Como todos los niños, estoy atado y recluido en el espacio de esta silla trona, alto cáucaso al que, cada cinco minutos, llega un águila en forma de cuchara, para picotearme la boca e introducir la papilla. Esta por mamá, esta por papá... mira el avión, brrrr... Yo me pregunto si no podrían dedicarse a otra cosa, y dejar que su hijo se dedique, simplemente, a observar y explorar el mundo. Desde aquí arriba, al menos, puedo divisar el amplio espacio que se ofrece entre mi persona y las paredes más lejanas de esta hamburguesería.
Allá a lo lejos se ve, encima de otra silla, la figura rosada de una niña. Es algo menor que yo: debo de llevarle un més o dos. Ella rechaza, también, el alimento que le sacrifican las dos figuras que la rodean. Se da cuenta de que la estoy mirando, y gira su cara hacia mi. En sus ojos hay inteligencia: creo que se ha dado cuenta de que yo también recuerdo, todavía, que nos conocimos, hace menos de dos años, cuando nuestros cuerpos aún eran adultos.
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