En este artículo, un amigo se plantea, con ocasión de su trigésimo natalicio, una comparación entre sus planes pasados y su presente. Y es que llega una edad en la que una pregunta como "¿qué querías ser de mayor?" o "¿qué planes tenías?" acaba siendo absurda. Esto viene a ser como la relectura de los libros de anticipación: nadie imaginaba en 1974 todo lo que íbamos a tener en el 2000, pero muchos imaginaban muchas cosas que no han llegado ni llegarán nunca. Del mismo modo, ¿quién no se ha planteado en su infancia ser astronauta, policía o bombero?
Si hago memoria, quizá lo primero que quise ser es superhéroe. Comparada con las profesiones favoritas de los adolescentes actuales (suele triunfar "actor porno", aunque todavía hay muchos votos para "futbolista"), la de superhéroe es una mierda de profesión, pero es pasable. Después quise ser astronauta, que es una buena alternativa, y supongo a los niños de hoy les parece viable, visto que Pedro Duque demostró que estaba al alcance de los españoles. Sin embargo, pronto decidí que quería ser escritor —y sigo queriendo serlo, a pesar de que soy incapaz de terminar un libro—. La profesión de escritor se combinaba con las de paleontólogo, arqueólogo, historiador (esto sin duda por influencia de mi padre); otra alternativa era la informática, que siempre me gustó. Llegó cierto momento en que tuve que decidir entre ciencias y letras. Las letras ganaron por goleada, no sólo porque aquel año había suspendido las matemáticas, sino también porque había más carreras de letras que me gustaban (de ciencias, por aquel entonces, ya sólo me gustaba la informática). Pero, según pasaron los años (es decir, los dos que separaban segundo de BUP de COU), comprendí que mi futuro estaría probablemente en la enseñanza (lo tenía tan claro que la selectividad no me preocupaba, porque sabía que mi futuro era hacer unas oposiciones). Hice algún amago por buscarlo en otra parte (realmente, no me hubiera importado ser un bibliotecario, pero uno a la antigua usanza, de esos que se dedican a leer sentados en su mostrador y te miran con cara de odio si les pides un libro), pero el CAP (que en mi caso fue el FIPS de la autónoma, seis meses en lugar de quince días) me mostró las bondades de la enseñanza.
Digo esto porque a menudo me quejo sobre la enseñanza, gruño, me enfado con los alumnos, me desespero o me deprimo. Habéis de saber que eso forma parte de mi natural inestabilidad emocional. La enseñanza tiene grandes recompensas, aunque no se vean (ni se obtengan) fácilmente. Y, ciertamente, aunque alguna vez he fantaseado con ganar una bonoloto que me jubile antes de los cuarenta, sé que me pasaría los días pensando en cómo enseñar y a quién.
Si alguno de vosotros me ha encontrado, felices fiestas, pequeñuelos. Y acordaos de que tenéis deberes que hacer.
Para elnuevo año,solo despropósitos. Sé feliz
ResponderEliminarEstoy absolutamente convencido de que pocos profesores deben de existir con tanta vocación, tanta profesionalidad y (por otra parte) tantísimas ganas de ver muertos a centenares de infantes.
ResponderEliminarEn serio, eres grande, Joe.
Qué majete...
ResponderEliminarYO de pequeña quise ser tantas cosas... Entre ellas, artista plástica y bueno, Bellas Artes sí que terminé estudiando.
¿De qué materia impartes clases?
Saludos y feliz 2006.