En el artículo del otro día olvidé mencionar un libro que había leído la noche anterior: La economía del fraude inocente de John Kenneth Galbraith, No sé cuál será su precio, porque lo dejó en préstamo en casa un tío mío que solía ser sociólogo (ahora mismo no tengo claro lo que es). Lo que sí os puedo decir es que tiene muy pocas páginas, tan pocas, que lo leí en una hora.
El libro no deja de ser un compendio de obviedades, Galbraith se dedica a recordarnos que las mentiras piadosas que solemos creer a pie juntillas no dejan de ser eso, mentiras piadosas (fraudes inocentes).
Por ejemplo: el trabajo es una virtud que se desea entre los desfavorecidos, especialmente si se les ve ociosos (olvidando que, quizá, no consiguieron trabajo). En cambio, si se ve a un millonario ocioso, nadie piensa que ese ocio sea improductivo, ni se lo reprocha.
Por ejemplo: el control del tipo de interés ayuda, dicen, a regular la inflación. Puede ser, pero, ¿estamos seguros de que una empresa que no vende realizará inversiones por muy bajo que sea el tipo de los créditos? ¿Dejará de realizarla, por alto que esté, si sus ventas crecen? Galbraith indica que, cuando él trabajaba durante la II guerra mundial en un departamento encargado de evitar la inflación de precios que hubo en la primera, estudiaron muchísimas medidas, pero ninguno de ellos creía que el control del tipo de interés sirviera para nada. En cambio, ahora se adora a ese dios llamado Greenspan.
Por ejemplo: la distinción entre sector público y sector privado. ¿Qué es burocracia, que yo tenga que entregar una instancia para solicitar un papel que necesito para promocionar en mi trabajo de funcionario, o que cada empleado de la limpieza de una factoría tenga que firmar cada día en un papel que recoge a qué horas se ha limpiado cada lavabo, papel que debe después ser procesado dentro del plan de calidad ISO 9001 de la empresa?
Por ejemplo, la creencia en que los accionistas dirigen las empresas. Galbraith insiste en que, al fin y al cabo, el presidente controla economícamente al consejo de administración, mientras que los accionistas ven, escuchan y callan.
Sí, son cosas que todos sabemos, pero que hasta ahora no nos habíamos atrevido a leer en letras de molde. Por eso merece la pena el libro de Galbraith.
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