprar un regalo para mi madre. Cogiendo el metro entre estaciones próximas, para evitar esa nieve que se colaba en el plumas, a pesar de la cerrada capucha.
O en esas navidades de hace tres años, o aquellas de hará unos cinco, con grandes nevadas y coches atascados en los alrededores de Madrid. Nevadas que te hacían sentir especial cuando pisabas nieve virgen en la Casita del Príncipe de Aranjuez o en el Retiro.
Pero también juegan un papel importante en mi vida las nieves fuera de Madrid, a pesar de que no esquío: como en ese viaje a Cerezo y La Pinilla que hice con los compañeros de laboratorio de mi hermano. Hay viajes para ver nieve, y hay nieves de viaje. Nieves de los Cameros, que bloqueaban el coche en diciembre, estropeando los planes de una boda; o que caían, a finales de Abril, sobre las brasas de la barbacoa.
Nieves del puerto de Piqueras, que duran hasta Mayo y fecundan la tierra. ¡Nieve! Flotando en el viento, caprichosa y frágil como una polilla, dura y cruel como el acero. ¡Nieve! ¡Nieve de los tópicos navideños, de las latitudes civilizadas! ¡Nieve! ¡Nieve que estrujar entre los dedos, que lanzar, que pisar; nieve donde revolcarse! ¡Nieve que caiga sobre los peatones al otro lado del cristal, que convierta los coches en objetos decorativos! ¡Nieve que haga de los árboles candelabros fantásticos; que encienda la falda de los montes; que difumine la realidad cotidiana!
¿No estáis vosotros también deseando que nieve?
¡Me ha encantado esta entrada! Espero que este año tengas pronto tu merecida ración de nieve :-)
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